Era una tarde triste, lluviosa cuando vi la imagen. Jamás olvidaré ese sentimiento que generó en mí, mujer de emociones intensas. Me quedé corta y tal vez por primera vez en mi vida mi cuerpo no fue capaz de acompañar mi asco ni siquiera con náuseas. Era una licuadora vestida con un forro de una tela igual al turbante que usaba Francia Márquez en una de sus apariciones públicas. El meme inolvidable, nauseoso, inmundo, circulando por las redes de lodo de un país sin redención. Ese monstruo –que solo estaba agazapado–, mezcla de clasismo, racismo y machismo que despertó el ascenso de una negra al poder político hace un año y medio.
Lloré con el cielo y tomé una de las decisiones más importantes de mi vida para alguien de esta ciudad, conservadora y patriarcal: hice público mi voto por Francia Márquez. Y ganó. Entonces ya no fue una licuadora sino un tsunami lo que se despertó en Colombia tras su elección. He seguido con cuidado y en el día a día su gestión, discurso, enfoque y posición; en unos de acuerdo y en otros en abierto desacuerdo.
He palpado también el desprecio expresado en la crítica implacable. Nunca en mi vida había sentido así en el país que me rodea –que es apenas un grupúsculo– tanto fastidio por una persona en el poder: personas que nunca han aguantado hambre, que no tienen idea de lo que es el pancoger, que si han visto un pájaro es en la ventana de su finca; han estudiado y trabajado con todas las ventajas y que por supuesto su país no es el país de los territorios, ni el país negro, indígena, mestizo, campesino o pobre.
Y leo la entrevista de hoy en la Revista Cambio, 13 de noviembre de 2023, con esta entradilla: “La vicepresidenta Francia Márquez habla de su amargo encuentro con el poder. Dice que “esto no es vivir sabroso”, afirma que confía en el presidente Petro, pero se siente frustrada porque su gobierno aún no ha logrado cumplir todo lo que prometió”. Por: Alfredo Molano Jimeno. Vuelvo a ver la licuadora pero mucho más sofisticada, esta vez encubierta en la condescendencia, con tufillo de comprensión y muchas ganas de meter la garra en la herida. Entrevista que se abre así, con esta descripción de la entrevistada: “…su personalidad le impide calcular los efectos políticos que tienen las palabras que salen de su corazón… …le cuesta la diplomacia… se ha aislado en el gobierno y la frialdad del poder empieza a anquilosar su alegría y desparpajo... ha permanecido en silencio... estaba nerviosa... silenciosa y prevenida… la cámara le produce nervios… una charla desde la intimidad… estaba algo triste… la sentí nostálgica… no pudo ocultar la frustración que la habita… ni tampoco pudo contener las lágrimas… fue una conversación franca, en la que la vicepresidenta deja ver su humanidad y sensibilidad”. Y concluye así su presentación antes de dar paso a las preguntas, cerradas, inductivas, que a mi modo de ver dejan a Molano del color de las margaritas amarillas: “…pero sobre todo fue una conversación en la que se permitió ser la misma mujer honesta y frentera que conocí hace más de diez años”. La machaca primero y después la adula.
Después vienen estas preguntas, seleccionadas por mí y pintadas en el mismo lienzo de la licuadora, para demostrar cómo unas veces de manera cubierta y en otras ocasiones en forma encubierta se produce el famoso síndrome del impostor, (más bien el síndrome de la impostora), con profundo arraigo en la cultura, contrario a la voz popular que lo muestra como una falla psicológica del individuo. No es casual el hallazgo repetido de la clara desproporción: las mujeres, las negras y las pobres son aquellas en quienes más se detecta. Veamos:
“¿Usted siente que la prensa la tergiversa?, ¿Para usted todo esto obedece al clasismo y al racismo?, Me da la impresión de que usted vivía más feliz antes de ser vicepresidenta… ¿Se siente frustrada?, ¿Qué impide que pueda movilizar la institucionalidad? Al fin y al cabo usted es la segunda a bordo del gobierno…, ¿Usted siente que algunos de esos ministros la ningunean?, Pero lo que me pregunto es si los ministros le están ayudando a usted a cumplir o si simplemente le hacen caso a Petro., Usted no solo tiene esa frustración por la imposibilidad política del cambio. Su vida personal ya no es la misma. ¿Está cómoda viviendo en Bogotá?, ¿El poder la ha desconectado de la gente?, Después de conocer el poder por dentro, ¿en qué quedó el sueño de ser presidente de Colombia?, Usted no está dispuesta a quedarse callada solo por mantener un cargo., Hay gente que cree que usted está viviendo sabroso, ¿qué les responde?
El nombre es síndrome del/a impostor/a, término acuñado por la psicología y la cultura popular para hablar de un patrón de comportamiento que se observa en las personas que dudan constantemente de sus habilidades y temen ser expuestas como fraude. La palabra clave es fraudulencia. Creen que no son aptas, que no tienen las habilidades ni la inteligencia para desempeñarse en un cargo. Piensan que es cuestión de suerte, que fue apenas un cuarto de hora, un momento oportuno nada más y todos los méritos posibles se dejan de lado.
El asunto ha evolucionado y lo que se consideraba un problema individual producto de incapacidades estructurales de cada persona independientemente del contexto, se sabe ya que es todo lo contrario. Es la supuesta impostura una conjugación de factores socioculturales que crean en esas personas esa sensación de no merecer el lugar en el que están, para hacerlas creer que son ellas las insuficientes, enfermas o inadecuadas que incomodan, no, es el sistema el que está molesto, que se perturba con los raspones que producen las aristas de personas que lograron romper el modo “conveniente” en el que estaban las cosas. Y el sistema lo logra, las empañan, las reducen, las silencian para después, en una entrevista con un toque íntimo, mostrarlas como desventuradas incapaces que no estuvieron a la altura de las circunstancias.
En el año de 1978 dos psicólogas, Suzzane Imes y Pauline Clance, publicaron el primer artículo científico y sin proponérselo abrieron otra caja de Pandora, pues el tal síndrome del impostor se convirtió en otra explicación más para justificar el escaso acceso de las mujeres a los cargos de poder públicos y privados.
El tal síndrome del impostor se convirtió en otra explicación más para justificar el escaso acceso de las mujeres a los cargos de poder públicos y privados
Y me voy a permitir una transgresión columnística. Leslie Jamison, en The New Yorker en su columna Not fooling anyone (2/13/2023, vol. 99, Issue 1), escribe “In 2020, almost fifty years after Clance and Imes collaborated on their article, another pair of women collaborated on an article about impostor syndrome—this one pushing back fiercely against the idea. In "Stop Telling Women They Have Imposter Syndrome," published in the Harvard Business Review, in February, 2021, Ruchika Tulshyan and Jodi-Ann Burey argue that the label implies that women are suffering from a crisis of self-confidence and fails to recognize the real obstacles facing professional women, especially women of color—essentially, that it reframes systemic inequality as an individual pathology. As they put it, "Imposter syndrome directs our view toward fixing women at work instead of fixing the places where women work”. (https://hbr.org/2021/02/stop-telling-women-they-have-imposter-syndrome). Resumo del inglés: en 2020 otro par de mujeres en un artículo contundente cuestionan ese poder que tiene la cultura, también la científica por supuesto, para convertir una inequidad social en una patología: “Dejen de decirle a las mujeres que tienen el síndrome del impostor” reza el título del artículo.
Hilando muy delgado, eso es lo que el meme de la licuadora y esta entrevista logran. Decir de nuestra vicepresidenta que es una impostora. Que no es apta para el cargo. Esa sensación de duda, ese matoneo infame que la ha tratado de minar y busca su caída; y que hoy nuestro periodismo hace todo lo posible por exhibir -de manera taimada y sin pundonor- dedicado últimamente a diagnosticar supuestas imposturas.
No es invisible el contubernio de ese periodismo con pseudociencias psicológicas que endilgan enfermedades sin ton ni son para ejercer su labor de control a los poderosos. Véase el ejemplo de las “histéricas” desde hace más de un siglo o ahora las supuestas “impostoras” e “impostores”. A su juicio, sospechosamente y en el peor de los casos justamente agobiados, ellos y ellas por las drogas o las emociones. Pero ojo, –no es por eso–, son incapaces de resistir las presiones del poder porque, ¡claro!, ya se les había advertido, no se lo merecían.