Fernando Botero es un hombre riguroso hasta para sus citas. Para cada día, para cada mes y para cada año tiene sus rutinas precisas. El otoño, por ejemplo, lo vive en Nueva York donde almorzábamos dos veces en el mes de noviembre. En 1990, me comentó que conversando con su esposa Sophia en México, habían decidido no guardar más su colección privada que había comprado durante más de 25 años y que la colección sería un aporte para Colombia. Para que los artistas tuvieran una referencia más cercana al arte universal y por eso ya le había escrito una carta al alcalde de Medellín proponiéndole sus intenciones.
Como siempre el asombro es una de las condiciones vitales para que la vida tenga un mayor sentido, yo quedé con los ojos abiertos y llena de entusiasmo porque allí me comprometía a ser su cómplice hasta que lo lograra. Con el tiempo, se nos convirtió en el único tema. Una de las obsesiones en mi vida es estar cerca a los museos porque allí encuentro los grandes maestros de la historia del arte y, con ellos los enormes retos. Amo las obras de arte.
De vuelta a Washington en donde era la directora del Museo de las Américas de la Organización de los Estados Americanos, pedí permiso y me fui a recorrer los alrededores de Medellín porque de inmediato me imaginé un gran museo que no tendría espacio en la cuidad. Encontré lugares amables en la región de Rio Negro y pregunté sus valores sin dar explicaciones porque de antemano sabía que el nombre de Botero o el proyecto tendrían severas repercusiones en los precios. En ese año realicé varios viajes y comencé a pensar que el arquitecto chino que había realizado a la perfección la Ala este de la National Galery Washigton o la Pirámide que cambió a París y redistribuyó el Museo Louvre era el arquitecto correcto. Para ello, llamé varias veces hasta que logré que me dieran la cita con cinco meses de anticipación en sus oficinas en Nueva York. Cuando llegó el momento ya tenía hasta las palabras contadas para no perder un minuto de tiempo en mi propósito y explicación. I Pei paciente me escuchaba y a través de sus gafas redondas me escuchaba con atención. Obviamente, no tenía toda la información que el arquitecto requería pero era para mí una primera aproximación. Con el tiempo alcancé a programar un almuerzo.
Mientras acompañaba a Botero a sus exposiciones por el mundo llegó el noviembre siguiente. Y no tenía nada definido. Botero práctico me comentó que mi intención iba a salir demasiado costosa y que aún él no había recibido ni siquiera respuesta de su carta de intención. Era mejor ensayar las facilidades de la ciudad porque ahora, dentro de sus planes estaba la reactivación de sector céntrico y deprimido de la cuidad.
Nunca se puso en duda la realización del Museo aunque cada año -de los cuatro que trascurrieron-la situación era crítica. Nadie me preguntó nunca de que se trataba el proyecto y menos, cuál era la dimensión de la colección.
Botero, Sophia y yo nos manteníamos soñando y la colección había crecido porque quería una proyección que involucrara expresiones del siglo XX. El compraba obras excepcionales mientras íbamos a las ferias internacionales en Europa. La fundamental fue Bassel en Bruselas. La táctica de la compra era genial. Sophia, él y yo dábamos temprano varias vueltas desinteresadas mientras observamos las obras expuestas por galerías importantes. Después de un rato llegaba sola a preguntar precios. Más tarde tenía una contrapropuesta, que manejaba inconscientemente como si estuviéramos refiriéndome a sumas módicas y no unas que jamás han estado en mi cabeza. Una vez estaba claro el precio, Botero realizaba el negocio.
En una ocasión en Medellín ofrecieron el viejo edificio de la Licorera de Antioquia que era una pésima idea y otra vez, la estación del tren. Opciones que no eran nada halagadoras para los planes del Maestro. El punto final llegó con una carta en la que la que muy a la ligera, afirmaba que por cada asistente al proyecto- museo a Medellín le costaba $50 pesos por persona.
Me llamó furioso. Fui a verlo a Nueva York y decidimos en ese momento que la donación sería en Bogotá. Llamé a mi amigo Darío Jaramillo que era el gerente cultural del Banco de la Republica y me consiguió una cita con Miguel Urrutia quien entendió inmediatamente la envergadura del proyecto. Llamamos a Botero en ese mismo instante y todo fue un hecho.
Una vez Miguel Urrutia y Fernando Botero hablaron, comenzó el sueño a ser realidad con un fax del maestro donde especificaba su larga lista de cuadros de su colección que se llamó de Corot a Barceló para darle rango de tiempo. Acá empezamos a buscar cual sería el sitio más adecuado para albergarla. Para mí el sitio más bello era La casa de la Moneda y lo hice saber con rápida anticipación, cuando vinieron Botero y Sophia a Bogotá para ver el lugar y empezar el papeleo legal de la donación al Banco de la República. Con calma visitamos todos los lugares posibles y para mi sorpresa, Fernando Botero prefirió el viejo edificio de la Hemeroteca…
La historia de casa que alberga el Museo Botero comienza en 1733 cuando se construyó el Palacio Arzobispal que, como su nombre lo indica, albergaba a los obispos que llegaban a Santa Fe de Bogotá. Los planos arquitectónicos fueron realizados por Bartolomé Monroy Álvarez y en las crónicas la describen como una “casa austera y sólida que, como pocas en la ciudad, contaba con una chimenea”. Al costado, se construyó la Casa de la Moneda de donde vino el nombre de la Calle de la Moneda, la que hoy conocemos, numéricamente como calle 12.
Durante el siglo XIX esta casa fue centro de actos violentos. En una asonada conservadora en 1862 fue parcialmente incendiada y en el siglo XX también lo fue en la revuelta popular el 9 de abril de 1948, día que ocurrió el Bogotazo.
En 1955, el Banco de la República compró el terreno y reconstruyó el Palacio gracias a documentos y fotos de la casa original. Una vez terminado, fue alquilado a la Corte Suprema de Justicia hasta que en 1976 se convirtió en la Hemeroteca Nacional, Luis López de Mesa. Tras la destrucción del Palacio de Justicia en 1985 por la toma del M-19, el edificio volvió a ser la sede de la Corte Suprema hasta 1990. Fecha en que la Subgerencia Cultural del Banco de la República comenzó a realizar sus exposiciones temporales de Artes Plásticas.
En 1995 y en vista del crecimiento y la importancia de la Colección de arte, el Banco de la República comenzó una nueva adecuación de espacios para exhibir sus obras. Para mí, esa casa parecía un tren con largos espacios de exhibición, pero ese fue el lugar seleccionado.
Se pidieron los planos y comenzaron los nuevos planes en donde Fernando Botero tenía carta abierta para su adecuación. Empezamos a pensar. Sophia y el maestro discutían todas y las mil posibilidades de cambios y en verdad, el lugar cambió rotundamente.
Posdata. El 6 de septiembre pasado recibí del maestro su último e-mail: Te llame “Matrona” para no decirte “partera” que es la palabra que se usa cuando alguien ayuda a que nazca algo… y fue lo que tu hiciste en el momento del nacimiento del Museo.
Abrazos,
Fernando
Versión actualizada 23 de septiembre 2023