Eso decía el sesenta y siete por ciento de la población hace una década. Había los que no sabían que en El Aro, Mapiripán, Urabá, El Salado y La Gabarra las autodefensas desplegaban su manto de horror.
Si, el país estaba entregado al miedo que se esparcía por los medios: el único enemigo del pueblo colombiano eran los bandidos guerrilleros. No importaba que la masacre la perpetraran el mismo ejército como sucedió el 13 de diciembre de 1998, cuando en el caserío de Santo Domingo, en Arauca, la Fuerza Aérea Colombiana bombardeó a la población civil, siguiendo órdenes de la Occidental Petroleum, matando a diecisiete personas y dejando heridos a una veintena más. Lo grave es que al otro día El Tiempo, con su malintencionada pereza, toma la versión oficial del gobierno y titula en primera plana Masacre en Santo Domingo fue por bomba de las Farc, no de la Fuerza Aérea”. O el silencio reverencial que se guardó cuando las autodefensas, al mando de Rodrigo Mercado, alias Cadena, entraron a la población de El Salado, en la aguerrida zona de Montes de María, con la firme intención de torturar, masacrar y desmembrar, a punta de garrote y motosierras, a decenas de personas. Los testigos cuentan que los paracos, en los seis días que duró la toma, no dejaron de escuchar a todo volumen, desde los parlantes de sus camionetas, vallenatos y merengues. Cada vez que se cansaban de cortar brazos y piernas, de abrir vientres para sacar con sus propias manos las tripas de los “insurgentes”, se tomaban un tiempo para divertirse pateando las cabezas decapitadas de los campesinos.
En La Gabarra el 14 de mayo de 1999, como en tantas otras tardes se fue la luz. Los paracos entraron al atardecer y mataron a más de sesenta personas. Durante un lustro decidieron quien vivía y quién no. En una casa ubicada en Puente Barco, un caserío a tres kilómetros del corregimiento, ubicaron su puesto de control. Allí aplicaron sus métodos para reformar probables simpatizantes de la guerrilla. El procedimiento consistía en cortar pies, llenar de agujas las manos de los comunistas, destajar miembros a punta de machete.
Sí, pueden argumentar que no sabían, pero la desinformación en un país en guerra es un delito. Los que supieron se encogieron de hombros y siguieron pensando que el que nada debe nada teme y si uno no anda en vainas raras pues nada le pasa. En ciudades como Cúcuta o Montería, se añoran los años en que los paracos controlaban el orden público. Entonces los ladrones tenían miedo de robar, los bareteros no se paraban en la esquina a exhalar el humo del pecado y los maricas no salían a caminar por las aceras tan orondos. Había moral, ley y muerte.
Ahora estos paracos se deben aguantar la paz. Algunos, sobre todo los que están en los medios, quieren hacernos creer que nunca le prendieron velitas al Patrón del Ubérrimo, que siempre pertenecieron a la izquierda y que aborrecieron el genocidio campesino. Los otros siguen en pie de lucha, exhibiendo orgullosos su homofobia, su catolicismo rampante, su temor de Dios y su desprecio absoluto porque esta, nuestra guerra ajena, se perpetúe.
Seguirán hablando tonterías como que Santos, el odioso oligarca, es castrochavista. Desfasados y anacrónicos, verán la barba de Lenin en todo aquel que hable de equidad, derechos humanos y redistribución del ingreso real. Se quejarán de que ahora todo va a ser el pueblo y que los mamertos de siempre ahora sí se podrán sacar la capucha. La guerra fría para ellos no ha terminado y un militar siempre será un héroe que mantiene a raya al implacable monstruo del comunismo. Más vale un falso positivo que un presunto subversivo conspirando.
Estos, los que se quejan porque los guerrilleros no pagarán un día de cárcel, son los que se quejan porque se haga justicia con los altos mandos que ordenaron matar inocentes para mostrar resultados mientras la extrema derecha estuvo en el poder. Son los que iban a votar por Castaño cuando al final del siglo pasado Darío Arizmendi y Claudia Gurisatti lo perfilaban como un firme aspirante a la presidencia.
¡Soy paraco y qué!, dicen todavía orgullosos, aunque cada vez están más acorralados, cada vez están más diezmados, ofendidos y rabiosos, porque la república de sangre que querían imponer está quedando en el pasado.