Del Nintendo a la pantalla de cine: el efecto Super Mario Bros.

Del Nintendo a la pantalla de cine: el efecto Super Mario Bros.

La película rompió con el hechizo. Terminé aplaudiendo emocionado por comprobar que reúne la magia, el color y la esencia del videojuego que me acompañó por años

Por: Giancarlo Silva Gómez
abril 25, 2023
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Del Nintendo a la pantalla de cine: el efecto Super Mario Bros.

La llegada de los cuarentas trajo consigo un abdomen a prueba de dietas y la habilidad inédita de dormirme en cuanta película veo en casa o en cine, al punto de lamentar el pago del streaming o boletas para que las películas me vean a mí durmiendo.

Pero hace unos pocos días la película de Super Mario Bross rompió con el hechizo, del cual no había podido escapar ni con el bodrio de Avatar con toda su fama, y terminé aplaudiendo emocionado por no quedarme dormido y por comprobar que ese filme reúne la magia, el color y la esencia del videojuego que me acompañó por muchos años.

Nunca he sido un buen crítico de cine y prueba de ello es que no creo haberme visto alguna película ganadora del Oscar (excepto titanic que me encanta) y me he visto mil veces “avión presidencial”, “300”, “mentiroso mentiroso”, “¿dónde están las rubias?”, “Matilda”, “la roca”, entre otras, que a todas luces no se ganaron premio u ovación alguna, pero me encantan y me divierten. Probado con creces mi desconocimiento en la materia, y aún con perdones, debo decir que hace años no había visto una película tan perfecta, ceñida a su historia, desprovista de las banalidades de la inclusión, de argumento sencillo, fiel al videojuego y sus derivados, divertida, y mil adjetivos más, que sumados a una sonoridad de fantasía me llevaron de un solo golpe a tiempos pasados, obligatoriamente mejores que los actuales.

Mi super Nintendo data de diciembre de 1993, cuando apenas frisaba los 11 años. Ya precedido de un atari 2600 y uno que otro Nintendo, el super me permitía jugar a mis anchas sin pagar alquiler por hora como les tocaba a mis amigos en esa época, y repartir mi tiempo entre la lectura de Edgar Alla Poe y la música de Eros Ramazotti que me acompañan desde entonces.

Preso de la nostalgia, saqué de una infame gaveta mi consola y la prendí, con una excitación desmedida y hasta innecesaria, para comprobar que, pese a los años, solo requirió de un pequeño mantenimiento y quedó lista para salir al ruedo de nuevo. Por cuestiones de espacio, el super Nintendo quedó encima del Play Station 4, y parecían bisabuelo y bisnieto posando para una foto histórica.

En una suerte de clímax sonoro, rememoré con alegría insondable que el sonido del botón de encendido, el sonido del casete al entrar en la ranura y la primera melodía del juego, entraron como una infusión a mis recuerdos y me trasladaron a una época remota pero feliz en la cual no tenía las obligaciones absurdas de la adultez.

El callo sempiterno de mi pulgar izquierdo, que he mostrado como trofeo de guerra por años, se dio cuenta que era su momento de fama y que volvería a verse cara a cara con las flechas del control.

El primer día me pasé todo el juego de Donkey Kong Country de un solo tajo y me sorprendió que recordaba los trucos, los movimientos, las tretas y entresijos del juego como si apenas ayer lo hubiera jugado por última vez. Comprobé con regocijo que sigo siendo, con modestia sinuosa, el mismo excelente jugador que había sido por años.

El segundo día abordé Super Mario World, en mi leal saber y entender, el mejor juego de Super Nintendo de la historia, y confirmé que mis habilidades seguían intactas y lo del día anterior no había sido un golpe de suerte.

La música de cada mundo y/o castillo que iba jugando eran un golpe certero de alegría a mi corazón, viejo y atribulado, acostumbrado al repique incesante de las llamadas y mensajes de mi teléfono que me perturban y no me permiten disfrutar de lo baladí, uno de los mayores gozos de mi vida bizarra.

Comprobé lo obvio: La música, la lectura y los videojuegos eran el triunvirato de la felicidad propia de mi juventud lozana y por momentos olvidada. Por un sencillo golpe del destino y la serendipia, volví a disfrutar de la alegría que radica en lo sencillo.

Imposible saber si la película de Super Mario Bross ganará un Oscar (por lo menos la canción “Peaches” de Jack Black se merece uno. No la supero, es genial) o si pasará sin pena ni gloria a la historia, pero me resisto a regresar mi consola, y con ella mi felicidad de vieja data, a la gaveta oscura y solitaria, mientras pienso en la siguiente dieta milagrosa que borre mi barriga de la faz de la tierra y encuentre el elixir que impida que me duerma en las películas y privarme con ello del efluvio de alegría que me trajo el efecto Mario Bross.

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