Era un niño cuando le dio el primer ataque. Ante el llanto inconsolable de su madre, empezó a hablar la primera lengua de los hombres. De todas partes del desierto venían mujeres de pies encallecidos arrastrando por la arena ardiente los cuerpos macerados de sus hijos. Decían que sus manos curaban, que su mirada aplacaba el odio, y que había venido a darnos el perdón de los pecados. El niño lo único que quería era que lo dejaran jugar en paz a hacer candelita raspando un par de piedras.
Hubiera sido feliz si no fuera por esas visitas nocturnas que le hacía el diablo, transformado en una cobra enroscada. Con su lengua sibilina lo fue convenciendo de que era el salvador del mundo. Al principio no quería esa responsabilidad, sobre todo cuando creció y su piel se llenó de un vello grueso y disparejo como el musgo salvaje. Pero el diablo es persistente y, poco antes de desaparecer unos años bajo el cobijo de los lamas del Tibet, le contó sobre su destino: nunca tendría una mujer, no conocería los placeres de la carne y sería crucificado bajo el calcinante mediodía palestino. A cambio de esto el demonio perfeccionaría sus poderes.
El pobre muchacho regresó en un burro al pueblo a donde nació. Malgastó sus dones transformándoles a sus amigos borrachos el agua en vino y predicando un socialismo resentido que promulgaba que un rico nunca podría pasar el umbral del paraíso. Hizo milagros absurdos como resucitar a un hombre para que los zelotes, sus incansables y brillantes enemigos, lo acuchillaran dos días después.
Quería liberar a su pueblo pero este le volteó la espalda. Los judíos siempre creyeron en que su salvador vendría en un caballo negro, blandiendo una espada y seguido por un ejército de feroces guerreros. Y ahora aparecía este muchacho, lánguido como un bostezo, que promulgaba la sumisión total al imperio que domina. La gente no lo quería y por eso fue fácil convencer a Judas, el más sabio de los apóstoles, de que entregara a su señor por unas cuantas monedas.
Jesús, que no sabía lo cobarde que era, empezó a sudar sangre del susto en el huerto de los olivos. Sabía que el cerco se cerraba, se apretaba contra él y a pesar de que iba a ser el salvador del mundo, tenía miedo, era demasiada responsabilidad para un pobre muchacho.
Fue torturado, escupido, escaldado y machucado. Cuando lo volvieron un guiñapo de sangre le pusieron sobre su espalda un pedazo de madera, lo obligaron a subir una colina y después lo crucificaron. Padeció toda una tarde. Los cuervos que se posaban al lado de la cruz se reían de él: ese era el precio que tenía que pagar por pretender ser el salvador del mundo. El demonio era malvado pero, a diferencia de Dios, tenía palabra.
La noticia no pareció importarle a nadie: era otro falso profeta muerto en Jerusalén. Los judíos estaban felices, Barrabás, el verdadero salvador, el hombre que buscaba su reino en este mundo y no en otro que no existe, había sido indultado.
Muchos años después el poder de los fanáticos que lo seguían lo convirtieron en el hijo de Dios. En nombre de él devastaron continentes, quemaron mujeres y durante mil años sumieron al mundo en su era más oscura. Promovieron la ignorancia, la misoginia, la homofobia y la represión. El diablo, al haber hecho caer en la tentación a ese pobre muchacho, había ganado de nuevo.