El mural Las Aguadoras, al borde del olvido

El mural Las Aguadoras, al borde del olvido

Nos recuerda la dejación en la que está Bogotá

Por: Pablo Arciniegas
febrero 13, 2015
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El mural Las Aguadoras, al borde del olvido

Tal vez no haya mejor analogía para Bogotá que aquel vecino mural del Palacio de Liévano. Descascarado y al borde del olvido, sirve como recordatorio de la dejación que sobreviene la ciudad. No sin dejar de lado el torcido concepto de cultura que tenemos los capitalinos, sus continuos espectadores.

De Las Aguadoras, la pintura en cuestión, no sólo se pueden establecer relaciones como la anterior. De hecho, haría falta espacio para hablar de lo que Jorge Elías Triana, su autor, significó para las artes plásticas nacionales: si no el único, el más reconocido muralista colombiano, discípulo de Diego Rivera. Pero como este texto no pretende hacer un análisis artístico, sino interpretar el empobrecido estado de la pintura en relación al lugar donde es exhibida, -es decir, Bogotá, y más específicamente su Alcaldía-, prefiero dejar sus características técnicas para otra ocasión, si es que la hay.

Dos cosas indignan de la desidia que padecen Las Aguadoras. La primera es que su desamparo reproduce, con lujo de detalle, la pobreza estética a la que estamos sometidos los bogotanos. Porque hay que admitirlo, la ciudad, así como el mural, se encuentra en un continuo proceso de afeamiento, mírese desde cualquier óptica que se quiera.Y es posible que este fenómeno sea producto de lo que a fuerza de repetición han promocionado pasadas y actuales alcaldías: la belleza como algo superfluo que no afecta nuestra calidad de vida. Principio que quizá explique cómo los esperpentos en infraestructura son excusados en beneficio de causas sociales que jamás se ejecutan. Porque si la idea fue (o es) construir una Bogotá Humana, lo necesario habría sido interesarse por sus espacios públicos, que por definición son el lugar donde transita todo tipo de personas. Y de paso preocuparse también por la salud de los patrimonios artísticos, como Las Aguadoras, para recalcar que el arte está a la mano de cualquiera.Sin embargo, todavía esto no es lo más decepcionante. Triste es ver cómo la pintura se deteriora a raíz de la importancia que se le ha restado, y que hoy irónicamente ocupa otro arte mural, el de los graffitis que, salvo contadas excepciones, sólo comprende maldibujados escudos de equipos de fútbol e ilegibles firmas de un rapero que jamás visitó el Bronx.

Ahora, este desinterés no es algo recién surgido. Posiblemente lo que más ha perjudicado a Las Aguadoras sea su tema, el de una bucólica escena tolimense. Y esto lo escribo pensando en ese fragmento de Pa’que se acabe la vaina, que nos recuerda nuestra apatía, como bogotanos, frente a lo que producen las demás regiones colombianas.

Este es el panorama. El mural fallece porque, como las calles, los puentes y la estética de la ciudad, no posee la importancia de las promesas clientelistas de los alcaldes. Y mientras sigue agonizando, deja para que tome su espacio una manifestación - la que con justicia merecemos- poco intelectual y sentimental de lo que representa la cultura bogotana. En fin, se puede seguir aduciendo a relaciones y ejemplos entre la obra y la ciudad, pero sin lugar a dudas preocupa que si las administraciones actuales y venideras no pretenden recuperar el mural, no sólo se perderá una pieza de arte, sino el testimonio de que una vez en Colombia estuvimos próximos a una verdadera revolución: la cultural.

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