Gabo y Buenos Aires: Una historia de amor eterno

Gabo y Buenos Aires: Una historia de amor eterno

Un homenaje a quienes cambiaron mi vida

Por: Fabio Andrés Olarte Artunduaga.
abril 14, 2015
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Gabo y Buenos Aires: Una historia de amor eterno

Corría el mes de marzo de 1967 y, en la calle Humberto Primo al 545, de esta ciudad, un señor que murió hace poco tomó la que probablemente es una de las decisiones más importantes que ha tenido que tomar alguien en la historia del arte, más allá de que no supiera la repercusión que tendría en la humanidad tras dar una respuesta afirmativa. De él dependía que se publicara o no la novela: Cien años de soledad. El personaje del que les hablo, y a quien respeto en forma única, es: Francisco Porrúa. Él, un genio que nació en la península ibérica pero que de corazón era argentino, fue la persona que le permitió al mundo conocer la magia que tenía la pluma de un tipo que nació en el mismo país que nací yo. Porrúa, indudablemente, es uno de esos seres de otra galaxia que merecen un homenaje sentido, hay que recordar que gracias a otra elección suya los que hemos podido leer Rayuela tenemos la vida que tenemos.

Pero en esta oportunidad, como era de esperarse, este homenaje no va dirigido a que por nuestra memoria pase la imagen de don Paco. Acá venimos a hablar de Gabo y de él, para bien o para mal, la mayoría sabemos mucho. Por eso, aprovechando el lugar en el que me encuentro ahora, es necesario que se relacione la vida de mi paisano con la de la maravillosa Buenos Aires, mi querida Buenos Aires. Esa ciudad repleta de espacios culturales que nos abre la puerta a todos los que queremos vivir del arte y durante los últimos años a miles de jóvenes colombianos que sueñan con estudiar.

En el próximo invierno serán 48 los años que han pasado desde que se publicó, gracias al “sí” que dio Porrúa, la obra cumbre de Gabo, nuestro querido Gabo. Sé que les puede sonar insoportable y repetitivo, pero es que la importancia del ex director literario de la editorial Sudamericana, don Francisco, es incalculable. Todo porque si algo tenía el enorme García Márquez era palabra y por eso, creo yo, habría cumplido aquella promesa que acompañaba el envío de la novela que después se iba a traducir a idiomas como el coreano o al wayuunaiki.

“Si a ti no te gusta, rómpelo. Olvidaré esta novela”, le escribió el Nobel a don Paco.
Gracias a Dios, el destino, el Big Bang, o en lo que crea cada uno de ustedes, todo conocimos Cien años de soledad y sus letras no quedaron en un tacho de basura de la oficina del barrio de San Telmo.

Siempre he pensado, desde que conocí la forma en la que se dio la publicación de la novela más importante de García Márquez, que Buenos Aires, y la Argentina en general, tienen una hermosa historia de amor con el novelista que partió al encuentro con la eternidad hace un año. Y esa hipótesis, vaga pero importante para mí, se afirmó unos meses después cuando supe, por boca del ingeniero Jaime (hermano de Gabo), que acá se dio a conocer la primera versión oral, durante la visita que realizó el novelista en ese mismo 1967 a la ciudad porteña, de uno de mis libros favoritos: Crónica de una muerte anunciada. Ahora, en abril del 2015, no tengo dudas de que la de García Márquez y mi querida Buenos Aires es, probablemente, una de las novelas de amor más lindas que algún día alguien deba escribir. No sé si la escriba yo o cualquiera de ustedes que están ahora posando sus ojos sobre la pantalla.

La novela de Gabo que partió la historia de la literatura en nuestra lengua fue, es y será una de las máximas creaciones artísticas de todos los tiempos gracias a la conexión natural que existió, desde el primer momento en que llegó a las esquinas bonaerenses, entre nuestro Nobel y el público argentino. Los 8 mil ejemplares que fueron impresos en la primera tirada fueron devorados por los porteños en menos de quince días. La segunda edición de la obra de García Márquez, de 10 mil libros, dejó a la editorial sin papel y sin cupos en la imprenta. Como ven, desde ese 1967, Gabo se metió en el corazón de los argentinos y, como asegura el formidable librero Alberto Casares, ellos lo sienten como uno más de los suyos. Ese escritor poco o nada conocido que se sacaba fotos por las calles porteñas con su saco a cuadros, desde entonces, tiene una relación única de amor con la ciudad en la que ahora vivimos miles de sus compatriotas. Por eso ni Gabriel García Márquez ni Buenos Aires van a tener que sentir despecho tras vivir cien años de soledad. Ellos siempre van a estar unidos en la memoria de todos nosotros los que sentimos que somos parte de cualquiera de las siete generaciones de la familia Buendía o un habitante más de Macondo.

Escribo esto como una suerte de homenaje para un lugar y una persona que ha cambiado mi vida y que, más allá de que ninguno de ellos me escucha, son admirados por mi persona en forma sublime.

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