Hace más de 20 siglos cabalgaba por los campos de la India un hombre deshecho por el dolor; una lanza le había atravesado la pierna en una de esas campañas conquistadoras y, amilanado por la herida se dirigiría a sus soldados diciéndoles: “Ustedes creen que soy hijo de Jupiter, pero tan solo soy un hombre.”
Era la autodeclaración de humanidad del gran Alejandro Magno, Rey de Macedonia, quien fue considerado en su momento, una especie de semidiós; así lo narra magistralmente el filósofo Séneca en sus conocidas Cartas a Lucilio.
Evidentemente en todas las batallas de la vida, solemos relegar la salud y tranquilidad propias a un segundo plano, en la búsqueda, a veces infructuosa, de satisfacer egos y ambiciones, olvidando que somos unos simples mortales.
Es verdad que el éxito o fracaso de cualquier aspiración nuestra está supeditado a cierto nivel de exigencia, pero también lo es, el hecho que en esa búsqueda acelerada de metas, olvidamos por completo priorizar aquello que deberíamos considerar verdaderamente importante, pues asociamos el triunfo con la acumulación material, con el reconocimiento y con la imposición sobre los otros; desdeñando de la salud y el bienestar moral como bienes superiores.
Cuantos millonarios infelices con sus carencias emocionales, cuántos poderosos agobiados con sus frustraciones, cuantos famosos hastiados de su público. Procurarnos la salud y no olvidarse de vivir debería ser el cometido fundamental del ser humano, pues muchas veces en nuestra ignorancia presumimos de un cierto halo de inmortalidad e infalibilidad.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer sentenciaba con acierto: “tanto prevalece la salud por sobre todos los bienes exteriores que probablemente un mendigo sano sea más feliz que un rey enfermo”.