Palabras de apertura al II Foro: ¡Envejecer con felicidad!
Con los ojos aguados, emocionado, el corazón enternecido, estropeado por los años, presento a nombre de los esclarecidos organizadores de esta histórica cita de contemporáneos, un cálido, efusivo, amigable, paladeado saludo a los relucientes, panelistas, al respetable auditorio y participantes en forma simultánea y presencial a través del canal institucional del Congreso, en este fulgurante y pionero segundo foro: ‘ENVEJECER CON FELICIDAD’, bajo la febril batuta del cimero, don ANTONIO CANO GARCÏA, fiel, devoto, leal motor de la causa de los llamados adultos mayores.
Voceados afectuosamente sin ambages, adornos, eufemismos por este escriba, como ¡VIEJOS!, Intentaré que la voz no se me quiebre, que mientras pronuncio estas deshilvanadas reflexiones las lágrimas no broten que, de ocurrir, ruego disculparlas. Quebrantos consubstanciales con la edad, etapa caracterizada por llorona, cuota inicial de la vejez. Mejor serían las sonrisas.
Palabras que emergen de lo más recóndito, profundo, íntimo de mi ser, dirigida a los precitados convocados a este escenario, alejado del patético, desértico sectarismo partidista imperante en la política; foro abierto, reglado para adelantarlo en un ambiente de concordia, ecuanimidad, respeto, serenidad, tolerancia.
Enaltecido encuentro, liderado por el quijotesco, CANO GARCÏA, quien -dicho con conocimiento de causa- supo sonreírle a la vida, para que la vida -a su vez- le sonriera. Vida vivida plenamente.
‘ENVEJECER CON FELICIDAD’, impronta de su cosecha, concebida con meridiana concisión, claridad diamantina que, en mi humilde juicio, considero redundante -lo subrayo con el perdón debido-, en razón a que Colombia figura como “uno de los países más felices del mundo”. Vida que -en mi caso- está próxima a su fin.
Agradezco a los dioses del Olimpo por permitirme llegar a esta dorada, esplendorosa etapa de la vida, en pleno uso de las facultades mentales, con humor, optimista, ánimo positivo, diáfana mirada, sin miedo al mañana, al ayer, a la muerte, al qué dirán, a los veloces cambios de los tiempos nuevos, que acrecientan las necesidades, expectativas de la tercera edad -que no viejos- equiparados con los ‘seniors’ (entre 55 y 80 años), seguida de la cuarta (de 80 en adelante).
Vida que en el fondo es un libro abierto, como abierto es el camino -por los dos extremos-, que ni acaba ni empieza, en la que vivimos como si no anocheciera, en la que el desusado, insoportable, medioeval término ¡VIEJO! se asocia con: abandono, desasosiego, desesperanza, malestar, tristeza; en imagen de un alma adormilada, pensativa, sentada en una banca.
Caricaturesca radiografía que no debe generalizarse; ni reemplazarla por el compasivo abuelo sin serlo; ni asociarla con los peyorativos: anciano, carga, pasivo. Vocablos cargados de prejuicios, sin que corresponda regularmente a los contemporáneos, cargados de cicatrices a flor de piel impresas en el alma, constancia de haber vivido, resultas -pan de cada día- de una realidad tocada de adversidad, incertidumbre, dolor.
Se exhorta reemplazarla por locuciones neutras como: gente mayor; personas de edad avanzada, mayores -simplemente-, etcétera, sin centrarse en revaluadas valoraciones, estereotipadas, sino por términos que resalten la experiencia, la sabiduría los aspectos positivos. ANTONIO, altivo adalid, convertido -per se- en desvelado, romántico ‘ángel de la guarda’; afilado, avisado, riguroso defensor -a ultranza- sin concesiones, resquicios, tregua; objetivo -único- de su ardua, fortificada lucha.
A todo señor todo honor, todo mérito.
Alma y nervio, con voluntad de hierro, sostén de la encumbrada, patriarcal causa que empodera y que ufano carga sobre sus espaldas; insomne, guardián, que insta a vivir a los !VIEJOS! el presente, el aquí y el ahora, con dignidad y mística, antes que salgamos de escena.
Sutil forma de sublimizar el aburrido, irreversible, natural, pungente envejecimiento. Recojo -al respecto- de Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) este escolio: “Hay que pedirle a la vida que nos deje vegetar, porque sólo así podemos florecer”.
Peculiar llamamiento que, cual cereza sobre la crema, ayuda a darle alegría, sentido a la vida; un himno que anima, estimula el esfuerzo por alcanzar el lugar que cada uno ocupa; abre las entendederas para darle valor a lo intangible, a lo que nunca muere: el amor incondicional, la libertad, el perdón, el recuerdo que conduce a la nostalgia, a la melancolía, a la ternura de la infancia, a el vértigo de la juventud -irrecuperables-.
Acrisoladas, afinadas metáforas esculpidas en piedra, tácita apología de los mayores. que no pasan desapercibidos que, al colarlas en el cedazo del tiempo, más temprano que tarde están condenadas a desaparecer, sucumbir.
Evangelio que orienta al delineado, singular apóstol que me ocupa, afanado por visibilizar la problemática en comento; denunciar la inacción, tibieza, quietud, que debilitan la autoridad de los deshumanizados, esperpénticos, impróvidos gobiernos que adrede ignoran la función misional señalada por la Constitución: arbitrar, moderar, luchar diariamente contra la desigualdad galopante; unir en vez de dividir, ser símbolo -por sobre todo- de unidad nacional.
Encomiado cometido en favor de una comunidad tenida en cuenta, solamente, cuando de conquistar votos se trata. Audiencia que exponencialmente crece como en ‘el sueño de las escalinatas’ de Jorge Zalamea.
Vida, feliz reino de lo desconocido, de lo irrecuperable, la vida. La muerte, dominio de la Parca que agazapada acecha a la vuelta de la esquina, para dar el redoble -ineludible- de campanas, preaviso -impostergable- del viaje sin retorno; señal inequívoca que los amaneceres, los azulados, soleados días de verano, la sonrisa perenne de la infancia; la congénita rebeldía juvenil se agotaron; que llegó el final del camino recorrido, paso por paso, conforme recomendación de un antiguo sabio chino; camino al que tan bellamente le cantó, Antonio Machado: 'Caminante no hay camino se hace camino al andar'.
Conclusivo, impensado finito que otrora veíamos tan lejano, como la epicúrea vejez en la que atrapados, inmersos estamos en el crepúsculo más profundo de la noche, iluminada por la luna. Mortífera bestia negra que el solo pensar en ella nos corta el aire, la respiración; antesala del sueño que en la sepultura deja ambiciones, afanes, envidias, odios, rencores.
Masoquistas reconcomios que entre lágrimas garrapateo a vuelapluma, en mí ya casi celestial ancianidad, que asume, rumia esperanzada, que la batalla por la vida, mientras el sol brille, caliente, no termina y, en el entretanto, habrá tiempo para seguir amando, soñando, riendo; para dejar constancia de las gratas, imborrables, inéditas, lujuriosas, mágicas historias de nuestro imperecedero peregrinar, lo que impávido haré -Dios mediante- hasta el último aliento, sin pausa, sin prisa, sin rendirme, con coloquial, endémico, expresivo, sencillo lenguaje, sin palabras rebuscadas.
Trémula, incierta tarea, antes que por demás se haga realidad la glacial cantaleta de los estruendosos pronósticos que sobre el planeta tierra propalan los estériles, banales agoreros climáticos, catastrofistas, profetas de desastres, o que la huesuda, aparejada al postrer vuelo, borre del firmamento nuestra fugaz estrella.
Final de los esclavizantes, escalofriantes: anhelos, ardores, desvelos, de los ‘ires y venires’, de resistir las arremetidas de los voraces enemigos -reales-: el hambre, la miseria, la injusticia, la exclusión, la pobreza extrema, la falta de oportunidades; las embestidas del toro salvaje: la inequidad, padecida por millones de compatriotas, en la que -la verdad sea dicha- Colombia es campeona.
Situación -a esta altura de la película- sin espacio en la noche de los tiempos, para ‘vivir sabroso’, para ‘envejecer con felicidad’; utopías estorbadas, impedidas por el desapego, la indiferencia de la sociedad, espejo del hediondo, inmundo mundo que nos tocó en suerte; ‘dirigencia’ que desde su torre de marfil, mira por encima del hombro, con desdén a los ¡VIEJOS!, los invisibiliza, trata como ciudadanos de tercera, como muebles viejos, según crudo calificativo de Alfonso -el ‘Pollo’- López.
Concepción a años luz, antípoda de la milenaria cultura oriental, forjada a lo largo de los siglos, representada por Confucio, Han Fei, Mencio, Zhuang Zi, Sun Zi, Xun Zi, Lao Tse -entre otros-, que acata, escucha, realza, reverencia a los ¡VIEJOS!, dispensa un trato preferente, los reconoce como fuente inconmensurable de sabiduría para las comunidades que integran; distingue como maestros, padres, pilares de su vetusta filosofía, que ha perdurado sin interrupción por más de 5000 años.
Los chinos, estén donde estén, vivan donde vivan, conllevan el sello inalterable, inconfundible, indestructible de su cultura -manera de ser, vivir y sentir de un pueblo-, opuesta a la degradada, indolente, ominosa, prostituida civilización occidental, que arruma en las calles, los asilos, las montañas de ancianos desarraigados, desnudos, enfermos, hambreados.
Con los ojos cerrados, evoco unos prístinos versos -cual susurros- de Sánchez Dragó; gravados en la paleografía de mí memoria: “Y al final es preciso callar y actuar / sabiendo que el mundo se derrumba / pero tener empuñada la espada / para la última hora”.
Asimismo rememoro -para terminar- un epitafio gravado en la lápida de una anónima tumba, que quisiera plagiar en la mía: “Bajo el inmenso y estrellado cielo, cavad mi fosa y dejadme yacer. Alegre he vivido y alegre muero. Pero al caer quiero haceros un ruego. Que pongáis sobre mi tumba este verso: Aquí yace donde quiso yacer; De vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador”.
Gracias por escucharme.
Bogotá, abril 26 de 2023