El mayor asesino en serie de toda la historia es colombiano. Se llama Pedro Alonso López y tiene 74 años. En el 2005 encontraron un cuerpo con sus huellas dactilares en un lote abandonado en Tabio. Creyeron que era él pero no se pudo confirmar. Hace poco dicen que lo vieron por el Líbano y el Espinal. Todas las niñas las guardaron en sus casas temiendo ser miradas por el mal. Porque si alguna vez el mal se encarnó en un cuerpo humano este se afincó en el de Pedro Alonso López.
A mediados de los setenta, después de cinco años dejando una estela de muerte en Colombia, Perú y Ecuador, lo agarraron en Ambato. Los detectives que lo seguían no podían creer el nivel de cinismo, de maldad. Cuando describía la manera en la que escogía a sus víctimas, niñas entre 8 y 12 años abandonadas en la calle, lo hacía con una sonrisa en la cara, un rictus que se ahondaba más cuando daba detalles de cómo las mataba. Después de violarlas salvajemente las ahorcaba. En el libro Los monstruos en Colombia si existen del investigador Esteban Cruz Niño, se dan detalles de cómo las tomaba del cuello, las apretaba e iba viendo cómo, en los ojos de sus víctimas, se les iba apagando la luz de la vida. Después del éxtasis vivido se quedaba dormido durante horas al lado de las muñequitas. Porque así las llamaba el monstruo, como si fueran objetos a los que él tenía derecho a violar, asfixiar y enterrar.
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Mataba en la calle, a cualquier hora. Y nadie hacía nada. Como si esas niñas no importaran
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Lo agarraron en Ecuador, en Ambato, en donde ya no esperaba dos semanas, como acostumbró a hacerlo en Colombia y Perú, teniendo cierto método, sino que su adicción se desembocó de manera autodestructiva. Mataba en la calle, a cualquier hora. Y nadie hacía nada. Como si esas niñas no importaran, como si fueran basura que tendría que ser arrastrada por las cañerías después de un aguacero. A través de descampados llevó a la policía a los escarpados lugares donde enterraba a sus muñequitas. Disfrutaba de la exposición mediática, de los periodistas que querían hacer crónicas sobre él. Entonces les habló de su mamá, Belinda, quien, después de que un padre abusivo los abandonara, se prostituía en su propia casa, a la vista de todos sus hermanos. Se escapó de casa de niño, se hizo gamín en Bogotá, y la primera muñequita la mató frente al salto del Tequendama.
En Ecuador le dieron 10 años de cárcel a pesar de que en Ambato se comprobaron 80 de sus muertos y que él afirmaba que su hambre no se agotaba con nada y que había decenas de cuerpos regados en Perú y Colombia. A principios de los ochenta fue extraditado a Colombia. En La Picota estuvo hasta 1998, comportándose con los modales de un caballero cada vez que un medio internacional iba a visitarlo. Sobrevivió a innumerables ataques de presos que querían hacerle pagar los crímenes al mismísimo demonio. Se hizo adicto al bazuco y a la marihuana. En la cárcel no mató a nadie por la sencilla razón de que sus objetos de deseo, las niñas, estaban lejos de esos muros. En 1998 se lo llevan a un instituto mental y lo sueltan dos años después, cuando tenía 52 años, en plenitud de facultades y fuerza, argumentando que era un hombre sano, que se había curado.
Lo que se supo de él sólo pertenece a la especulación. Lo que sí es fáctico es que regresó al Espinal, a la casa de su mamá, a pedirle dizque la herencia, a amenazarla con patearla si no le daban lo que querían. Y Belinda le dio unos cuantos billetes arrugados y tuvo que contentarse con eso. En el 2005 encontraron su cuerpo en un potrero pero era tan profunda la leyenda que lo perseguía que ni así creyeron que había muerto y hoy, cada vez que desaparece una niña, los ojos fríos del Monstruo de los Andes, parece que nos estuvieran mirando hasta sofocarnos.