Era común verlos en los buses viejos, de asientos metálicos y pintura desgastada, las personas ya no se inmutaban por su presencia pero siempre había alguno que se molestara, aunque no lo expresaba. Traían consigo dulces, artesanías, remedios y, en la mayoría de veces, una trágica historia que acongojaba a los pasajeros obligándolos a ofrecer unas cuantas monedas para remediar su culpa.
Todos pensaron que terminaría aquella forma de trabajo cuando llegó (4 de diciembre del 2000) el Trasmilenio a Bogotá, un trasporte libre de vendedores ambulantes. Al comienzo fue así, las semanas pasaban y no había presencia de alguna figura trágica que recordase la realidad del país. Sin aviso se oyeron los primeros “buenos días, disculpe si les incomodo…” Inicialmente no sumaban más de una docena, luego de varios años empezaron a ocupar un espacio en cada ruta hasta convertirse en una cuestión incontrolable para las autoridades.
La administración del servicio y la policía nacional alegan que no pueden hacer nada porque así lo establece el artículo 25 de la Constitución Nacional: “El trabajo es un derecho y una obligación social y goza, en todas sus modalidades, de la especial protección del Estado. Toda persona tiene derecho a un trabajo en condiciones dignas y justas. Bien pueden saberlo ellos, aquellos, él, ella, ese de ahí, ese de allá, sin embargo no existe una conciencia de tal ley… «Lo importante es su existencia y lo demás para qué».
El tema ha llegado hasta los medios de información; de vez en cuando entrevistan a uno que otro usuario denunciando el problema de los vendedores, también lo hacen con los policías encargados, quienes tienen como respuesta: “hacemos lo que podemos”, y muy escasamente aparece algún alto funcionario para ofrecer explicaciones, que finalmente lo hacen (tampoco seamos tan desconsiderados) pero cada intervención parece ya un libreto bien aprendido.
A quién se puede culpar si todo se le atribuye al desempleo, y pese a que las estadísticas tienden a bajar anualmente (el DANE informó que hubo una de reducción de 0,5 puntos para el 2014 en comparación con el año anterior), cada vez más son la personas que optan por los trabajos informales. Quizá sea cierto cuando alegan que no hay oportunidades o, por el contrario la razón la tengan quienes los acusan de perezosos, flojos, holgazanes, ‘dormidos’; términos que se ponen en juicio al ver una mujer de edad avanzada vendiendo “un dulce por doscientos pesos o tres en quinientos”.
Eso no es todo, cada vez más se relacionan a los vendedores ambulantes con la inseguridad en las estaciones y articulados. Ahora los usuarios viven pensado que los productos sean una cortina para un próximo robo: un titular de prensa, cifras de pérdidas materiales y ellos como protagonistas. No se les puede culpar su actitud porque los números (a finales del 2014 la policía informó que se tenían registrados un aproximados de 400 hurtos) son de apoca ayuda para refutar sus perspectivas.
Son distintas las medidas que se han implementado para dar cese a esta manera de trabajo; una tras otras terminan siendo ineficaces, como los pendones al costado de las estaciones: fondos negros, letras chispeantes y un mensaje directo, sin titubeos: “no financie las ventas ambulantes, usted hace parte de la solución”. Hay que felicitar a los publicitas, buena trabajo, por cierto, pero les falto considerar el eterno espíritu de solidaridad que acompaña a las personas, y por más publicidad difundida eso está lejano de cambiar.
Luego de tanto dinero invertido –que así debe ser- en campañas, es hora de hacer un retroceso, buscar la raíz de problema y desde allí formular una verdadera ‘solución’; no solo para los usuarios del servicio, sino también para la mujer de ojos cansados, sueños rotos e hijos que alimentar.
@Cristian_Jz
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