Es probable que no haya otro país en el mundo que sobreviva a sus desgracias por cuenta del chiste y de la parranda. Y digo que es probable, porque en otras latitudes el carnaval está ligado de manera conciente a la cultura y se asume como un espacio donde se exorcizan las penas; y la máscara y el disfraz son la licencia para hacer todo lo prohibido.
Pero en Colombia opera una especie de doble moral que se mueve entre la queja permanente por absolutamente todo y la algarabía de la fiesta popular y el jolgorio en cada casa, por humilde que sea, donde por ningún lado pareciera asomarse la crisis de la que se queja todo el mundo. Ni el derrumbe en Chocó logró opacar del todo el cubrimiento mediático de la retahíla de fiestas en nuestro país.
La Feria de Cali es el parangón. Famosa en otras calendas y anclada a las corridas de toros, los noticieros aún se preparan para cubrirla, tanto como las industrias de licores en toda la nación para vender más trago que de costumbre. Botellas y tapas de todos los colores fungen como anzuelos de consumo al prometer menos azúcar y menos alcohol. Ello supone claro, más ingesta y más ganancias.
El salsódromo fue innovación y respiro cuando se pensó en copiar lo bueno del sambódromo brasilero, pero ha caído en desgracia como toda la feria. Una programación calcada que no tiene nada nuevo, que se estancó, que se repite monótona e incesante con sus desfiles sin creatividad, que vio envejecer a los salseros que aún sobreviven y que pide a gritos una reingeniería. Y ojo que las tradiciones pueden remozarse.
Y el mejor ejemplo de que lo anterior es posible, es el Carnaval de negros y blancos en Pasto. Y debe decirse, sólo en la capital nariñense y su Plaza del carnaval, porque en el resto del suroccidente colombiano es chupe, harina, agua, borrachos, babas y por los índices de natalidad que se incrementan en septiembre, bobas enredadas.
Lo de los pastusos en cada comienzo de año es majestuosidad, inteligencia, creatividad, buen humor, crítica, arte no artesanía, una colosal forma de expresión que se renueva cada año con cada carroza y comparsa. El resultado de un trabajo para el que se preparan todo el año, la cosecha de una siembra cultural que arroja sus frutos para alimentar una cultura vilipendiada por quienes confunden la nobleza con torpeza y la ancestralidad con brutalidad. ¡Bámbaros!
No se pueden comparar la Feria de Cali y el Carnaval de negros y blancos. Desde sus inicios la primera tuvo como fin reparar a una ciudad y a una sociedad devastadas por una explosión que las dejó en ruinas; mientras que la ciudad sorpresa recoge de la historia la migración de una familia con todo su pasado y pesado lastre colonial. La Feria de Cali tiene una carga económica donde la gratuidad apenas se asoma y el negocio es el fundamento de todos sus espectáculos.
En Pasto, la fiesta es para todos y si bien hay como en cualquier sociedad clases con mayor poder adquisitivo, la fusión del pueblo gira en torno de su riqueza cultural y patrimonial, pues cada pastuso siente suyo el carnaval y lo disfruta desde sus condiciones y atributos. Digamos que algo de ello tuvo el Festival Petronio Álvarez en sus inicios, pero también se mercantilizó, se convirtió en una pose de inclusión a las negritudes que sólo ocurre por encima, en su fachada, pero que cae de nuevo en el olvido cuando se apagan las luces del show que dura una semana.
No se han lavado las calles en Pasto, ni fabricado más tarros de espuma en aerosol, ni destilado más Galeras, ni convertido en materia el ejército de cuyes consumidos en Nariño, cuando el país se ve abocado a la Feria de Manizales, que es la respuesta a la Feria de las flores, el invento de unos señores montañeros que creen que después de la venida de Jesucristo a la tierra, lo mejor que le ha pasado al mundo es la Colonización Antioqueña y sus arrieros. Manizales vive más del pasado que Cali.
Al compás de su rancio pasodoble se cree más española que Lola Flores y más hidalga que don Quijote de la mancha, pero a punta de trova, mujeres hermosas, eventos deportivos, reinas, desfiles y amarillo de manzanares, no se deja morir del todo. Ahí sigue, como el nevado del Ruiz, decadente e imponente.
Diría mi abuela: Y el rancho ardiendo, porque la repichinga no se detiene, el foforro continúa. El corrinche eterno de este atribulado país es norma. Cartagena además del Concurso Nacional de la Belleza en noviembre, arranca el año con el Festival de música, una vaina que riñe con la juerga costeña a punta de caja, guacharaca, acordeón y mamada de ron; y el Hay Festival, un espacio donde toda la cachaquería rola agota las existencias de lino para ir a broncear su ego mientras se preparan las más suculentas viandas en el Santa Clara y se oscurece el panorama de una ciudad considerada el más grande prostíbulo a cielo abierto del país.
Vendrán luego las fiestas del 20 de enero en Sincelejo, las corralejas, que aquí desdeñan los mismos que adoran las de San Fermín en España y las corridas en la Plaza de Las ventas en Madrid, que es como el Maracaná de los toros, lo toreros y los taurinos. Una cuestión de clase, económica por supuesto.
Y después de varios heridos y un par de muertos (lo que incrementa el fervor y el valor de la fiesta) vendrá el Carnaval de Barranquilla y curramba se desparramará por toda Colombia con sus marimondas y su Joselito, para seguir en la rumba, mientras el país dizque se derrumba emocionalmente ante el cubrimiento sesgado de otra tragedia anunciada.
Deben ser cuestiones del diablo, el que también prepara su exorcismo en Riosucio para seguir justificando que chupe Guadalupe y beba Genoveva, porque Colombia siempre parece que tiene más ganas de beber que de vivir. ¡Hip, salud!