Paramilitares, narcotraficantes y gringos
El 2 de diciembre de 1993 el famoso y poderoso capo del cártel de Medellín, Pablo Escobar, cayó acribillado a balazos en el tejado de una casa del barrio de Los Olivos. La larga cacería del hombre que condujo a este desenlace fue llevada a cabo por una unidad militar de élite, «El Bloque de Búsqueda», apoyado por los servicios secretos estadounidenses y un grupo de delincuentes –perseguidos por Pablo Escobar (Los Pepes). Estos últimos estaban comandados por los hermanos paramilitares Fidel, Vicente y Carlos Castaño; que eran financiados a su vez, por… los narcotraficantes del cártel de Cali. Hay que señalar que la composición de ese curioso grupo fue aprobada en 1989 por el presidente de Estados Unidos George Bush (padre) con el nombre en clave de «Heavy Shadow».
Al margen de esta guerra contra la cocaína, otra guerra atroz y aparentemente sin fin provocada por las desigualdades sociales sigue ensangrentando Colombia. Las guerrillas se infiltraron en los barrios populares de las grandes ciudades; a su vez los paramilitares pretendieron implantarse en Bogotá, Cali, Barrancabermeja, etc. El hasta ahora muy rural conflicto se estaba volviendo urbano.
Fue en Medellín en 1996 donde surgió el «Bloque Metro» de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) dirigido por «Doble Cero». Mucho después, en abril de 2012 un exjefe paramilitar Pablo Hernán Sierra García, alias «Alberto Guerrero», afirmó ante la justicia que las ACCU fueron creadas por los ganaderos del departamento de Antioquia, entre ellos los hermanos Santiago y Álvaro Uribe Vélez (hoy el expresidente niega ferozmente esa acusación).
En el año 2000 en Medellín, bajo las órdenes de Carlos Castaño que federó al conjunto de los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el «Bloque Metro» dejó su puesto al «Bloque Cacique Nutibara», dirigido con mano de hierro por Diego Fernández Murillo, alias «Don Berna».
La Comuna 13
Al oeste de la ciudad, apenas a diez minutos en coche del Centro Administrativo La Alpujarra, donde están la Gobernación y el Ayuntamiento, se encuentra la Comuna 13, un sector deprimido compuesto por 22 barrios legales o informales, una de las 16 comunas de Medellín de la que dependen, a su vez, cinco corregimientos. Aferrado a las laderas de una montaña escarpada, rayado de caminos, empinadas escaleras, callejones, callejuelas y rincones oscuros, este auténtico laberinto acoge a 200.000 habitantes originarios en su mayoría del Urabá antioqueño y chocoano, al norte del país. Sus habitantes, víctimas de la exclusión social, arrojados a la economía sumergida, han mostrado una gran capacidad de organización comunitaria y un firme sentido de sus reivindicaciones. Por eso, la cohabitación con las milicias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y sobre todo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el más presente en la zona, no da lugar a demasiadas fricciones.
A esos tradicionales protagonistas armados se añade, en la Comuna 13, un grupo independiente, los Comandos Armados del Pueblo (CAP), que no dependen de las FARC ni del ELN pero comparten con ellos la opinión de que hay que enfrentarse al Estado. «Esta milicia tuvo mucho éxito», se oye todavía en la actualidad, «porque estaba formada por personas del barrio, anteponía la labor política a la acción militar y se proclamaba sobre todo defensiva». «Sabiendo por otra parte», nos completan la información, «que las organizaciones comunitarias, artísticas, religiosas y otras, que manifestaban hacia ella cierta simpatía, se mantenían totalmente autónomas». Al principio esas milicias no inquietaron demasiado a las autoridades. Supliendo las carencias del Estado garantizaban la seguridad luchando contra las bandas de delincuentes, mejorando las viviendas, construyendo caminos, etc.
La situación cambió a principios de los años 2000. Medellín tenía en perspectiva importantes proyectos de desarrollo económico incompatibles con la resistencia y las vías alternativas de cualquier tipo.
En todos los barrios marginales a los que en los años 60 y 70 llegaron las familias expulsadas de los campos por la violencia o atraídas por el estallido industrial de la décima metrópoli del país, se crió una generación de adolescentes que se agruparon en bandas –las pandillas-. Fue en esas pandillas donde, en el apogeo de la guerra que libró contra el Estado, Pablo Escobar reclutó a sus sicarios. También los captaron los paramilitares, quienes, desde su intrusión, establecieron un control territorial, militar, económico y social absoluto sobre la ciudad. Excepto en la Comuna 13, que solo ocupaban parcialmente. El ejército de los CAP y de los guerrilleros de las FARC y el ELN, así como la resistencia civil de las organizaciones comunitarias se lo impidieron. Sin embargo e independientemente de la «lucha antisubversiva», los paracos codiciaban especialmente ese territorio: un corredor montañoso estratégico, une el suroeste del departamento de Antioquia y el mar, en el golfo de Urabá, una configuración muy interesante para el tráfico de armas o la exportación de cocaína…
Pacificaciones: Operación Mariscal y Operación Orión
El 29 de mayo de 2002, con el pretexto de pacificar la zona, una primera operación militar –la Operación Mariscal- reunió 900 hombres de la fuerza pública y se saldó con la muerte de nueve civiles (entre ellos cuatro niños), 37 heridos y 50 detenciones arbitrarias. La intrusión, sin embargo, sólo duró unas horas: la población salió con banderas blancas y al mismo tiempo la presencia de la prensa y de organizaciones de defensa de los derechos humanos ejercieron tal presión que el ejército tuvo que detener su intervención.
Elegido el 26 de mayo, Uribe asumió sus funciones en la Casa de Nariño el 7 de agosto. Inmediatamente ordenó «retomar» la Comuna 13 –una forma de inaugurar su dura política de «seguridad democrática»-. Tras una breve operación «Antorcha» (el 15 de agosto), la operación «Orión» lanzó sobre el barrio, el 16 de octubre, cinco batallones de la IV Brigada, el Grupo de Fuerzas Especiales Urbanas (FUDRA), el batallón contraguerrillero del ejército, efectivos de la policía metropolitana y de la policía de Antioquia, con el apoyo del Departamento Administrativo de Seguridad (la policía política, DAS). Más de 3.000 hombres lanzados en una operación de guerra total contra… la población.
En efecto, aunque en las primeras horas las milicias combatieron la envergadura de la ofensiva las obligó a replegarse. Eso no impidió que los helicópteros continuasen acribillando los tejados de las casas, las tanquetas (blindados ligeros) siguieron disparando de forma indiscriminada empujando a las calles una avalancha de habitantes desesperados. Durante cinco días de «pacificación», vestidos de camuflaje, la cara cubierta con pasamontañas negros, los «informadores» -entre ellos un tal Carlos Pesebre que lo confesaría- guiaron a los agentes de la fuerza pública que registraron las casas. Al final de los registros, que se llevaron a cabo sin órdenes judiciales, se contaron 355 detenciones arbitrarias a las que se añadieron, según el balance oficial, 39 civiles heridos, siete desaparecidos y tres policías muertos.
La primera fase de la operación duró hasta el 20 de octubre. La Comuna estaba completamente aislada. Nadie tenía autorización para salir o entrar, únicamente la versión de la fuerza pública se filtró a los medios, «se trata de una operación militar legítima que, al perseguir a los grupos ilegales, ha devuelto la paz a la Comuna».
Zona de guerra y crímenes de Estado y cadáveres en la basura
Una segunda fase podía comenzar: en la Comuna 13 sólo permanecían los efectivos del ejército, de la policía y… los paramilitares del «Bloque Cacique Nutibara» que ocupaban totalmente el territorio, lo que no habían podido hacer hasta ese momento. Desde entonces en esa zona, presentada como un «laboratorio de paz», es raro no encontrar cadáveres en las calles. Así fue, recurriendo a la práctica de las «desapariciones forzosas», como los paracos establecieron su control social en la Comuna hasta finales de 2003. «Denunciamos eso desde el principio», recuerda la abogada Adriana Arboleda, miembro de la Corporación Jurídica Libertad, «nadie nos creía, nadie nos escuchó. Nos acusaban de ser el brazo jurídico de la guerrilla».
Diez años después sabemos un poco más sobre lo que deberíamos llamar un crimen de Estado. Los supervivientes, los familiares de las víctimas e incluso los exparamilitares han afirmado que muchos «desaparecidos» fueron enterrados en un lugar llamado «La Escombrera». Un vertedero 50% público y 50% privado que se extiende por 15 hectáreas en la zona alta de la Comuna 13, en el límite del barrio El Salao y con el municipio San Cristóbal. «Como Corporación Jurídica», continúa Adriana Arboleda, «hemos registrado 92 desapariciones. Nunca hubo tantas en una zona urbana en tan poco tiempo. Pero la cifra real es mucho más espantosa…»
En diciembre de 2002, dos meses después de la operación «Orión», por iniciativa del presidente Uribe se firmó el pacto de Ralito, primera etapa de la vuelta a la vida civil de los paramilitares que culminaría en julio de 2005 con la controvertida ley Justicia y Paz que les garantizaba una impunidad casi total. El primer grupo desmovilizado, el 25 de noviembre de 2003, incluso antes de la aprobación de la ley, fue precisamente el «Bloque Cacique Nutibara». Convertido en la época en el principal narcotraficante de la capital antioqueña, donde controlaba también otras actividades delictivas como secuestros y extorsiones, «Don Berna» fue extraditado en 2008 a Estados Unidos por narcotráfico. Allí afirmó que los cadáveres de 300 víctimas, repartidos en un centenar de fosas comunes, se hallaban en «La Escombrera». También precisó que la operación «Orión» fue planificada y coordinada conjuntamente por los paramilitares y los miembros de la IV Brigada que mandaba entonces el general Mario Montoya –nombrado después comandante en jefe del ejército colombiano por Uribe-. El general Montoya dimitió en noviembre de 2008, cuando estalló el escándalo de los «falsos positivos» de civiles asesinados por los militares y presentados como guerrilleros muertos en combate.
Ese pasado resurgió a finales de 2009 cuando, bajo presión de las familias de las víctimas y de las ONG que las apoyan, la alcaldía de Medellín firmó dos acuerdos –uno con antropólogos peruanos, guatemaltecos y argentinos y otro con la universidad de Antioquia- para tratar de esclarecer los hechos. Encargados de determinar la viabilidad de posibles exhumaciones, los antropólogos extranjeros, tras considerarlas imposibles, arrojaron la toalla rápidamente. «En efecto, en este tipo de procesos hay que saber cuántas personas se buscan, cómo se llaman y si es posible de dónde son», explica Andrea Romero en los locales de la sección antioqueña del Movimiento Nacional de las Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE). «En este caso concreto, a falta de una investigación preliminar, no existían esas informaciones y se corría el riesgo de encontrarse con un montón de cadáveres imposibles de identificar que llevaría finalmente a una segunda desaparición».
Numerosos exparamilitares afirmaron que poseían esas informaciones. Pero se niegan a darlas. El «Bloque Cacique Nutibara» se desmovilizó antes de la ratificación de la ley Justicia y Paz, sus miembros no se beneficiaron de las garantías de impunidad de esa ley y por lo tanto corren el riesgo, si hablan, de ser perseguidos por la justicia.
Desde 2010 todo sigue igual. Escandalizadas por semejante inmovilidad, las víctimas y las ONG exigen imperiosamente el cierre inmediato de «La Escombrera». En ese vertedero de basura, de un espesor de 70 metros, todos los días se vierten más desechos, entre ellos numerosos productos químicos que pueden modificar los resultados de las potenciales investigaciones futuras cuya posibilidad se aleja cada día un poco más…
Aquí no pasó nada
Edificios nuevos, geométricos, lujosas construcciones de vidrio y metal iluminadas por una profusión de carteles publicitarios… A finales de 2012 Medellín va bien. El ramillete habitual de políticos, con sus fórmulas prefabricadas, venden la ciudad como una metrópoli dinámica, un centro de negocios en la vanguardia del progreso, llena de turistas que pasean por la plaza Botero. Las tristes épocas del «cártel» y los paracos habrían pasado definitivamente.
En 2005 los paramilitares abandonaron la Comuna 13 en sus vehículos para desmovilizarse. Unos días después volvieron en los mismos vehículos, vestidos de civiles, para seguir controlando el barrio. Toda la ciudad ha vivido el mismo fenómeno –lo mismo que numerosas regiones del país donde ya actúan, con los mismos modos operativos que en el pasado, las «bandas criminales emergentes» (BACRIM)-. En el corazón de Medellín, en las calles peatonales, centros comerciales y espacios públicos, pululan guardias uniformados de compañías privadas de seguridad: la mayoría son paramilitares «reinsertados».
Cuando se extraditó a «Don Berna», en 2008, las compañías de transporte de algunos barrios organizaron un paro laboral inmovilizando sus autobuses –con el beneplácito de la alcaldía-. Y las violaciones de los derechos humanos continúan, «Ciertamente se puede observar que hubo una disminución de las agresiones entre 2004 y 2006: los paras querían legitimarse, demostrar que hacían bajar los índices de criminalidad», que volvieron a dispararse a partir de 2009. En parte también porque los lobos se devoran entre ellos.
Con «Don Berna» fuera del circuito su estructura mafiosa, la Oficina de Envigado, surgida en su origen de la red de sicarios creada por Pablo Escobar en la década de 1980, se ha disparado. Algunos miembros formaron un grupo nuevo –los Paisas-. Desde 2011 otra banda, los Urabeños, les disputan los barrios ofreciendo a cada jefe de pandilla, para comprar su lealtad, 35 millones de pesos (15.000 euros) y un arsenal raramente inferior a seis fusiles de asalto. El jefe de los Urabeños, Carlos Pesebre, uno de los principales informadores del ejército en la operación «Orión» ya tiene varios combos, o bandas criminales, a su servicio. En los períodos de tensión vinculados al reparto de las zonas todas esas personas se matan entre ellas hasta que se vuelve a establecer un clima de paz tensa. Medellín ha lamentado 2.186 homicidios en 2009; 1.651 en 2011; 1.064 en 2012 (de enero a finales de octubre).
Esas luchas de influencia responden a intereses muy concretos: control del tráfico y menudeo de droga, de la prostitución, de la explotación sexual de menores, de las extorsiones y del pequeño comercio –en muchos barrios, los combos llegan incluso a los negocios de arepas, huevos, pollo y leche, imponiendo a las tiendas sus propias mercancías y prohibiéndoles la venta de otros productos.
Sin embargo, aunque las dinámicas de esas estructuras paramilitares no son las mismas de hace diez años, una constante permanece: siguen amenazando abiertamente a las organizaciones comunitarias o culturales, a los comités de acción comunal, a los militantes y dirigentes sociales. ¿Con total impunidad? Quizá total no. Los combos han conseguido tanto poder que no respetan a la fuerza pública y no dudan en asesinar policías. En cambio el 8 de agosto de 2012 capturaron a Erickson Vargas Cardona, alias «Sebastián», último jefe conocido de la Oficina de Envigado. Es obvio que no se persigue a esos paramilitares como a los grupos guerrilleros. «Y hay que señalar que detrás de esos actores criminales están personas que tienen tanto poder –empresarios, políticos u hombres de negocios- que a pesar de las detenciones las estructuras no se desestabilizan».
Se observan, en efecto, dos fenómenos curiosos. Con sus centros comerciales, sus teatros, sus museos, su metro y sus complejos para convenciones, Medellín se enorgullece de haber acogido la Asamblea General de la organización de Estados Americanos (OEA) en 2008; la del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en 2009; los Juegos Deportivos Sudamericanos en 2010; y quiere seguir siendo una metrópoli acogedora en la misma línea. «¡Durante esos períodos no hay un solo asesinato! ¿Cómo se explica esto? ¡Ningún enfrentamiento! Al día siguiente la violencia reaparece en todas las esquinas…». Algunos apuntan una respuesta: dando pruebas de una complacencia demostrada, el gobierno no duda en pactar secretamente con las estructuras criminales a cambio del control social de los barrios. «Además de que ciertos sectores del conglomerado económico antioqueño, propietarios del comercio e incluso de la ciudad, no tienen ningún interés en atacar la economía sumergida: es en sus bancos donde aterriza…».
Mientras en La Habana el gobierno y las FARC intentaban negociar el final del conflicto armado, en la propia Colombia el movimiento social resurgió con fuerza desde 2010, y sobre todo desde que el 23 de abril de 2012 la Marcha Patriótica (MP), una formación creada recientemente, reunió a 80.000 personas en la plaza de Bolívar, en Bogotá. Reclamando la paz «con justicia social» y reformas estructurales, empezando por la reforma agraria, tuvo un resultado todavía mejor el 12 de octubre en una manifestación nacional que reunió a 350.000 «indignados en la calle». No hubo que esperar mucho tiempo para que, ampliamente repetidos por los medios de comunicación, el ministro de Defensa, el general Juan Carlos Pinzón, y el presidente de la Federación Colombiana de Ganaderos (FEDEGAN), José Félix Lafaurie, acusaran a la MP de estar financiada por los «terroristas» de las FARC. En un país donde la oposición, siempre pacífica, ha sido masacrada sistemáticamente, esas declaraciones provocan grandes dolores de cabeza.
En Medellín, en la Comuna 13, la situación se considera crítica. La guerra silenciosa de la mafia y sus bandas continúa. Porque a través de su acción cultural escapaba del orden paramilitar, el joven cantante de rap Elider Varela, «El Duke», fue asesinado el pasado 30 de octubre. El 9 de noviembre Robert Steven Barrera, de 17 años, miembro del grupo rapero «Alto Rango», sufrió la misma suerte. Un centenar de jóvenes pertenecientes a «Son Batá» y a la red de hip hop la Elite están amenazados. En el centro de la ciudad un militante de la Marcha Patriótica no puede contener una mueca: «Estamos en un país, una ciudad donde todos los días vemos hechos aterradores. Ya no matan a toda la comunidad, asesinan a una persona y con eso todo el mundo sabe lo que le puede pasar. El miedo reprime los sentimientos y las acciones, restringe la militancia política abierta. La lucha por el cambio continúa siendo peligrosa».