Debido a las acusaciones que se han presentado en mi contra en medios de comunicación nacional e internacional, así como en diversas redes sociales, acerca de una supuesta amenaza de muerte proferida por mi parte hacia el director de la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB), Joachim Gustafsson, me encuentro en la obligación de expresar ante ustedes las siguientes consideraciones y hechos:
El día 19 de septiembre, al estar realizando mi actividad compositiva, fui alertado por allegados acerca de una batida mediática difamatoria en que se me tipifica como delincuente señalado de amenazar de muerte al director Joachim Gustafsson, por motivo de un par de publicaciones en mi cuenta de Facebook, que quienes me acusan descontextualizaron a su conveniencia. La batida duró cuatro días, en los que me desconcertó la afirmación mediatizada de que “aún se me estaba identificando”.
Sorprende que no se haya tenido la entereza de identificarme directamente. Soy un compositor sinfónico cuyas obras han sido interpretadas en dos ocasiones por agrupaciones de la OFB. En 2017, la excelente Orquesta Filarmónica Juvenil de Cámara estrenó mi obra Balsa Muisca, op. 48, escogida para la ocasión por el maestro Krzysztof Penderecki, y en 2021 (figurando ya la actual administración) interpretó mi Concerto per Ripieno, op. 61.
Nunca pagaron derechos de interpretación por mi música, pero he aparecido en sus conciertos, programas y redes sociales en varias oportunidades. Para un concierto, la cartelera del Teatro Jorge Eliecer Gaitán lució mi nombre al lado del de la OFB. Existen pruebas, fotos, correos. No soy un ciudadano desconocido para esta entidad. No soy un delincuente. Soy un compositor, escritor, pianista y director de orquesta colombo-canadiense. Exijo respeto, y no tengo miedo.
La noticia, serializada y viralizada, con un tufo a IA, repite al pie de la letra un comunicado emitido el mismo día por la OFB, acompañado de una supuesta demanda penal por parte de Joachim Gustafsson, que hasta la fecha no se ha concretado. Por la naturaleza y el contenido del material utilizado para sustentar el documento ante la Fiscalía contra mi persona, se evidencia que no existe amenaza de muerte ni intención lesiva contra persona alguna. Asombra la celeridad con que se despliegan medidas dignas de ajusticiar narcos por un bocadillo propio del Capitán Haddock, mientras se demoran las investigaciones al manejo del erario, al presunto acoso laboral y a las supuestas condiciones tóxicas que prevalecen en la administración de David García.
El comunicado de la OFB pretende que yo aparezca en redes con mi nombre completo, Francisco José Lequerica Otero, lo cual no sólo es incorrecto, sino que sugiere que ya estaba yo plenamente identificado por otras vías y que mis redes llevan bastante tiempo siendo monitoreadas por quienes me atacan. Esto, que recuerda a lo que presuntamente sucedió desde el IPCC durante la pandemia con varios artistas de Cartagena, sugiere que este monitoreo podría tratarse de algo generalizado y sistemático.
Como ciudadano, y a la luz de otros escándalos mucho más serios en la memoria colombiana reciente, la idea me preocupa. Hago un llamado a las autoridades, a la Fiscalía General de la Nación, a que atiendan con celeridad esta situación, bajo la luz de la justicia, para que sea clarificada ante el país, porque me sé inocente de aquello de lo que se me acusa y porque el movimiento mediático que se ha generado me ha ocasionado perjuicios morales, físicos, económicos y emocionales.
Como iniciador, el 1 de septiembre, de una petición dirigida al director Gustafsson y titulada “Pronunciamiento de apoyo a Germán Borda”, a nombre de la "Asociación de Compositor@s e Intérpretes de Música Contemporánea Colombian@s”, mi primer reflejo al ver las noticias fue pensar que mi visibilidad en la disensión me había convertido en blanco fácil para erigir una cortina de humo que desviase la atención de los presuntos delitos cometidos por instancias administrativas de la OFB y hacer de mí un bello chivo expiatorio.
Si el 21 de julio pasado, como lo afirma el maestro Gustafsson, se sintió amenazado de muerte, ¿por qué esperó dos meses para proceder? Nada se le ha dicho ni hecho desde entonces. Coincidentemente, la noticia de su demanda surge exactamente dos días después del último editorial explosivo de la revista Tempo, en el que queda claro que los delitos que presuntamente ha cometido la administración de la OFB son muy serios y ameritan el despliegue legal y mediático pertinente. Dos meses contra dos días: ¿abro apuestas?
El 17 de julio del año en curso pudimos constatar que los directivos de la OFB tratan con condescendencia a muchos artistas nacionales, al darse a conocer la respuesta ofrecida por Joachim Gustafsson al maestro Germán Borda, un reconocido compositor nacional de casi 90 años, que le reclamaba por la ausencia de repertorio nacional en sus programas. Gustafsson lo trató de xenófobo y de mentiroso, tras un tortuoso intercambio público que se desarrollaba desde hacía más de un mes. Fue en ese contexto que escribí un mensaje en mi muro personal de Facebook, usando un lenguaje irrespetuoso, en el que no cabe intención de amenaza de ningún tipo y mucho menos una contra la vida o la integridad personal de absolutamente nadie.
Yo quise ofender a Gustafsson porque su actitud fue vejatoria y nociva para toda la comunidad, así como cualquier músico colombiano debería sentirse ultrajado por su conducta contra un respetado compositor nacional. En la ofensa que escribí utilicé una metáfora clara: los vikingos fueron legendarios por sus sanguinarias invasiones a otros pueblos, donde arrasaban con la vida de las culturas foráneas, así como muchos percibimos que la conducta de Gustafsson anula la nuestra, y con jugoso sueldo. La ofensa no es xenófoba pues ninguna nación moderna se denomina vikinga, como tampoco fue xenófoba la conducta del maestro Borda al realizar sus reclamaciones.
Cabe mencionar que borré ese comentario ofensivo de mi página personal de Facebook mucho antes del presente agravio a mi persona, y no a modo de retractación sino para dar paso a mejores noticias, como también borré muchos otros que no tenían nada que ver en esto, ni eran provocativos. A pesar de haber quedado colgadas algunos días, en ningún momento la plataforma borró estas publicaciones, tampoco advirtió al usuario ni restringió mi cuenta personal por haber infringido sus normas, que prohíben expresamente las amenazas.
La obra musical sigue allí colgada. Me he situado, sí, en el umbral de la libertad de expresión, y he dejado claro que no cruzaré esa línea porque no me corresponde. Porque sigo siendo un artista y no un criminal.
La inconformidad no siempre debe, ni puede, expresarse en modo sereno. ¿Acaso Cristo sacó a los mercaderes del Templo con diplomáticas lisonjas? Tras años de haber agotado todos los demás conductos de disensión y de protesta legítima, y ante la indiferencia general de los medios, como compositor sinfónico exijo un lugar en la construcción social e identitaria de mi país, no sólo para mí sino para todo creador profesional.
Colombia, para muchos, es un estado fallido en plena hemorragia de cerebros, que solo puede recuperarse a través de la intervención cultural masiva. A los compositores, intérpretes y demás músicos hoy en formación se les augura un difícil futuro en el país. Colegas de otras disciplinas artísticas sufren igual o peor suerte. A los ya formados, sólo les cabe el exilio. Y este que ven aquí, a día de hoy, es el precio de tomar la palabra en Colombia.
Mi última columna publicada por El Universal, el 9 de septiembre pasado, concluía con este párrafo: “¿No es hora de recuperar los canales perdidos, de ir a buscarlos noticia a noticia, generando visibilidad para lo creativo? ¿Y si lo cultural volviese a priorizarse en el criterio y el enfoque periodístico, reivindicando ese canal y estimulando lo útil a detrimento del vacuo cotilleo que apenas cosquillea la sesera?” Y de poder ahora añadirse una cita cumbre del cine nacional: “Ahí tienen su hijueputa casa pintada”.
Muchos asistimos con honda abnegación al rapto de los canales de difusión cultural, que cotidianamente pasan por alto el trabajo de artistas profesionales, especialmente en el ámbito de la música escrita, mientras el lado más chabacano de la música popular y urbana monopoliza injustamente redes y medios, demasiado a menudo por polémicas (como esta) y mucho menos por temas artísticos. Si bien toda manifestación cultural amerita el usufructo de sus canales, ninguna debe ser impuesta en detrimento de las demás.
Las diversas manifestaciones en pro de una agremiación oficial de creadores y creadoras para el medio sinfónico, corresponden a un sentimiento generalizado de abandono por parte de las plataformas, públicas como privadas, que deberían defenderlos y representarlos según sus estatutos.
Esta percepción de ofensa por parte de tantos creadores musicales del país no ha tenido mucho eco en la prensa nacional. No se ha percibido allí, durante décadas, la larga lista de pequeñas inconformidades acumuladas, saldadas por largos intercambios en correos y llamadas, en que hemos tenido que callar y ser corteses, en que hemos pasado por el aro a menoscabo del Arte.
Pero cuando un artista sinfónico adopta el tono de un artista urbano en sus comunicaciones, al habérsele ignorado en tonos más caballerosos, se corre a tipificarlo de criminal. Se le monta una opereta por polémico, por costeño, por loco, cosa que a estas alturas carece de originalidad. Pero no se reciben ni se subvencionan sus proyectos para impulsar la Ópera de Indias o para revitalizar el antiguo Colegio de La Presentación.
Esto significa que la cultura en Colombia aún se rige por principios elitistas decimonónicos, en los que cabe la violencia contra los artistas por parte del Estado, de las instituciones, de los medios, de los mecenas, de la academia del algoritmo y hasta del mismo público. Ignoran todo lo que podríamos construir para todos. Prácticamente todos los estamentos sociales, el súmmum de fuerzas vivas, ha relegado al silencio a sus artistas sonoros; pero la polémica es innata al artista.
El presente Florero de Llorente sinfónico, que estoy tentado de inscribir a catálogo con el opus no. 86 como música para prensa y leyes, como caricia de Estado, es un grito libre que emana del hambre, del olvido y del oprobio. ¿Dónde acaba el Arte? ¿Dónde empieza el simulacro? ¿Quién usurpa realmente, y quién se desvirtúa al mitigar su voz? Respecto al risible apodo de “sicario cultural”, así fuimos llamados varios artistas cartageneros desde el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC) cuando protestábamos por el bloqueo sistemático al que se nos sometió durante la pandemia.
Hago notar que el apodo que uso ahora en redes es el de “CHICORIO ESCULTURAL”. Espero que los medios puedan pronunciar este vocablo típicamente caribeño con el mismo morbo con el que dijeron “sicario”. Es absurdo equiparar con seria objetividad un colorido exabrupto con una amenaza mortal, y cuestiono la credulidad de quien así afirme percibirlo.
Quiero extender un parte de tranquilidad: no he matado una mosca en mi vida (las espanto generalmente) ni poseo talento para delinquir (soy además autor del Concierto para No Delinquir), de lo que puede dar fe el hecho de no haber sido señalado por la justicia de ningún país.
Ahora bien, es mi responsabilidad artística no sólo velar por el respeto al Arte, sino dar a reflexionar sobre los límites semánticos, donde a menudo se halla lo trascendente. El lenguaje artístico no puede limitarse, y gran parte de mi obra se ha desarrollado en las lindes de la transgresión.
Como creador, me apropio el uso de semánticas que, a pesar de lo poco ortodoxas, siguen amparadas en la libertad de expresión. ¡Cuánto se nota que quienes pretenden enlodarme nunca han leído mis libros, publicados por Nueve Editores en Bogotá, pues lo harían con mayor propiedad! Da hasta pena que lleguen tan tarde a esculcarme las supuestas herejías que me valdrían su hoguera, pues están distraídos en otras vueltas.
Mi pieza Muerte Política de un Funcionario Público, opus 71, sin dedicatoria alguna, es una obra de Arte conceptual que explora los límites de la notación musical, así como los márgenes del Arte y de su función. Esta obra se realizó en el año 2020, mucho antes de todo lo aquí relatado, y su mención como supuesta prueba delictiva es muestra de la voraz y a la vez disparatada descontextualización a la que se han sometido mis estados hoy señalados.
A título de ejemplo, en mi 1a Sinfonía, op. 10, escrita en 2001, hay balas de fogueo en la sección de percusión. En mi 2a Sinfonía, op. 33, estrenada en 2009, se parten unos vidrios: fue muy divertido planificar ese momento con los miembros de la sección de percusión del difunto Ensamble Chorum de Montreal, escoger vidrios en una ferretería y hacer pruebas de sonido. Hay registro.
Así como John Cage escribió para licuadoras, avisé que lo haría para fusil en mi columna de opinión “Sonata para fusil”, publicada el 9 de julio de 2023 en El Universal, en la que también enuncié textualmente que “respetaré vidas”. En aquel momento, pareció entenderse el sarcasmo y la vena provocativa y literaria.
A través de esta y de columnas anteriores en este medio cartagenero, que además generaron ecos en su editorial del 11 de julio de 2023, procedí a arrojar algo de luz sobre los señalamientos realizados por la revista Tempo y en redes sociales, así como a divulgar las problemáticas percibidas en el seno de la OFB. Estas, a pesar de su gravedad y persistencia, no han recibido suficiente atención mediática, como sí ahora mi ofensa: semejante desproporción merece ser investigada.
En otro de mis estados cuestionados, esta vez presentado como supuesta incitación a la violencia, hago alusión a este tipo de asertividad artística, que no es otra que una estilización estética de la desobediencia civil. En la frase señalada, existe un punto muy importante: para esto sirve la puntuación. Que aparezca mi opus 71 publicado en tantos medios constituye la más eficaz de las difusiones de una obra mía hasta la fecha. Me alegra que esta no esté destinada a ser interpretada.
Sólo me queda agradecer a los medios por otorgarle a mi pieza tanta visibilidad y recomendarles obras de mejor calidad en mi catálogo y en el de tantos compositores y compositoras aún con vida en el país. ¡Cuánto se nota que el maestro Gustafsson nunca ha abierto nuestras partituras!
Me decepciona sumamente constatar que décadas de labor artística dedicada a la comunidad de manera desinteresada no justifiquen más que contados titulares, mientras una grosería en redes sociales pueda propiciar tan vasta cobertura mediática.
Si está en el poder de los directivos de la OFB usar tan eficazmente los medios, ¿por qué no los han usado durante todos estos años para divulgar la música sinfónica de los compositores y las compositoras de Colombia? ¿Por qué cada vez que a uno lo estrenan, lo tratan como si le estuvieran haciendo un favor? Después lloran que no hay plata y se vuelve un viacrucis obtener el simple registro audiovisual del concierto, de haberlo. Al parecer, tampoco grabaron al maestro Penderecki.
A menos que se haya buscado silenciarme y perjudicarme, no hacía falta importunar a la Fiscalía para identificarme, pues tanto la OFB como la prensa conocen mi trayectoria. Además, la OFB posee copia de mi cédula desde hace años.
No obstante, al perjuicio padecido y aquí relatado, quisiera anteponer el que se comete a diario contra la herramienta esencial que es el Arte. Invito a la prensa colombiana e internacional que se prestó para difamar mi nombre a redorar el suyo a futuro, a través de una línea investigativa seria e imparcial, honrando su profesión y su lectorado, y reportando responsable e inclusivamente sobre todas las culturas.
Invito respetuosamente a la prensa, a la Contraloría, a las autoridades pertinentes y a la ciudadanía, a investigar lo que pudiera estar sucediendo dentro de la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Por el bien de sus músicos, de sus procesos tanto valiosos como necesarios, por el buen nombre y la honra de esa institución, por el país, por la música, vale la pena.