A propósito del reciente Festival de Cine de Jardín que se realizó en su octava versión con la dirección de Víctor Gaviria, abordando la temática “Narcotráfico: de una guerra impuesta a nuevas posibilidades” se ha vuelto a poner de presente la relación entre la violencia y la ciudad. En ese contexto, se ha recordado el filme Rodrigo D no futuro para refrescarnos una historia común de agresividades y fracturas sociales que, a pesar de su letalidad, sigue llena de relatos convencionales que la naturalizan e incluso justifican la producción de narrativas, políticas públicas y acciones institucionales que han terminado construyendo una reducción perniciosa de las violencias en la urbe colombiana.
Sin duda, la sociedad contemporánea enfrenta un gran reto con la triple dimensión que anida el narcotráfico y la violencia. Sintéticamente el asunto puede presentarse así: (a) nos aqueja una crisis psicosocial masiva producto de las presiones existenciales propias de los modos de vida modernos que se busca resolver equívocamente en el consumo de psicoactivos, (b) operamos una economía mercantil especulativa y agotada que hace de la explotación del estrés humano con el uso de sustancias psicotrópicas y la recurrencia a las violencias, su principal nicho de acumulación, y (c) soportamos una crisis de las formas de comunidad y nación que se expresa en las fracturas institucionales, en su corrupción y en la emergencia de bandas criminales con fuerte capacidad de incidencia económica y política global, pero también de agencia cultural y simbólica que imponen retos de convivencia y preservación de la vida, mucho más allá de las medidas represivas y prohibicionistas. Todo eso expresado de forma concentrada en la cotidianidad de las calles y los vecindarios urbanos.
Frente a ese panorama, el lenguaje audiovisual alternativo en Latinoamérica nos ha regalado una visión distinta de la fenomenoestréslogía de la ciudad, de lo que nos pasa en la cotidianidad urbana y del inri que nos acompaña en la formación misma de la vida citadina; el cine crítico nos pone de presente una conversación sobre la multiplicidad de factores humanos y sociales que convergen en una mirada más comprensiva, que no se agota en una épica de los bandidos y de los que se dicen perseguirlos. Hemos visto varias producciones y sagas creativas que pluralizan la comprensión de lo que nos pasa, pero quizás no hemos sacado buenas conclusiones prácticas como sociedad; tampoco hemos hecho suficientes balances de los intentos de abordaje alternativo en las comunidades para afrontar sus violencias desde una dimensión más social.
Es pertinente reseñar que, frente al movimiento de cine alternativo ha emergido en este siglo la versión de las narcoseries para “recrear” frente al gran público nuestros dramas colectivos. Reducir esta historia de carteles y bandas a un asunto de policías y bandidos tal como se hace en las afamadas series televisivas de violencia y narcotráfico, es en cierta medida funcional a la continuidad de las violencias, es esconder que las condiciones de vida, la desigualdad social y la corrupción institucional son nichos desde los cuales se anidan estas realidades; reducir el tratamiento de las inseguridades y agresividades que nos rondan a un enfrentamiento a muerte con el delito, es desconocer que el crimen está encarnado en nuestras cotidianidades, en nuestra institucionalidad y en nuestras formas de vínculos comunitarios, lo cual exige tratar estas circunstancias que han generado gran arraigo, a partir de una dimensión psicosocial, existencial, política e institucional que requiere cambios de enfoque, transformación de las prácticas y de los modos de vida urbano.
Mientras se sucedía el festival de cine en Medellín, un dirigente social de la comuna 13 de Cali narraba el enfrentamiento callejero reciente entre dos grupos de jóvenes de barrio que se sitúa casi en los mismos términos que relata Gaviria en Rodrigo D no futuro hace casi cuarenta años; chicos entre 12 y 20 años comenzaron enfrentándose a piedra para delimitar los usos de su pedazo de barrio y ya van trascendiendo a riesgo de enfrentamientos letales en la medida en que se respaldan por estructuras criminales presentes en la zona. El líder social se preguntaba ¿Qué hacer?, ¿cómo afrontar esa sin salida que protagonizan los jóvenes y que atemoriza a la población? La conversa al respecto nos indica que tenemos unas comunidades rotas, unos vecindarios agotados; en años se ha destruido el vínculo y se ha suplantado por la lógica del rebusque mafioso, del consumo suntuoso y se ha vivido la falta de oportunidades para enfrentar la soledad y la pobreza.
Urge recuperar las prácticas de encuentro, morar el espacio vacío, silencioso, de luto que nos ha dejado la violencia del narcotráfico
Hoy se juntan viejos y nuevos retos; las políticas públicas de persecución al delito deben comenzar por enfrentar la crisis de la institucionalidad que ha encarnado en el ethos mafioso y gansteril, pero especialmente debe situarse en el campo de la construcción cívica, ciudadana, que fortalezca el diálogo en comunidad para que no nos oprimamos y matemos estando juntos. Los puentes de la ciudad colombiana están rotos y no se ve cerca la cáscara de huevo con la que podríamos curarlos, urge recuperar las prácticas de encuentro, morar el espacio vacío, silencioso, de luto que nos ha dejado la violencia del narcotráfico; un programa urbano para la vida tendría que ir hacia el reconocimiento de las prácticas cotidianas, para desde ahí asumir una relación distinta con el habitar, con las condiciones y lenguajes renovados y generosos para estar y caminar juntos en nuestros territorios.
¿Cómo hacerlo? Ahí está el ejemplo del festival de cine citado y muchos otros esfuerzos que se ven en el espejo de los vínculos que nos unen, que son encuentro, conversación ciudadana, reconocimiento de las diferencias, esfuerzo mutuo y relación de respeto en la vida común, asuntos que solo se logran con procesos constantes y reposados en el tiempo. Esos pasos no se avanzan con la reducción del problema a pagar recompensas para capturar delincuentes después de que han actuado, tampoco, con las políticas culturales de afiche y de refrigerio que amplían el vacío institucional en la medida en que llenan los territorios de personalismos, de banalidades y falacias burocráticas. El avance está en la posibilidad de abrirle de verdad espacio a la agencia de lo común y eso está en la ruta de la rectificación pública, la reconciliación social, la memoria comunal del poblamiento, la resistencia a las violencias, la construcción de nuevos urbanismos hechos con otras formas de morar nuestros tejidos territoriales con renovadas formas de producir, comunicarnos y organizarnos.