El diario El Espectador dio inicio a su editorial del pasado 30 de septiembre con una sensata afirmación relacionada con las movilizaciones populares del 27 del mismo mes: “Tomarse las calles para manifestarse es un acto político. Es extraño, entonces, que se acuse a quienes se manifestaron esta semana de estar persiguiendo una agenda política”.
Afirmación sensata por cuanto hace un reconocimiento al derecho que le asiste al pueblo a expresar su criterio con respecto a los gobernantes y al manejo que estos hacen de la cosa pública, aunque demasiado recortada, ya que no se refiere al propósito central de la movilización, que no fue otro que el de defender unas reformas sociales que se hacen indispensables para mejorar la calidad de vida de los colombianos y reducir la gigantesca brecha que nos tiene en el podio de los países con mayor desigualdad entre ricos y pobres.
Para impedir tales reformas, los dueños del capital han echado mano de cuanto medio han tenido a su alcance, sin importar sus costos, con tal de evitar que les sean socavadas las condiciones que los hacen tenedores legales, aunque ilegítimos, de los privilegios económicos y normativos que los tienen en ese infame lugar, en el cual están debido al aprovechamiento perverso que hacen de su poder.
Sin embargo, sobre estos medios y sus costos no hubo ninguna referencia en el editorial. Sobre lo que sí la hubo fue en relación con la supuesta inversión hecha por Gustavo Petro para “promover el apoyo popular”, y con que se hubiera hecho “en medio de unas elecciones locales, cuyos resultados serán una toma de temperatura de lo que sienten los colombianos sobre su Presidencia y cuando los candidatos del Pacto Histórico andan rezagados en las encuestas de las ciudades principales”.
Es que este cuestionamiento es precisamente el que en verdad motivó el pronunciamiento de El Espectador, aunque su editorialista sabe que los tales recursos invertidos en esta movilización son casi inexistentes, si se los compara con el embolsillaje multibillonario que cada año realizan los Sarmiento Angulo, los Gilinski, los Ardila Lülle, amén de los muchos otros recursos que se apropian los corruptos.
No, su rechazo es realmente a que se promueva la expresión del sentir ciudadano; es decir, a que se le de curso a una democracia auténtica, en la que pueblo y presidente de la república se confundan fraternalmente en un mismo escenario para expresar su común simpatía hacia unas reformas que tienen un inocultable interés popular, distinto al interés egoísta de las castas oligárquicas, que se consuma mediante acciones y decisiones contrarias al interés común. No nos dejemos confundir.