En Medellín y algunos municipios del oriente antioqueño, se han adoptado algunas normas para disminuir la contaminación de CO2 proveniente de vehículos e industria, que, por la asfixiante realidad que vivimos, son insuficientes, según voces de la ciudadanía, de los colectivos ambientales y de expertos en estos temas. Frente a la contaminación acústica o sonora, son nulos los controles.
El ruido se incrementa en un completo desorden urbano que afecta a comunidades de barrios enteros y a los residentes que son desplazados por la degradación que provoca la toma de andenes y espacios públicos y la contaminación particulada y auditiva de zonas céntricas del Área Metropolitana de Medellín y municipios del oriente cercano como Rionegro, La Ceja, Carmen de Viboral, y también en Guatapé y en El Peñol (donde aplaudimos que exista una política pública dentro del PBOT que busca la “descontaminación del ruido”).
Subió el índice de trashumancia y desplazamiento interurbano por estos motivos, no obstante, son muy tibias o escasas las decisiones en torno a este grave flagelo. Existen normas de policía para controlar el ruido, la bulla, el escándalo y la perniciosa manía de pitar a toda hora bajo cualquier excusa.
Se desbordó esta problemática hasta niveles pandémicos. La vulneración colectiva e individual de derechos fundamentales en este campo es tan abrumadora y creciente que la policía escasamente acude en auxilio de una o dos de cientos de llamadas diarias de la comunidad afectada.
Lo que era una excepción, se convirtió en regla y las administraciones públicas, impasibles. En este asunto no opera la flagrancia simplemente porque la autoridad no se inmuta y no le hace caso a los denunciantes que, cuando lo hacen, son insultados y amenazados.
La pandemia ha magnificado las perturbaciones auditivas de fuentes sonoras como megáfonos, equipos de sonido, parlantes externos, cornetas, bocinas. La estridente “pitomanía” en que incurre buena parte de conductores de motos, autos y buses que se mantienen pegados del pito y de las alarmas sin control, es tan desesperante como innecesaria e inmotivada en casi todos los casos.
Existen en las normas colombianas solo dos circunstancias en que es permitido y aconsejable pitar: en caso de emergencia por el transporte de pacientes y para prevenir un accidente.
La ansiedad de tocar el pito sin respeto por la gente y el medio ambiente, se suma a la intensidad y mala calidad de las alarmas que se disparan hasta con el ladrido de un perro y a causa de las motos sin silenciador, otra perjudicial manía.
Con la pandemia, la comunidad ha comenzado a apreciar el silencio y la tranquilidad sobre todo en horas nocturnas, de estudio y de trabajo; sin embargo, como paradoja, se ha disparado el ruido vehicular en forma desmesurada y se ha desbordado el masivo empleo de altoparlantes ambulantes para anunciar bagatelas, frutas o alimentos, hasta el punto de llegarse a contar el paso cada cinco minutos de uno o más vendedores ambulantes con los equipos a todo volumen, entre las 7 de la mañana hasta bien entrada la noche y todos los días de la semana. Es otra insoportable pandemia que debe controlarse con eficacia y alternativas ocupacionales dignas y no ruidosas.
El mal hábito de usar la bocina del carro y de la moto para acosar a otros conductores, intimidar peatones o abrirse paso a la ‘brava’ en el tráfico, para saludar y hasta para llamarle la atención a una mujer (acoso sonoro), resulta insoportable, dañino, anticívico e ilegal.
Cabe señalar que el Artículo 104 del Código Nacional de Transito (Ley 769 de 2002) prohíbe de manera expresa el uso del pito en situaciones diferentes a la de una emergencia o accidente inminente.
¿Dónde queda la función social y ambiental de la propiedad mueble e inmueble de modo que nos abstengamos a conciencia tanto propietarios como tenedores e inquilinos de incurrir en las perniciosas prácticas de producir ruido, bulla y algarabía sin necesidad, malogrando el ambiente sano, la salud física y mental de las personas y la convivencia ciudadana?
Ojalá salga airoso el proyecto de ley contra el ruido que se discute en el Congreso de la República, tenga suficientes dientes legales para evitar, controlar y disminuir tanto ruido innecesario en Colombia y no sea un canto más a la bandera, como solemos decir los paisas de tantas normas no ejecutadas.