A los diez militares que murieron ayer en el Cauca no los mató las Farc, los mató el gobierno que los metió ahí en la boca del lobo. Santos ya debe dejar su disfraz de Harvey dos caras y empezar a ponerse serio. Sabemos que es mucho pedirle a un incompetente probado como él, desprovisto de las dotes y el carisma que deben tener los grandes líderes, que sea coherente con su discurso internacional. Cuando Juanma sale del país es Gandhi, cuando vuelve compra tanques de guerra y se blinda ante sus viejos socios, los uribistas radicales que, siguiendo su credo, pretenden perpetuar las masacres y sobre todo la desigualdad.
El presidente no ha logrado convencer a la opinión pública. Su discurso es aburrido, monótono, somnífero. Solo Martincito y sus amigos escucharán una de sus alocuciones. Si tuviera la electricidad de Obama, Chávez o Uribe, seguro que el país no estaría dividido y se subiría sin pestañear en el camión de la paz. Vito Corleone decía que uno a los enemigos los debería tener bien cerca y si Santos tuviera tres dedos de frente le propondría al expresidente un indulto ante todos los crímenes que cometió con tal de que apoye el proceso. Los autodenominados colombianos de bien no se van a aguantar que metan preso a su líder y que los cabecillas de la guerrilla queden libres, incluso aspirando a cargos públicos.
Con los uribistas de nuestro lado se superaría el único punto problemático que le queda a la agenda de La Habana: el de la justicia. Varito puede haber creado las Convivir y alcahuetearle a los militares los falsos positivos, pero hay que reconocerle que es un tipo inteligente y un gran orador. En cualquier discurso podría explicarle a sus seguidores lo que el bien sabe pero no puede decir: es una falacia pretender que después de firmar un acuerdo de paz alguno de sus protagonistas vaya a la cárcel.
De resto lo que pide la guerrilla es más que justo. La oligarquía colombiana es acaso la más infame del continente. Su afán de mantener su hegemonía se ha mantenido durante casi dos siglos. Fueron ellos los que obligaron a los campesinos a armarse, a meterse en el monte. Sus bombardeos con napalm en Marquetalia, la aniquilación de la UP y las violaciones constantes a los derechos humanos por parte de la fuerza pública, han contribuido a que los insurgentes hayan tomado decisiones lamentables como usar collares y niñas bombas, exportar drogas o el error trágico de Bojayá. Nuestra oligarquía es tan asquerosa que transformó en asesinos despiadados a los campesinos que luchaban con causa justa.
A pesar de esa barbarie en varios lugares de Colombia la guerrilla ha representado un apoyo real a la población, o si no pregúntele a la gente del Bajo Atrato, los Montes de María o el Catatumbo. Existe otro país, más extenso que nuestras ciudades, en donde se palpita otra forma de entender el conflicto. Llegó la hora de escucharlos. Crecer allí significa no tener acceso a la educación o a la salud y el futuro casi siempre se cruza con un fusil. La cuestión es solo escoger el bando.
Colombia tiene 114 millones de hectáreas de las cuales 40 millones les pertenecen al 0,8 % de la población, una cifra que escandalizaría a cualquier país en donde se respetara la diversidad y el derecho a vivir con dignidad. Terminar el conflicto de una manera pacífica garantizaría tener un país más justo en donde todos, absolutamente todos, saldremos ganando.