La importancia del Estado en la conservación y desarrollo de una nación es un tema que no necesita ser discutido, aunque su incidencia, al menos en el tema económico, suscite todo tipo de debates, y más cuando debamos referirnos a los países que se encuentran, como en el caso de Colombia, hundidos en el subdesarrollo. Que es la condición de un país que, gracias a la alta dependencia de la economía mundial, no consolida crecimientos importantes que le permitan forjar un desarrollo autónomo.
Si bien el padre de la economía, Adam Smith, imbuido en especial por un sentido moral para interpretar las acciones de los seres humanos, creyó procedente que aquellas no se vieran interferidas por las actividades propias del Estado, un ente enteramente diferente acordado para que defendiera a la sociedad contra terceros, ejerciera justicia para bienestar de sus propios miembros y ejecutara obras y manejara instituciones públicas que no adelantarían los individuos por no ser rentables.
Sin embargo, cuando consideró que en materias económicas el sentido seráfico de sus congéneres daría paso a uno menos empático -que debió reconocer en toda su malignidad al ser espectador crítico de su actuar diario- recurrió, imbuido por el espíritu científico en boga, a una ley natural, la del mercado, que terminaría finalmente, según el padre de la economía, por enderezar las cargas.
Que, como toda ley construida tras experimentos de laboratorio y válida solo en sistemas afines, y por supuesto aislada de la compleja realidad económica a la que se iba a aplicar, termina adquiriendo la calidad de dogma o mito a favor precisamente de quien lo maneje. Y lesionando, sin que se pueda decir ni mu ante los resultados consecuentemente adversos, a las contrapartes siempre débiles dentro de la creencia elevada a la magnificencia.
Este y otros principios de parecido tenor como que las riquezas naturales de los pueblos no industrializados carecían del valor que sí tenían los productos provenientes de las factorías de los países avanzados, y el objetivo que se les impuso a los primeros –imposible históricamente de alcanzar- de que su realización económica consistía en alcanzar el estado de industrialización de los segundos, avalaron el crecimiento inequitativo, discontinuo, enredado e ineficaz que, no sin el concurso apático de quienes lo adelantaron, nos dejó el atraso eterno o subdesarrollo que sufren con nosotros todos los países latinoamericanos.
Por eso no parece posible lo que sugiere Mariana Mazzucato de un posible reencuache del Estado en estos territorios para intentar impulsar por su cuenta sectores importantes de sus economías, dado que la inversión privada tanto extranjera como nacional no muestra interés alguno en impulsar sectores nuevos como los llamados a remplazar energías tradicionales con efectos nefastos para el calentamiento del planeta.
Lejos estamos de que en Colombia surgiera, luego de esfuerzos estatales anteriores por avanzar en algunos campos, una industria privada suficientemente fuerte que liderara un sector importante de la economía sobre el que se pudiera sostener al menos un avance anual de sus exportaciones. Y no permanecer, como nos sucede a pesar del paso del tiempo, apegados a sacar nuestro petróleo o a que el café tenga buen precio para ver de financiar nuestras limitadas importaciones.
Al parecer nuestros empresarios prefirieron, antes que correr algunos riesgos como independientes, habituarse, una vez la competencia les llegara de la mano del modelo neoliberal a finales del siglo XX, a lo que se denominó asociaciones público-privadas, en las que deciden echar suertes -con inigualables ventajas- en compañía de un Estado, que para aquellos momentos de claudicación de principios había perdido su talante, y se mostraba como el más aguerrido cooperante del dogma economicista.
Y aún así, nuestros líderes empresariales jamás dejaron de despotricar del aquel como incapaz de cualquier cosa. Y entre estas, y de manera preferencial, la de adelantar empresa y crear riqueza, que según nuestros sabios economistas y tanques de pensamiento solo le son posibles a la iniciativa privada. Por supuesto desconociendo la prolija investigación y bibliografía que sostiene lo contrario, por la potísima razón de que las grandes invenciones modernas necesitan un aporte prolongado y riesgoso de capital al que no se le mide el sector privado.
Hoy, luego de cerca de 40 años de imperio del capitalismo salvaje, el Estado colombiano luce desvencijado, los bienes y empresas con que contaba fueron privatizados, y los pocos que no, deben someterse, aún en un gobierno progresista como el de Gustavo Petro, a las políticas extractivas y depredadoras del ambiente que el modelo reinante asignó a los países siempre atrasados, que -vamos a completar un siglo- denominan en vías de desarrollo.
Carece actualmente de fondos y de los instrumentos financieros que le permitirían avanzar en la consolidación de proyectos importantes en materia de defensa del medio ambiente, creación de energías no contaminantes y fomento del empleo, pues necesitaría acudir a la deuda externa cuando ya su nivel de endeudamiento es alto, y el servicio de esta se lleva buena parte de la única fuente autónoma de la que podría echar mano, que es el presupuesto.
Y la situación del resto de Latinoamérica no es diferente. Bloqueados la mayoría para conseguir crecimiento por su cuenta, su única apuesta se centra en que una bonanza exportadora minera aparezca en el horizonte para aliviar sus penas. Que en momentos en que la política y economía mundial lucen especialmente complicadas más parece estar jugándole a un milagro.
Ante la posibilidad de no crecer solo queda el hacerlo para adentro, si el camino es recurrir a los medios naturales muchas veces abandonados para, en una especie de reingeniería, sacarle los mejores resultados, y con ello lograr avances económicos si no magníficos sí suficientes para evitar los retrocesos a los que estaríamos abocados. Se habla de la agricultura incluso para exportar a un mundo necesitado de alimentos. La ganadería, la pesca, la silvicultura, algunos servicios basados en el conocimiento y videojuegos.
Apenas un intento por no retroceder que pudiera descubrirnos particularmente caminos de mayor independencia productiva, mientras todos los países latinoamericanos, se convencen -y se les está haciendo ya tarde- que solo su unidad política y el impulso de su riqueza ecológica inigualable, entre esta la función captadora de CO2 de sus bosques para detener el calentamiento terrestre, conseguirán sacarlos de su condición irredimible de países en vías de desarrollo eterno, o, mejor dicho, del inconmovible subdesarrollo.