La escena fue breve. Eran las once de la mañana del 22 de febrero. Hangar de la Marina, aeropuerto de Ciudad de México. A un lado de la mesa un hombre de bigote triangular. Tenía una magulladura en la frente y la mirada vacía. No iba esposado. Enfrente, Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal, el policía número uno de México. Era el único agente en la habitación con la cara descubierta. Después de 13 años de fuga, lo tenía frente a él. El cazador ante su presa. El interrogatorio para confirmar su identidad era puro formalismo. Toda la cúpula policial sabía quién era aquel tipo entrado en carnes y de habla tosca.
—¿Cómo te llamas?
—Joaquín Guzmán Loera.
—¿No eres Archivaldo?
—Sí, Joaquín Archivaldo Guzmán Loera.
El Chapo, el líder del cártel de Sinaloa, el narcotraficante más buscado del planeta, el señor de los infiernos de México, hablaba con tono comedido. Cuando después le sometieron a la prueba caligráfica y le hicieron cumplimentar un formulario básico, escribió su nombre con la torpeza de un niño pequeño. Un Archivaldo tembloroso y humillado. El recuerdo de una infancia en las perdidas estribaciones de la Sierra Madre Occidental. "En su pueblo, no pasó de segundo de primaria, el resto lo aprendió en la cárcel", explica Zerón.
Ha transcurrido un año desde la detención de El Chapo. El director de la Agencia de Investigación Criminal se ha tenido que enfrentar a otros casos, algunos tan espinosos como la tragedia de Iguala. Visto de cerca, parece un hombre tranquilo. Tiene 52 años. No eleva la voz ni se le ven gestos bruscos. Luce un aire de funcionario que acrecienta su impoluta camisa blanca con gemelos azules. Al rememorar para este diario el operativo que condujo hasta El Chapo, traza un mapa de círculos concéntricos: detenciones, casas de seguridad, teléfonos intervenidos.|
Una cartografía que, a partir de la información de un enemigo del narco, se fue cerrando durante meses hasta culminar aquel 22 de febrero en el departamento 401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en Sinaloa. Cuando los comandos de la Marina irrumpieron en el apartamento hotelero, El Chapo buscó refugio en el baño. En una habitación dejó a su esposa, y en otra a sus hijas gemelas de dos años, con la cocinera y la cuidadora. Eran las 6.50. Junto a una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa desperdigada, había caído el delincuente del siglo.
Cuatro horas después, estaba frente a uno de los cerebros de su captura. Vestía unos vaqueros negros sin cinturón y una camisa pistacho clara. "Es más fantasía que realidad lo que dicen de mí", dijo. El Chapo iba tomando confianza. Pidió crema para las manos y un agua Perrier. Se la bebió de un trago. Zerón le preguntó por la magulladura. Pensó, como muchos, que era fruto de la detención. El narco lo negó. Era consecuencia de su huida de una casa de seguridad de Culiacán, la capital de Sinaloa, desde donde gobernaba su imperio. Allí, cinco días antes, habían estado a punto de capturarle. Le salvó la puerta de blindaje hidráulico que le dio unos minutos de oro. Pudo poner en marcha el mecanismo de fuga, levantar la bañera y huir por un pasadizo metálico que desembocaba en las alcantarillas. Siete casas estaban comunicadas por esta red subterránea. En esos túneles, cargando una mochila con un lanzacohetes y dos cargas, resbaló y se hizo la herida en la frente. Fuera le esperaba su escolta, el legendario teniente desertor Alejandro Aponte Gómez, El Bravo.
Este incidente le hizo sospechar de todos. Decidió romper su círculo de seguridad. Uno tras otro, fueron cayendo sus hombres más próximos. La Marina, los servicios de inteligencia, los agentes de Zerón le pisaban los talones. Consciente de ello, le confesó a Zerón, había decidido huir a los cerros de Sinaloa donde era dueño y señor de vidas y haciendas. Pero antes quiso ver a su esposa, Emma Coronel, y a sus gemelas. La madeja de intervenciones telefónicas, más de 100 números, hizo el resto. El Chapo, según algunas versiones, entró en el hotel de Mazatlán en silla de ruedas, disfrazado de anciano. En brazos de los comandos de la Marina, salió medio desnudo y con el fracaso marcado en el rostro.
Zerón lo recuerda bien. En la improvisada sala del hangar, El Chapo parecía haber perdido su legendario carisma. Se movía con lentitud, preguntaba por su familia, a su captor le llamaba licenciado. "Con la detención se le vino encima toda su historia. Trece años corriendo, desde que se escapó del penal de Puente Grande. Se sabía perseguido, acorralado y ahora derrotado". Pero detrás del triunfalismo policial, El Chapo mantenía las alertas puestas. No aceptó sus crímenes. Tampoco delató a nadie. El superviviente de mil celadas seguía despierto.
—¿Cómo es que no llevabas pesos cuando te detuvieron?
—Yo no necesito el dinero. Lo que pedía me lo llevaban. Si un millón de pesos, traían un millón.
En el hangar la conversación con Zerón quedó interrumpida por un malestar estomacal. El hombre que hacía temblar Estados, sufrió la humillación de ir al baño acompañado por un comando de la Marina. Al salir, anduvo erguido. Todos a su alrededor, excepto Zerón, iban con la cara tapada. A nadie se le escapaba que, en México, El Chapo tiene la muerte a su servicio. Antes de irse, el narcotraficante, se acercó con ojos de ofidio a su interrogador.
—¿Me da su nombre? Es que usted me trató bien...
El Chapo voló en helicóptero al penal de alta seguridad del Altiplano. Sus hijos desataron una furibunda venganza. El Bravo acabó con seis tiros en la cabeza. Muchos amanecieron torturados y mutilados. De otros jamás se supo. Cuando en prisión le preguntaron a qué se dedicaba, El Chapo, dueño otra vez de sí mismo, respondió con naturalidad: "Soy granjero".
*Publicado originalmente en Elpais.com