El comportamiento que cabría esperar de la individualidad es la buena voluntad: actuar sin esperar recompensa alguna, con la esperanza de que nuestra acción se propague como un virus, y que otros actúen del mismo modo. De esta manera, se construye una sociedad solidaria y justa. Sin embargo, en el ámbito colectivo, la muchedumbre suele actuar en contra de este principio, amenazando la libertad individual, especialmente de aquellos que se atreven a disentir. Frente a la masa, el individuo se ve presionado a integrarse a esta comunidad; se suprime el disenso y se ignoran las minorías, resultando en un blanco o negro.
Lo alarmante es el modo en que estas masas se guían, respondiendo con rapidez a información que a veces es falsa y que, de forma preocupante, puede llegar a ser tan poderosa como para derrocar a un presidente. El poder de las masas se manifiesta de dos maneras: una explosiva, determinada por paros, huelgas o mitines que, por su magnitud y presión, han derribado a diversos presidentes, con o sin justificación, pero siempre con gran pasión y en corto tiempo, en cuestión de días. La otra manifestación es el voto democrático, sin violencia y completamente legal.
Lo ideal sería que todos aspiraran a acceder al poder a través del voto democrático, supervisado por instancias internacionales. No obstante, incluso aquí entra en juego la manipulación mediante información falsa o sesgada, la cual se intenta contrarrestar con medios de comunicación "autorizados" por su prestigio, o por el gobierno con sus comunicados oficiales. La falta de alineación con los extremos blanco o negro es indeseable y a menudo sancionada.
Ahí reside el poder de la democracia: en que la masa elige y se le induce a considerar esta elección como el método infalible para determinar el destino de una nación. Y, aunque parece ser la única opción viable, no deja de incluir ciertos elementos perniciosos: la pasión colectiva sin el beneficio de la reflexión y la pérdida de individualidad del ser.