Los héroes y los heroísmos son un asunto recurrente en nuestras imaginaciones y conciencias. Por siglos, el ser humano ha persistido en la necesidad de retratar esa figura (y su condición adyacente) de numerosas formas y estilos: degollando dragones que nunca existieron, sufriendo en una cruz por el resto de la humanidad o rescatando a su amada de las ínfulas del tirano, entre muchas otras versiones. Sin embargo, en mi opinión, más allá de sus circunstancias y apetitos de gloria, o de ser una categoría moral de la ficción, el héroe es un comportamiento específico o una decisión, en principio, bastante precisa. Para mí, es todo aquel -o toda aquella- que quiere una vida distinta a la que por destino o azar le correspondió. Una definición, si se quiere, mucho más amplia y terrenal que incluye tantos las fascinantes vidas de los común y corrientes como las de aquellos que se arrogan el vanidoso empeño de cambiar el mundo. No se debe despreciar el enjuto heroísmo de quienes todas las mañanas se levantan para que ellos y sus familias tengan una realidad diferente; así sus días pasen entre el tráfico de una ciudad, la despiadada venta ambulante o limpiando la mierda ajena. Un héroe no se conforma.
Dicha conclusión, que llevo cavilando un tiempo, se confirmó al ver dos películas que tratan el tema del heroísmo desde dos perspectivas muy distintas. La exuberante Maestro, de Bradley Cooper, y la estupenda película Los delincuentes del director argentino Rodrigo Moreno. Ambas historias, desde distintas perspectivas y premisas, intentan contar la vida de sus héroes y la forma en que superaron la realidad en la que estaban sumergidos. En el primer caso, desde el atormentado talento musical del grandioso y convulso Leonard Bernstein y su historia de amor, renuncia y devoción por su esposa. Por su parte, en Los Delincuentes, el heroísmo rezuma en las decisiones de un par de tipos tristes que no quieren malgastar su vida trabajando para un banco. En ambas obras presenciamos el espectáculo (en el mejor sentido de la palabra) de seres humanos luchando contra sus alrededores y sus intimidades, obteniendo premios y derivas, que al final del día los dejaron insatisfechos y melancólicos. Una regla básica que enseñan los textos de escritura cinematográfica es que cuando el héroe regresa a su hogar, es un extraño que ha cambiado para siempre. Las dos historias cumplen dicho requisito.
Dos películas tratan el heroísmo desde dos perspectivas muy distintas. La exuberante “Maestro”, de Bradley Cooper, y la estupenda película “Los delincuentes” del director argentino Rodrigo Moreno
Además, ambas películas describen dos formas distintas de contar a los héroes (reflejando así la postura que cada director tiene sobre su propio heroísmo de hacer cine). De esta forma, Maestro y Los delincuentes revelan sin querer cómo se pueden contar dichas historias desde dos precipicios que se observan pero que están separados por el abismo. Para la película norteamericana, que tuvo productores del abolengo de Spielberg y Scorsese, el héroe debe dejarle claro al mundo su condición: es su derecho divino que todos sepan de su talento. Por lo tanto, Maestro es un despilfarro de anuncios y trucos de edición y maquillaje que gritan a diestra y siniestra que se está en presencia de una obra magnífica e imperecedera. Mucho me temo que no lo es. Muy a diferencia de la película argentina que narra el heroísmo desde la simpleza y la más afable humanidad. No se trata de cambiar ni la historia de la música o del cine, sino de contar un pensamiento preciso: robar un banco para escapar de una vida que se desintegra al pasar de los días. Hacer cine para recabar en una idea que puede aparecer mientras se apoya la cabeza contra el vidrio de un bus abarrotado de semejantes. Existencias simples sometidas al influjo de una decisión que se prolonga y es irreversible; como muchas de las escenas que la componen.
Hay dos elementos estructurales que contrastan casi con violencia al comparar las dos películas. En una, su apuesta por lo artificial y lo magnificente revelada en las impresionantes escenografías, los cortes llenos de efectos y desvanecimientos, pero sobre todo en la prótesis de nariz que vistió Cooper para encarnar a Bernstein. En la otra, que preferí y disfruté mucho más, su entrega por la más vasta de las naturalezas: la pampa intocable e inmensa, las aguas cristalinas que atraviesan la sonrisa de una mujer imaginada, la flor de colores que aparecen en la mitad de un pastizal. Al final, sentí que Cooper quería ser más grande que Bernstein con la película en la que trata de honrarlo, mientras que Rodrigo Moreno le bastó dejar escenas lentas y largas en las que los héroes caminan atribulados pero convencidos de haber cambiado para siempre sus vidas. Tal y como millones de héroes de barro que insisten en la búsqueda de una oportunidad para derrotar de un solo tajo al patíbulo de la realidad.