Avril Lavigne, la icónica genia de los bellos tonos tristes

Avril Lavigne, la icónica genia de los bellos tonos tristes

En ella percibo una tristeza hermosa. Hay quienes la tristeza les parece que tiene un aspecto distinto al de la belleza, quizá menos “atractivo” o comercial

Por: Jane Peijar
marzo 13, 2024
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Avril Lavigne, la icónica genia de los bellos tonos tristes
Fotografía: Archivo particular

And you turn it into honesty, and promise me I’m never gonna find you fake it

Avril Lavigne
Complicated (2002)

Puedo escribir una prosa que parezca feliz esta tarde pero no me fluye. Creo que tengo un natural estilo triste que me ha costado aprender a sobrellevar, no sin dolor, aunque haya a quien el dolor lo rehuya precisamente porque le parezca triste lo doloroso. Pero para mí ni el dolor ni la tristeza son grises, no lo son tanto. Arte de inmenso valor tiene un aspecto triste. En ella percibo una tristeza hermosa. Hay a quienes la tristeza les parece antiestética o que tiene un aspecto distinto al de la belleza, quizá menos “atractivo” o comercial. Aunque esto es un poco falso en cierta medida. Pienso en la película Hachiko que lleva haciendo llorar a tantas personas desde hace tanto y que yo la vi creyéndome una excepción y terminé agarrado al papel higiénico como si hubiera sido yo el dueño del perro. La espera del animal a su amo, ¿a quién no ablanda? Cuando la hija del protagonista todavía ve al animal esperando a que su padre salga de la estación del tren? ¿Quién no se conmueve? O no se remueve. ¿Será esa sensación de remoción interna que causan las lágrimas las que nos lleva a evitar la tristeza y sus efectos? Somos valientes para la alegría pero unos pusilánimes para el terror y lo triste. Casi no sabemos apreciar la belleza de lo triste, de lo aciago, el aspecto luminoso de lo oscuro, lo tangible de lo impalpable. Nos cuesta. Somos felices viendo cine feliz, Cartoon Network, Looney Tunes, no queremos ver South Park. Creo que la idea ya se comprende, aunque podría extenderme quizás más hacia un planteamiento más detallado de ejemplos que pugnen entre lo previsiblemente familiar de lo censurado. Pero no es de eso de lo que pretendo hablar, pretendo hablar de la estética de lo triste en Avril Lavigne, que es una de las cosas paradójicamente más bellas que yo siento que me han sucedido en mi tránsito por esta nostra vita breve.

Yo fui, por ejemplo, huérfano, no me gusta escribir casi con este tinte autobiográfico, precisamente por lo que digo, somos cobardes para lo triste, es quizá demasiado cercano. Chéjov dice en un cuento que nuestra vida no es nada feliz. No lo sé, me falta leerlo más, y es algo que debo hacer y haré. Aunque lo he leído con dedicación, su obra es extensa. Escribió muchos cuentos y teatro. Y precisamente uno de sus personajes en un cuento suyo de cuyo nombre quisiera acordarme, Un hombre enfundado, lanza la sentencia: “no es nada feliz nuestra vida”. Es quizá una afirmación muy radical. Benedetti tiene otra frase en La tregua un poco más relativa: “un tipo triste que sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría”. Bien por Mario. A mí eso no me pasa.

Yo me considero naturalmente triste y eso se revela en mi escritura y en mi personalidad y esto es algo muy anterior a mi prematura condición de huérfano o a mis situaciones de escasez económica o a cualquier tipo de adversidad que por azares, infortunios o whatever, como lo expresara Ella, me suceda. Por Ella me refiero a la mujer que le da título y sentido a este texto y que ha acompañado tantas veces mi soledad desde la suya: Avril Lavigne, quien ha sido para mí una fuente también de tristeza, de bella tristeza desgarradora y animosa, como animoso y triste e irónica resulta la historia del Skater boy, y como suena Thing I'll never say, pues como ella misma lo revelara sí que se siente el matiz de la influencia de Alanis Morissette con su icónico tema Ironic, que parece una letra tan graciosa y a mí me hizo en cambio llorar de alegría.

Avril arranca un concierto diciendo a su público que acaba de morir su abuela, lo dice y arranca a llorar y a cantar. Y uno casi que siente en similares y simultáneas proporciones la alegría de su canto con la desazón de su tristeza. Sólo basta con que lo diga ella para que ya suene triste y bello y artístico. Esa es Avril Lavigne, eso consigue al menos en mí. Avril es un alma triste, pero hermosa, aunque esto quizás es una mirada muy subjetiva, y me falte aún hacer una lectura total de su obra que me atrevo a afirmar conozco casi toda, pues si algo me ha enseñado la academia es a relativizarlo todo, prácticamente. 

Yo soy avrilavignómano antes que cualquier otra cosa, antes que incluso soñador y militante profesional del ocio de escribir, que es una actividad que yo encuentro honrosa y apasionante, no tan divertida como podría creerse ligeramente o a simple vista. Disfrutar no es lo mismo que divertirse, y disfrutar es ya comprometerse demasiado, pero en general dije que quería escribir algo que sonara feliz, y que no me fluye, porque siento que tengo un tono y una forma de existir naturalmente triste con la que yo creo que nací y que es anterior a cualquier desventaja.

Pero si hay algo bello en medio de las casi infinitas razones con que yo cuento para estar triste ha sido compartir en una misma línea temporal con Avril Lavigne, haber vivido para apreciarla, saberla viva y simultánea es algo que me parece de una belleza infinita, porque no me sucedió con el Rey del Pop, a quien viví para escuchar pero cuyo arte no conecta con mi más hondas agonías como Avril Lavigne, y los dos por razones diversas pertenecen cada uno en sus géneros a tronos musicales y despiertan en su público y sus fans emociones parecidas a la devoción, y precisamente, el llanto, el llanto extasiado que convocaban los conciertos de Jackson y supongo que también los de Avril. Maldita Nerea, maldita Maldita Nerea, qué bonitas suenan todas las tristezas que canta y describe Jorge Ruiz al escribir el verso “diciendo cosas que siempre suenan a triste, que suenan a olvidar.” Ese tono triste siento que en tantos siento artificial o impostado, o fingido u obligatorio es porque sus vidas son naturalmente felices, lindas, distraídas, bellas en el sentido quizás banal de la palabra.

Mi vida no, mi vida ha sido infeliz desde mucho antes de que comenzaran a ocurrirme desgracias oficiales y estartazos contra “Vainas Ineludibles”. Antes de cualquier chicotazo yo ya estaba hundido en esa terapia de inmersión en la nostalgia que se fabrica en San Junípero, episodio del serial Black Mirror, entonces a uno le alejan, lo alejan por esos adjetivos, por ser naturalmente triste y vocacionalmente fracasado, lo cual es condenadamente injusto y frívolamente sórdido como sórdida es la lástima, que es algo tan desemejante de la tristeza, que es un sentimiento en primer lugar genuino, en segundo lugar profundo y en tercer lugar hermoso.

En tanto que la lástima es frívola, y torpe y banal como banales son quienes se permiten sentir eso por las personas en constatación de sus propios vacíos irresolubles y de las falsas alegrías con las que posan sonriendo para las fotos aunque no pasen sonrientes por la vida. Piedras, sólidos, impenetrables, turbios, que además se indignan si se lo señalan. Así no es mi vida, mi vida es naturalmente triste, la tristeza es anterior a mí y es una marca más que de un estilo literario o una manera de mirar, una luz interior. Anterior a cualquier decisión o infortunio, por eso “digo casi siempre cosas que suenan a triste”, aunque no a olvidar. No es a propósito ni por “desdichado”, ni es “pose”, no es una fabricación, es más bien como diría Julio Cortázar, “un desgarramiento”, que quizás es lo que me impele a escribir y a ser como soy, pero no es provocado ni ensayado ni armado, es más bien al contrario, es un desarme, como me lo dijera un colega que no parece propiamente alguien triste, y mucho más dinámico y apuesto que yo, es un tener las “armas rendidas”, y en esa rendición hay una estética, hay un tono, ese tono puede tenerse y entrenarse pero difícilmente fingirse como sí en cambio se finge la llamada “lástima”.

Lástima me da a mí por ejemplo tener el apellido que me tocó en suerte, pero no porque esté a disgusto con la vida, si no por los seres a los que ese apellido me ha vinculado y los denuestos a los que me ha abocado. A uno Hachiko no le da lástima, o quizás, sí, pero más bien el término es pesar, pesa la fidelidad de ese amor que parece profesar el Akita hacia su posesor. Pero Hachiko es un perro. A mí en cambio Avril Lavigne me conmueve y más me conmueve saberme vivo para disfrutar de su existencia, llena de explosión, de vitalidad, de baterías y guitarras eléctricas que se agitan a toda velocidad como en We wasn’t y que me hacen recordar y percatar el color rosado de los noviazgos imposibles, como en Girlfriend, las smiles de sus You know i’m crazy bitch y las things that She never will say pero que suenan, por motivos que no comprendo, tan hermosas como Ella. 

Los happy endings, que son acaso hermosos oximorones que ella escribe: finales felices, que Ismael Serrano escribiría que nunca le gustaron las despedidas, es porque las despedidas son finales, es porque la palabra final ya trae incluida la tristeza, por eso la traducción literal de un happy ending, como se llama una de las canciones más bellamente tristes de Avril Lavigne, es un infeliz oxímoron que supone y comprueba que la felicidad acaso puede ocurrir simultánea a la tristeza como lo escribe Mario Benedetti, y recompuesto con ingenua sencillez a partir de la yuxtaposición semántica y sintáctica del matrimonio incestuoso entre Final y Felicidad, Happy Ending, que la impredecible Avril Lavigne declara entre ambos antónimos para barnizar su estilo de un bello tono triste. 

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