Según registros de la Policía Metropolitana de Bogotá, a diario se presentan cerca de 40 denuncias por robo; esto sin contar las personas que no presentan denuncias. Supongo que ese día era mi turno, yo debía estar entre las estadísticas; y no por primera, sino por tercera vez, sería víctima de los delincuentes que en su afán por ganar dinero fácil recurren al “raponazo”, el atraco, el paseo millonario, y a muchas otras modalidades de robo.
Sin embargo este no sería un robo común, la tan conocida y a la vez odiada frase: “Deme todo lo que tiene o lo chuzo”, no pasó ni siquiera por la mente de los sujetos que nos abordarían a mi compañero y a mí en lo que bien podría ser la peor experiencia de mi vida, ya verán que no exagero cuando digo esto.
Parece importar poco el motivo por el cual nos encontrábamos a esa hora, en ese lugar; lo cierto es que allí estábamos, un martes cerca de las 2:30 de la tarde, en la estación Calle 26 de Transmilenio, con destino al Museo de Arte Moderna de Bogotá, donde esperábamos lograr algunas fotografías de las obras de arte más destacadas de aquel lugar.
No sé a ciencia cierta en qué momento sucedió todo, pero cuando menos lo esperé, un hombre de contextura gruesa, estatura promedio, vistiendo una chaqueta de cuero se detuvo a mirarme fijamente mientras salíamos del bus de Transmilenio en el que veníamos. Con una mirada de esas que penetran los sentidos y alertan a tu cuerpo sobre el inminente riesgo que en ese momento quise evadir, dirigiéndome en la dirección opuesta a la que este sujeto se dirigió.
“Pasó el susto”, eso era lo que pensaba mientras caminaba con Jorge, mi compañero, hacia la salida de la estación. Sin embargo quise cerciorarme de que este hombre, no nos seguía, y mire a Jorge mientras caminábamos y de reojo vi al mismo hombre viniendo directamente hacia nosotros.
-“¿Usted por qué me estaba mirando mal?”, me preguntó este sujeto mientras yo trataba de recordar qué había pasado instantes atrás mientras bajábamos del bus de Transmilenio.
-“No parce, yo no lo miré mal”, le dije con voz temblorosa.
Al instante, y mientras continuábamos con la discusión, dos hombres más se sumaron a la acción y uno de ellos preguntó: “¿Fue este?”, mientras me señalaba. En ese momento no sabía que pensar, de un momento a otro me encontraba rodeado por tres sujetos que cuestionaban mis miradas. No sabía si en realidad yo había provocado tal alboroto, pero en ese momento quise culparme y aceptar que le había dado una mirada desafiante, retadora.
En cuestión de segundos nos estábamos dando la mano en señal de paz con los tres, y seguidamente uno de ellos se presentó como el “Mottas”, y rápidamente quiso hacernos saber que él era el líder de una banda que operaba en el sector, que había pagado 5 años de cárcel, que había matado personas a puñaladas, que odiaba a los “sapos”, que no le importaba apuñalar a alguien en frente de quien fuera, incluso la Policía, y que por si fuera poco era el hijo del dueño del SANBER, acrónimo de San Bernardo, un barrio del centro de la ciudad donde se encuentran las ollas de consumo de drogas más grandes de Bogotá. Esa era una introducción más que suficiente para mí, y a juzgar por la cara de Jorge, creo que jamás en su vida creyó escuchar tanta barbarie junta. La cara de Jorge, “el gordo”, como le apodaron estos sujetos, era más blanca que un copo de nieve, y me hacía pensar que si Jorge estuviese viendo la película más horrorosa y terrorífica de la historia, la expresión de su rostro sería esa.
-“¿Está asustado gordo?”, le preguntaba el Mottas a Jorge mientras los dos hombres se reían, y yo los observaba con cara de aterro, tratando de comprender lo que estaba pasando y preguntándome ¿Cuál sería el motivo por el que un hombre desconocido, tomaba la decisión de confesarle su actuar, y entregarle tremenda carta de presentación a dos desconocidos como nosotros?
El Mottas era un sujeto joven, incluso menor que Jorge, sin embargo parecía haber vivido más que muchas de las personas que conozco por la rudeza, la fuerza y el contenido de sus palabras. Y solamente cuando tuve tiempo de reaccionar y de responder a la pregunta que rondaba mi cabeza, comprendí que se trataba de un atraco. Supongo que ellos también entendieron que para entonces ya nos estábamos preguntando qué era lo que pasaba, y como si tuvieran el don de leer mentes, uno de ellos, el jefe, el que le había cortado los nudillos a uno de su cómplices días atrás por haberlo delatado, se dirigió a nosotros diciéndonos que su intención no era hacernos daño, o robarnos lo que tuviéramos, porque él ya tenía suficiente dinero. Seguidamente metió la mano al bolsillo y continuo el discurso mientras nos enseñaba un fajo de billetes donde había un monto que si bien no era más grande que su mano, contenía solamente billetes de 50mil.
Estos hombres no son los típicos “raponeros”, que roban celulares, joyas o cualquier objeto de valor, con el fin de venderlos o cambiarlos por droga, pensé.
-“Yo soy un man de palabra, a mi me gusta la gente seria, la gente que me habla con la verdad”, dijo el jefe y prosiguió: “Esta mañana íbamos a robar a unos pelados, les pregunté que tenían de valor, les pedí las cosas y les dije que me esperaran dos estaciones de Transmilenio más adelante para devolvérselas, y por haberme dicho la verdad sobre lo que tenían yo fui y les entregué todo”.
A continuación nos pidió que le mostráramos nuestros celulares, y haciendo alarde de su palabra de caballero, nos entregó de nuevo los celulares para que los guardáramos. “Aquí acaba todo, ellos se despiden, nos dicen que tengamos cuidado, que si necesitamos algo les avisemos y luego se van a ir en cualquier dirección, excepto en la que nosotros vamos”, pensé. Pero para nuestra desgracia el Mottas continuaba junto a nosotros indagando sobre nosotros. ¿Dónde estudian, qué estudian, donde viven? y ¿Qué plata tiene en la billetera?, fueron las preguntas con las que continuaron.
Mi cara no reflejaba el miedo que sentía por dentro, contrario a Jorge, quién demostraba un universo de emociones y angustias en su rostro. Tal vez esa angustia fue la que lo llevó a decirle al Mottas que teníamos afán y necesitábamos irnos. Él, al igual que yo, aún guardaba la esperanza de que esto se tratara simplemente de un malentendido y nada más.
-“¿Para dónde van?”, me preguntó mientras me miraba fijamente.
-“Vamos al MAMBO, el Museo de Arte Moderno de Bogotá”.
-“Vamos, salgamos”. Me respondió el Mottas en un tono amistoso y a la vez atrevido.
Esta es la hora en que aún me pregunto ¿Por qué salí de la estación de Transmilenio, donde se encontraban policías, con tres sujetos desconocidos que se identificaban como delincuentes, pero guardaban algo de cortesía y honor en su actitud? Tal vez fue el miedo a lo que me pudiera pasar si gritaba; una puñalada, un balazo, un golpe o tal vez nada, tal vez solo eran amenazas, y nada más que eso, pero y ¿si no?, que tal si hablaban en serio cuando decían que en los bolsos, que colgaban de sus hombros, traían algo más que objetos comunes, ¿Qué iba a hacer yo?
Salimos de la estación, y tomamos rumbo en dirección al centro, y de nuevo Jorge, tal vez en una acción desesperada por lograr desviar la atención de los sujetos, soltó una pregunta que más tarde me pareció oportuna:”¿Parce, a usted no le gustaría contar su vida?, yo puedo hacerle una crónica”; aunque quedé sorprendido y sin palabras, no me parecía demasiado descabellada la idea, después de todo era él, el Mottas, quién había llegado a nosotros a contar su historia.
El Mottas guardó silencio por un momento mientras las expresiones de las caras de sus dos cómplices trataban de convencerlo para que accediera. Tras un breve silencio cambió de tema y de nuevo pronunció el mismo discurso de antes, que cada vez ahondaba más en nuestra mente: “Yo soy un man de palabra, a mi me gusta probar a la gente y yo no los voy a robar porque me cayeron bien”. Luego nuestra actitud era de aceptación total hacía lo que decía, y entonces continuaba: “Es que díganme quién hace esto, si yo los fuera a robar los había robado hace rato, por ejemplo allá en Transmilenio pude salir a correr, pero no lo hice porque ustedes me cayeron bien”, y de nuevo nuestra actitud demostraba aprobación a sus palabras. Este discurso lo repetía constantemente, a tal punto que en determinado momento llegué a sentir un grado de reconocimiento y admiración profundo; “un ladrón que en vez de robarnos, decide ir a caminar y a contarnos aspectos de su vida. Esto no se ve todos los días” decía para mis adentros.
Continuamos con la caminata y en una esquina nos detuvimos por completo.
-“¿Usted por qué esta tan asustado gordo, usted está escondiendo algo cierto?, ¿Usted tiene ahí un celular o más plata o una tarjeta cierto gordo?” Le preguntó el líder y único vocero de la banda. Y de nuevo esa expresión de angustia, temor, incertidumbre y miedo invadió por completo la cara de Jorge.
-“No parce, no tengo nada más repetía Jorge con voz temblorosa”.
Quise intervenir: “Parce lo que pasa es que el man está asustado porque esto no pasa todos los días, ¿si me entiende?, yo sé que usted no nos va a hacer nada, yo sé que usted es un man de palabra, es solo que el man está asustado por todo lo que usted nos cuenta”.
En tono jocoso, pero no sin seriedad, y mirando a sus compañeros en busca de aprobación y apoyo, le dijo a Jorge:
-“Vea gordo, yo sé que usted tiene algo más ahí, y me dice por las buenas o me lo llevo a un callejón y lo esculco hasta el culo, estos dos manes –los cómplices- saben que yo no juego, y que allá en la cárcel a más de uno colgué de calzón chino de las rejas por decirme mentiras”. Luego sonrió.
Lo que ocurrió después de esto, me dejó perplejo y angustiado.
Yo quise intervenir de nuevo, convencido de que Jorge no ocultaba nada, y con la intención de hacérselo saber a los sujetos; pero para sorpresa mía y la de los 3 hombres, justo cuando me disponía a salir en defensa de Jorge, él sacó un celular de un bolsillo dentro de su chaqueta y se lo mostró al Mottas.
-“¿Por qué me dijo mentiras gordo?, por esta mentira yo le había podido pegar una puñalada, pero no se la pego porque usted me cayó bien”.
Entonces pensé qué habría pasado si de verdad este sujeto hubiese decidido esculcarlo y comprobar por las malas que Jorge no llevaba nada más y de repente se encontrara con que Jorge escondía otro celular.
Empezamos a caminar, casi que por inercia, rumbo al sur, y mientras lo hacíamos un sujeto, no el Mottas, quiso entablar conversación con nosotros y haciendo énfasis en lo que decía su jefe nos repitió que si nos hubiesen querido robar o hacer daño, lo habrían hecho tiempo atrás, y añadió:
-“Pudimos haberlos matado y echado a un caño, ¿Usted sabe cuánta gente muerta hay en los caños?”, me preguntó, mientras mi mente trataba de encontrar sentido a lo que estaba pasando.
-“Mucha” le respondí.
-“A mi me ha tocado matar a mucha gente, descuartizarla y botarla a los caños”, me dijo mientras yo lo observaba aterrado.
-“Es que aquí donde me ve, yo soy sobrino del loco barrera, mire” continuó mientras sacaba su cédula para enseñármela.
-“¿Si ve el apellido?, vea yo soy de apellido Barrera”, me repetía mientras con su dedo índice tapaba los números de identificación y sus cómplices se reían, al parecer de lo “loca” que resultaba la idea de tener un amigo sobrino de uno de los narcotraficantes más buscados de Colombia. Recuerdo que leí Barrera Ulises en sus apellidos, pero no me fije en su nombre, o tal vez lo hice pero no lo recuerdo, todo pasó muy rápido.
Continuamos el recorrido y pocos metros después llegamos a una esquina, que parecía dibujar un límite entre la seguridad y la incertidumbre.
-“Bajemos por aquí” dijo el Mottas mientras señalaba el camino. Estábamos entrando a una de las zonas más peligrosas de Bogotá, o esa fue mi impresión. Lo que popularmente llaman la “Caracas con 22”, el sector donde hasta las prostitutas roban.
Caminamos alrededor de dos cuadras antes de detenernos en frente de una casa antigua de 3 pisos, con una fachada que evidenciaba el paso de los años, y en medio de una calle donde hacia presencia un olor fétido, que era el mejor recordatorio de lo peligroso y turbio que era el ambiente en aquel lugar.
-“Esa casa es mía, yo llamo y me abren, ¿Quieren ver?”, nos preguntó el Mottas al tiempo que sacaba un celular viejo, rayado, con un cristal en la pantalla por el que escasamente se podía ver a través.
-“Q’iubo, abrame que ya llegué, ¿si ve a los pelados que están conmigo?, déjelos sanos” le dijo a una persona a la que llamó.
De nuevo uno de ellos se dirigió a nosotros, esta vez el tercer sujeto, quien no había pronunciado palabra en todo el recorrido.
-“¿Si saben que en estas casa del centro asustan?” nos preguntó.
-“¿En serio?, ¿Por qué?” Preguntamos con voz temerosa.
-“Por la cantidad de gente que han matado en esas casas, muchas personas desaparecidas murieron descuartizadas en estas casas”.
Quise pensar que su comentario no tenía nada que ver con la suerte que el destino nos deparaba. Sin embargo empecé a relacionar como estos sujetos que supuestamente no se dedicaban a robar tenían tanto dinero, y en ese instante me imaginé lo peor, incluso pensé que si bien no eran unos mafiosos, si podrían ser traficantes de órganos y por eso nos llevaban a una casa en el centro, donde nadie podría ubicarnos en caso de desaparición.
Exagerado o no, esa fue la idea que rondó por mi cabeza por unos segundos que se hacían interminables.
Solo quedaba rezar.
-“¿Usted confía en mi gordo?, ¿Y usted?”, nos preguntó.
-“Si parce, confiamos en usted”. Dijimos con voz temblorosa.
-“Bueno entonces denme todo lo que tienen y vamos a hacer esto, pero escúchenme con mucha atención porque no les repito” dijo el Mottas y en seguida nos dio una serie de instrucciones para poder devolvernos los celulares.
Debíamos recorrer el camino por donde veníamos, pero esta vez de regreso, hasta la esquina donde nos detuvimos por primera vez. Nada de mirar atrás, hablar con gente y mucho menos hablar con policías. Si hacíamos esto al pie de la letra, el Mottas, un hombre de palabra, como él mismo se autoproclamaba insistentemente, nos devolvería los celulares y la plata.
Emprendimos el rumbo, la incertidumbre me mataba con cada paso que daba, y la angustia me atormentaba de pensar que me estaba alejando dando la espalda a 3 sujetos que bien podrían matarnos en el acto. Recuerdo la primera frase que me dijo Jorge luego de alejarnos de los 3 jóvenes, ninguno quería decir una palabra, pero tal vez el consideraba necesario decirlo: ”Parce, usted se merece un puto Oscar”, sonreí y le dije: “Parce usted no sabe cómo estoy por dentro. Estoy cagado del susto”.
Llegamos al lugar donde habíamos acordado el encuentro para la entrega de nuestras pertenencias; no sé si pecamos por ingenuos, o tal vez estos tres sujetos habían trabajado tan bien nuestras mentes y la sicología del miedo en nosotros, que ni siquiera necesitaron mostrarnos un arma o un puñal, para hacer que les entregáramos nuestras cosas, y luego nos fuéramos como si nada.
Ninguno de los dos hablaba. Permanecimos en silencio durante varios minutos.
Las piernas me temblaban, tenía la mente en blanco, el estómago vacío, y buscabamos a toda costa alejarnos de las personas que se posaban a nuestro alrededor, porque teníamos la sensación que desde algún lugar el Mottas, el sobrino del “loco Barrera”, y el Paisa, como apodaban al tercer individuo, nos estaban observando, y podían pensar que nosotros estábamos pidiendo ayuda a esas personas que se paraban en la calle de manera aleatoria a fumar o hablar por teléfono.
Pasaron unos 20 minutos y no aparecía ninguno de los individuos, mis esperanzas se empezaban a derrumbar, y la fachada que el Mottas me había vendido, de un delincuente con honor y palabra de caballero, empezaba a desdibujarse de mi mente. Jorge insistía en que ellos iban a regresar, tal vez no era la esperanza en sí lo que lo hacía creer que ellos iban a volver, sino el hecho de saber que se habían llevado dos celulares llenos de contactos de su trabajo y que los iba a perder.
40 minutos más, fueron necesarios para que pasadas las 4 de la tarde, lográramos asimilar que nos habían robado, que no se trataba de una “prueba” como decía el Mottas, sino que se trataba tal vez del robo más profesional que le pueda pasar a alguien. Y cuando una pequeña muestra de esperanza empezó a aparecer en mi mente, de inmediato quise extinguirla, argumentando para mí y para Jorge, qué llevaría a unos delincuentes a los que no les importa ni siquiera su vida, a devolver elementos que ya tenían en su poder y que nadie les podía quitar. No iban a volver.
Exhausto mental y físicamente, decidí que era tiempo de marcharnos y con cierto temor y expectativa le propuse a Jorge que nos fuéramos de ahí en un taxi a donde fuera. Y en el momento menos esperado, cuando un taxista se disponía a arrancar luego de dejar a una pasajera, empecé a caminar, llamé a Jorge y nos montamos en el taxi. Un recorrido de media hora en un taxi que me parecía pequeño en comparación a todas las emociones y sentimientos que viajaban en él. La lluvia se apoderó de la ciudad, y a cada lado del taxi, junto a las ventanas se posaban las caras de dos jóvenes, que si bien salieron ilesos de aquella situación, cargaban con la angustia de no poder responder a la pregunta que siempre deja un episodio como este: ¿POR QUÉ A MI?