Decía sabiamente con ese desparpajo que la caracterizó siempre: “tengo todas las de perder, mujer, negra y pobre”, se carcajeaba y agregaba “y como si fuera poco política y de izquierda”. Sin amilanarse asumió su destino desde la infancia, en un hogar con papá y mamá que sabían que la educación era la única salida. Ella lo supo aprovechar. Entrenada en las artes de la abogacía hizo de la habilidad hermenéutica y discursiva un puntal de lucha que la posicionó como una mujer muy importante en la vida política de este país. Inolvidable para amigos y enemigos. En medio de la tristeza que me produce su muerte también he sonreído en su nombre cuando veo memes, chistes y deseos festivos porque ya no está. Significan muchísimo para mí porque denotan y advierten la podredumbre de nuestro país, me hablan del miedo que le tenían y cómo los movía una mujer con agallas. ¡Ja! Pobres mequetrefes. Tan ínfimos, tan pequeños.
Tuve la fortuna de conocerla desde temprana edad porque hacía parte del Directorio Liberal de Antioquia en su ala más progresista. Ella hacía parte de una parte muy importante de la vida de mi papá, el político, quien acogió y apadrinó a una mujer joven e inexperta pero muy talentosa. Sentía por Piedad mucha admiración, respeto por su inteligencia y creo yo, hasta un poco de desazón seguramente porque era una mujer aguerrida. No se callaba. No se dejaba manosear y siempre supo cuál era su camino. Sus orígenes y su destino.
La recuerdo con su vozarrona en los discursos políticos que en esa época tenían todavía prosa y poesía, llenos de emociones que no se escondían. Por el contrario, afloraban las pasiones sin reato para suscribir las ideas —en aquel entonces tener ideología era bueno —y además importante—, se tenía enfoque para sostener con convicción las formas de pensar el mundo, manejar el poder y organizar las relaciones entre los humanos. Era plenamente consciente de la desventura de nacimiento que como una losa caía con el primer llanto sobre mujeres, negros, pobres y diversos de todo tipo. Sabía conjurar los maleficios de las élites, de los grupos favorecidos y entre fogosidad y unos apuntes como flechas se movía en todas las esferas.
Todo lo que he dicho es de amplio conocimiento. Solo lo reafirmo para despedirla con un abrazo agradecido. Con el ánimo de explicar mejor lo que siento hoy, ya ella muerta y yo todavía viva, voy a contar una anécdota que la define y la hace inolvidable porque era una tromba. En abril de 1996 se celebraba el primer Congreso Internacional de Mujeres, Salud y Trabajo en Barcelona, organizado por el CAPS, una organización española pionera en esos temas, a la cabeza de Carmen Valls, endocrinóloga, capaz ya entonces de ver la relación que el contexto y las circunstancias tiene con la buena o mala salud de las mujeres.
Le comenté a Piedad sobre el congreso y cómo tres compañeras de causa, del área de la salud, soñábamos con ir. Se animó y en cuestión de días consiguió tiquetes y suscripción con el apoyo del hombre más rico de Colombia en aquel entonces, quién la quería y respetaba mucho. Cuando arribamos a España, en el aeropuerto nos presentó a una mujer joven, compañera de fila en el avión, que iba con sus ahorros a estudiar peluquería y nos anunció que había hecho un trueque con ella. Le pagaba su alojamiento en la pensión de la señora Manolí y a cambio ella temprano en la mañana la peinaba y la maquillaba. A las 6 de la mañana estaba lista, impecable, se aparecía en nuestra habitación mientras nosotras discutíamos sobre quién entraba primero a la ducha para lograr una pestañeadita más.
Empezó el congreso, no nos perdíamos conferencia y a lo largo del día notábamos que Piedad no estaba todo el tiempo con nosotras y con frecuencia no almorzaba en nuestra mesa. Llegaba tarde al hotel y todos los días salía antes que nosotras. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando el día de la clausura, en la cual se leían los acuerdos y se delineaba la agenda y sus estrategias, la vimos muy hermosa y orgullosa sentada en la mesa directiva, en el estrado y lista a leer, ella, el manifiesto. Todavía se me paran los pelos. Ese día percibí a cabalidad la fuerza de esa naturaleza. ¿Cómo en cuatro días entró a la primera línea y su voz fue reconocida en un congreso de más de mil participantes, en un país europeo? Todo el lobby, la red que tejió, ese don de gentes, su inteligencia, el liderazgo ejercido limpiamente entre mujeres muy importantes, de amplia trayectoria y que ostentaban un poder enorme.
Esa era nuestra Piedad. Esa tromba no se arredró con la oposición desleal que le hicieron esos liberales de tres cuartos que solo ambicionaban el poder sin tener claro para qué. La fueron sacando de toda dirigencia en un juego sucio al que yo asistí desde el palco. Al liberalismo le quedó grande una mujer liberal de izquierda, lúcida, que no tenía precio y a quién no le daba miedo ser borrada. Y entonces “se torció” decía estos precarios personajes que no entendían de paz, de justicia y de igualdad. Nunca fueron capaces de sumar al liberalismo individualista y privado una versión socialista para la que, si no cabían los desfavorecidos no se podía construir un país viable, justo, solidario.
Al liberalismo le quedó grande una mujer liberal de izquierda, lúcida, que no tenía precio y a quién no le daba miedo ser borrada
Se radicalizó, voló y cruzó líneas que para este país herido era demasiado. Puso todos esos haberes sobre la mesa, se la jugó y creyó que el camino de la paz tenía que incluir la militancia. La humillaron al punto de tenerse que bañar y hacer sus necesidades al frente de otros militantes que la privaron de su libertad, que se burlaban de su cuerpo, sexo y color, desnudo pero digno. Ese trauma tampoco la arredró. Por el contrario, le dieron más y mejores bríos. Más y mejor agudeza. Y perdón. Pero también más odio y golpes bajos para impedir que su carrera política avanzara.
Y conocí a otra Piedad. La última vez que la vi, en Cali, en el lobby del Hotel Intercontinental, muy elegante y airosa noté cómo su corazón se había endurecido y ya no estaba dispuesta a ceder un ápice para suavizar un encuentro que era muy incómodo, porque tanto en público como en privado, no sentía ninguna admiración y no apreciaba a mi pareja del momento, quien para ella era seguramente un pusilánime frente a ese colosal espíritu libertario y expansivo que la acompañó desde la cuna y honró a lo largo de su vida.
Ese día mi último abrazo quiso decir tantas cosas. Quería decir que yo compartía el amor y el apoyo que mi mamá y mi papá siempre le dieron. Quería decir también que la distancia que se había instalado entre ella y mi papá, su mentor y maestro, era la misma que una parte del país había demarcado frente a ella porque no entendían y no entienden aún – yo tampoco en ese momento-, cómo fue capaz de poner en riesgo la democracia, la libertad y la seguridad en su búsqueda incansable de la igualdad, la equidad, la redistribución de la riqueza, en fin, de la justicia; en un país que necesitaba y necesita todavía, crucialmente, al mismo tiempo sostener sus instituciones, el estado de derecho, la libre empresa y la propiedad privada, con el objetivo de que la vida y el bienestar de todas las personas fueran/sean sagrados.
También le quería decir que la queríamos y admirábamos y que nunca las mujeres de este país tendrán cómo agradecerle todo lo que hizo por nosotras. Sus aciertos y sus errores han pavimentado un poco nuestro camino. Su desbrozo dramático es nuestro tejido de punto que como regazo y alimento nos calienta y nutre para la eternidad. Gracias. Yo no le deseo la tierra leve a ella. Eso no le gustaba, a ella te gustaba el barro, los terrones, el desafío, la dificultad. La tierra leve se la deseo a este país para que podamos sembrar y cosechar paz en la virtud. Su sueño de siempre.