Hace muchos años llegamos hasta Jardín. Salimos de las montañas que baña el Río San Juan y el trayecto nos llevó hasta el pueblo. De pronto, al pasar Andes, mi papá se tornó taciturno. Bastante. Llegando a Cristianía me señalaba con el dedo índice un camino hacia la montaña, no podía hablar, la cara estaba congestionada. Yo lo sabía, pasábamos por la que había sido la finca, la tierra, la madre. Hoy es un Resguardo, en sus años de infancia y juventud fue Caramanta: la cuna, el abrigo, el sustento, la señal de identidad de mi familia.
Ahora soy yo la que conduce, paso por el mismo lugar y son mis dedos los que les señalan a mis hijos el valor de ese pedazo de tierra. Yo no lloro. Entiendo el paso del tiempo, veo las señales del País en mi propia historia. Siento amor por ese pedazo del Universo, trato que los míos también y sé que así ha sido. Ya no tenemos tierra, pero nos sentimos aferrados al Río, al Cerro, al café.
En La oculta de Héctor Abad Faciolince se narra la misma especie de amor. La novela empieza con un fallecimiento y termina en la neblina que esconde otra muerte, la del paisaje primero. En el medio, todos los debates, las tensiones y las tradiciones. De sus páginas, para mí es entrañable el relato sobre la manera como se pobló Jericó. Las vastas montañas debían ser ocupadas y jóvenes familias irían llegando para cultivar la tierra y poblar las cimas.
Sancochos, misas, parcelas. La historia de Andes, a donde fueron a dar mis ancestros es muy similar, y yo que he imaginado esos relatos, los de mi gente saliendo de Entrerríos y Envigado para ir a Titiribí y de ahí a las tierras más al Sur.
También, a mi mente vienen las fotografías que Jorge Obando hiciera en sus correrías de los años 30 del siglo XX por esos pueblos en toda la cúspide de su esplendor. La panorámica de Jericó es magnífica, aparece la plaza del pueblo, espléndida en su arquitectura; la de Andes es un performance en la que un orden social aún por develar se manifiesta mudo: posan por grupos niños, niñas, unos descalzos, otras de negro, al fondo los adultos y más atrás la iglesia apenas en construcción. Es 1935.
Manuel Mejía Vallejo escribió su primera novela La tierra éramos nostros en 1945. Diez años después de aquella fotografía, y en ella relata la venta de las tierras cultivables del Suroeste por razones distintas que los Ángel de La Oculta. No hay violencia ni robos. Hay aguas profundas y peligrosas en ambas, hay tradiciones, hay antepasados, y un paisaje que habla desde muy adentro. Es constante en las dos el transcurso de la vida, la sensación de estar desolado en medio de la pérdida más fundamental: la de la tierra. Vender la finca como si con ella se fuera el destino seguro, la herencia primera, el paraíso en fuga.
Es esa nostalgia la que también nos define en el modo de ser antioqueño. La Oculta quiere ser un conjuro para que no sea necesario llamar a la bruma ante la muerte del paisaje; La tierra éramos nosotros es una crónica sobre la herencia familiar y la necesidad de un destino que va y viene entre la tradición y el salto al vacío de lo que viene. Dos escritores que representan sus generaciones le hacen un homenaje a las montañas que esculpen el carácter. Mejía Vallejo escribía: “Para qué ir tras los caminos si sólo la vista va con ellos…”. Héctor, por su parte, en boca de Jon desata toda nuestra contradicción: “… él creía que en nuestra familia y en general en toda Antioquia, había una especie de locura con las fincas. Lo venía pensando desde hace tiempo. Que él definitivamente no entendía ese apego a la tierra, a los antepasados que la habían colonizado, a la propiedad rural…”.
Como un libro, el paisaje es un texto abierto. En él se relatan las erosiones de la montaña y las sequías de las decisiones tomadas contra natura, las veces que negamos a la madre y las tantas otras que juramos su nombre en vano. El precio de la tierra siempre está presente y también las relaciones de poder, justicia y equidad. No es poco su valor, no es una bagatela. En lo simbólico se emparenta con la familia, es una metáfora entre las uñas. En Antioquia, se escriben novelas, se pintan paisajes, se va a la tierra cada que se puede, se sueña con la montaña, se cuentan historias de espantos en medio de las luces de la ciudad. Somos montañeros en el smog, hablamos de menudencias, pero lo que verdaderamente enunciamos es lo que somos cuando tomamos el camino que circunda el Río, lo que nos hace recorrerlo y también el porqué nos alejamos de él.
A mí me gustan esos libros, estos libros, los de hace cincuenta años, los de ahora, los que me narran esa atracción irreversible, verde, muy verde, caudalosa y pedregosa de nuestra identidad.
@MRosarioEp