No pude disimular mi frustración ni mi enojo cuando me di cuenta de que los políticos se habían tomado la marcha por la vida en mi ciudad. Quienes asistimos terminamos apretujados bajo una sombra, escuchando, por un lado, la vacua perorata burocráticamente libreteada de la administración distrital, quien además se atribuyó la organización del evento, y, por el otro lado, los pitos y los gritos de los seguidores de los precandidatos que preandan prehaciendo precampañas.
Al rato comencé a recibir noticias de lo mismo desde otros lugares. Poco ciudadano, mucho logo.
Los dardos envenenados lograron su efecto, y el insidioso debilitamiento de la manifestación ante la opinión pública la hizo presa fácil de la lógica politiquera. Al menos, esa fue mi lectura desde acá.
Pero quizás haya algo más de fondo minando la apropiación ciudadana de la consigna de la vida es sagrada.
Uno puede preguntarse, ¿por qué promover el respeto por la vida desde el discurso de lo sagrado? ¿Por qué pensamos que nuestra gente solo siente respeto por aquello que es sagrado, o por qué pensamos que lo sagrado merece un respeto dogmático incuestionable?
Me atrevo a pensar que enmarcar, envolver el respeto por la vida en un manto sagrado, puede estar suscitando efectos no necesariamente coincidentes con el deseado, que es su aceptación y adopción como una norma de comportamiento. Quizás la gente se pregunta, ¿si la vida es sagrada, por qué unas parecen valer menos que otras? ¿Es sagrada la vida de quien amenaza o ha violentado la mía? ¿Si la vida es sagrada, cómo justificar la decisión de un aborto perfectamente racional o de una eutanasia liberadora? ¿Si la vida es sagrada, por qué estoy comiéndome esta hamburguesa?
Hay ocasiones en las que me encuentro a mí mismo reflexionando sobre si la vida es sagrada, mientras que pasan por mi mente las vívidas —gracias a Saramago— imágenes de los inocentes, los niños, de Sodoma y Gomorra, incinerados bajo un cielo de fuego que se les descarga con un designio tan inclemente como el que descarga un diluvio universal, indiscriminado e intencionalmente letal.
También pasan por mi mente los escapularios y la virgen de los sicarios, así como la plegaria tatuada en el brazo del asesino de los niños del Caquetá.
Cuando promovemos el respeto a la vida desde lo sagrado, abdicamos inmediatamente de la responsabilidad implicada en el esfuerzo y la dificultad de promover el respeto a la vida desde la razón. ¿Por qué razón o razones es imperativo respetar y defender la vida? Esta es una reflexión que, por el hecho de que sea mucho más compleja que la infusión de un dogma, no podemos negarnos ni evadir como ciudadanía.
Existen respuestas de diversa índole. Hay que respetar y proteger la vida de todos porque eso es lo que cada uno debería esperar racionalmente para sí mismo por parte de los demás. Hay que respetar y defender la vida, porque es la vida de un ser consciente, que siente emociones y dolor, que puede hacer planes a futuro. Hay que hacer todo lo posible para evitar el sufrimiento. Y, por supuesto, hay una gran diversidad de grados de consciencia, percepción, capacidad de proyectarse hacia el futuro y de sufrir.
Preguntarnos sobre qué bases racionales y dentro de qué parámetros y de acuerdo con qué valores vamos a respetar, proteger y defender qué tipos de vidas y en qué circunstancias es, precisamente, la conversación, larga, difícil y racional, que debemos comenzar a tener si queremos llevar a cabo un verdadero proceso de construcción de paz. Más allá de todo acuerdo entre unas partes en conflicto, por más importante y trascendental —¡ineludible!— que este sea, hay que llegar a un acuerdo social sobre lo que todos y cada uno de nosotros se va a comprometer a valorar activa y conscientemente.
El camino que conduce a la paz de los corazones y los días pasa por la valoración y el esfuerzo de la razón pública, no busquemos atajos.