Existen situaciones que ninguna persona sensata dejaría al azar.
Por mucha confianza que tenga en su costurera, no existe una mujer que encargue su vestido de bodas y decida vestirlo en la ceremonia sin antes probárselo para corregir eventuales desajustes: solo se lucirá una vez y el riesgo es demasiado alto como para dejar la situación a la suerte.
No conozco una persona que decida comprar una casa guiándose únicamente por fotos. Siempre existe la posibilidad de que haya una tubería en mal estado, una humedad oculta o una puerta deteriorada. Por eso, independientemente de la confianza que te genere el vendedor, antes de comprar un inmueble, lo mínimo que deseas es visitarlo y corroborar su estado. Y es entendible: ninguna persona medianamente sensata dejaría una decisión tan trascendental al azar.
Las metáforas a las que acudo son burdas, lo reconozco, pero apuntan justo al lugar que deseo: el sexo antes del matrimonio no solo se justifica sino que es imprescindible.
Es evidente que el amor no garantiza el sexo satisfactorio y quienes aún hoy sostienen esa teoría romántica, dan la espalda a la aplastante realidad que constituyen los matrimonios entre personas que se quieren de un modo genuino, pero aún así llevan una vida sexual miserable.
A unos les gusta fuerte y a otros le gusta suave. A unos les apetece calmo y a otros se les antoja salvaje. Y aunque alguna teoría conciliatoria sugiere que una vida sexual satisfactoria se puede construir paso a paso (lo que, de hecho, entraña un gran porcentaje de verdad), es innegable que, a diferencia de lo que ocurre en las películas, en la vida real no todo en el sexo resulta conciliable o concebible para quienes participan en el.
Para nosotros los hombres siempre fue más sencillo: se nos sugirió llegar vírgenes al matrimonio de la misma manera en que se sugiere calentar los músculos antes de trotar: “si lo haces está chévere, pero tampoco es tan grave si lo evitas”. Nuestra sociedad no solo miró con indulgencia —e incluso con divertida complacencia— los ritos iniciáticos de los jóvenes varones con prostitutas, sino que fue indulgente y tolerante con las escapadas sexuales de los varones casados.
Con las mujeres fue muy diferente: te casas virgen, permaneces fiel y si el asunto en la cama te resulta insatisfactorio, te aguantas. Y precisamente porque está claro que en pleno siglo XXI muy pocas mujeres están dispuestas a apostarle al caduco modelo de sumisión del siglo pasado, es que resulta doblemente sorprendente lo profundo que cala todavía en un porcentaje de ellas el discurso que les propone llegar vírgenes al matrimonio.
¿El buen sexo garantiza un matrimonio feliz? ¡Por supuesto que no! Pero es una pieza imprescindible en el rompecabezas de la convivencia.
Por eso mismo, porque la sintonía sexual es un requisito irremplazable para la construcción de una vida de pareja feliz, debería explorarse y verificarse en lugar de dejarlo al azar, máxime si se tiene la creencia de que el matrimonio ha de durar toda la vida.