No salimos del asombro; una violencia sin cuartel que no solo acaba físicamente a las personas, las familias, sino que las fulmina, somete su intelecto a la cultura de la guerra; eso sí auspiciada por algunos señores de la muerte, cuya enseña es el negocio y, la sangre, su diversión; pero miren: no superada la visión necrótica de la sociedad, nos vemos abocados a la muerte, a la desgraciada muerte de niños y niñas en Colombia; sí señoras y señores. Obvio, no estamos hablando de una película en donde como telón, odio y corrupción ponen a los menores en riesgo y peligro de vida: ¡No! Es la realidad que salpica, que impone la cultura de la muerte. Qué pesar. Eso sí, entre otros horrores, produce terror, carcome, envilece el pensamiento.
¿Cuántos niños han muerto por el conflicto armado? Volvamos al clásico, ya citado —Camus[1]—: ‘(...) un hombre muerto solamente tiene peso cuando se le ha visto muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. (…) habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento humano. Pero, naturalmente, esto es imposible de realizar y, además, ¿quién conoce diez mil caras? (...)’; hombres, mujeres, humana condición, sinnúmero, sin nombre, sin época; pero allí están; estremecedor: se los llevó el conflicto, sin preguntar, sin que se opusieran, sin poder hacer nada diferente que ‘dejarse contar’; así no más.
Pero ahora, nos referimos a los niños y niñas de Colombia; a los que denominamos, ya casi jocosamente: el futuro de la patria. Salta a la vista, como estribillo, la frase que antes impactó y, ahora solo es una manida oración ‘que los padres entierren a sus hijos; pero aquí sucedió lo contrario’: dura realidad, pétrea sentencia, pero cada día más, sin contenido. Reflexionemos: estamos enterrando a los hijos de Colombia.
Las estadísticas, sin consolidar, lo dicen todo ‘En Colombia, 69.158 personas resultaron heridas en una riña el año pasado (189 cada día), 21.612 fueron evaluadas por haber denunciado ser víctimas de violencia sexual (59 por día) y cada hora, 88 niños son maltratados por sus padres, padrastros, madres o demás familiares.(…) Cifras corroboradas por el Instituto de Medicina Legal y, se resalta: el número de casos de violencia intrafamiliar, el de menores víctimas de maltrato, violencia o agresión.
La agenda pública, desde luego, se encuentra agolpada de temas; pero esto, que no dudo en denominar fenómeno es, sin duda, por la repercusión, la gravedad y las consecuencias, prioritario. Desde luego que, no se ha de acudir a las mágicas e innecesarias fórmulas, por demás, distractoras del aumento de penas, de la cadena perpetua o, de la pena de muerte. Ello solo es un argumento efectista: (i) la pena de muerte, a más de estar prohibida por la Constitución Política ya que el Estado es protector de la vida y, jamás dueño de la misma, dentro de modelo de Estado, como el Estado Social de Derecho, correspondería denunciar varios Tratados Públicos suscritos por Colombia y que, sin duda, ha honrado según la tradición del país; (ii) el aumento de penas o, la pena perpetua, no disuaden ni corrigen, muy por el contrario, frente a la cultura de la muerte y la guerra, nada hace más que ser burla de los destinatarios-victimario y, (iii) serían penas para aplicar hacia el futuro —la no retroactividad de norma penal restrictiva u odiosa—, por lo que el hecho actual, quedaría sin resolución.
Buena idea, entonces, la Protesta General contra la cultura de la guerra, a favor de la vida; pero, pensemos, en el fondo de ese lamentable fenómeno, se encuentra el otro, el de la corrupción (analicemos: la violencia contra menores posee ese fondo); sería óptimo agregar a la protesta, una que marchara en contra la corrupción, base de violencia y de destrucción. De lo contrario: la sociedad se encuentra perdida.
[1]CAMUS, Albert. La Peste. Literatura Contemporánea. Seix Barral. Bogotá. 1985. Pás. 33-34.