Paz en la tumba del gran periodista cartagenero Ángel Romero

Paz en la tumba del gran periodista cartagenero Ángel Romero

Si los Morales, Teodoros, Vickys y Pombos se hubieran topado con él y hubieran escuchado su voz nunca altisonante, otro sería el destino de la prensa en nuestro país

Por: Óscar Emilio Bustos Bustos
marzo 28, 2023
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Paz en la tumba del gran periodista cartagenero Ángel Romero

Lastima el corazón esta información de último minuto, originada en quien escribía las noticias casi con donosura, despojándolas de su fuerza de pedrada y convirtiéndolas en mensajes efectivos, que no agregaban más dolor del que llevaban. Ayer falleció en Bogotá el periodista cartagenero Ángel Romero, quien fuera editor de los noticieros Todelar, Radio Continental, La Opinión y otros 16 diarios de Colprensa, entre los años setentas y el comienzo del siglo XXI, un hombre que sin aspavientos no solo creó un estilo particular de escribir informaciones en uno de los países más violentos del planeta, sino que enseñó a buscar el propio a toda una generación de redactores de radio, prensa y televisión en Colombia.

Entre 1992-1995 trabajé en Colprensa, Agencia Colombiana de Noticias, donde me encontré con lo mejor de la tradición periodística de nuestro país. Allí estaban: Óscar Domínguez, Giraldo Gaitán, Ángel Romero y Roberto Vargas (no confundir con el director de Caracol Noticias). Domínguez, el popular Trapito, con buena mano y sin temblarle el pulso, dirigía aquel potro por el sendero correcto, y aún le quedaba tiempo de escribir sus opiniones con una gran dosis de humor del bueno, como buen paisano de don Tomás Carrasquilla. El opita Giraldo Gaitán me había reclutado en Radio Santa Fe, y él también tenía al escribir el ritmo de lo fresco y de lo actual, y agregaba el trato cordial y respetuoso con los subalternos.

Ángel Romero era el jefe que asumía las riendas de aquel caballo a partir de las 6 PM y hasta el otro día. Yo, como cronista, me demoraba escribiendo mis textos, pues escribir una crónica no era inflar y hacer botellas. El esfuerzo consistía en regresar de un viaje (de la selva, del Llano, de Medellín, Ibagué o Popayán), con la cabeza llena de impresiones diversas, y sentarse después a trabajar escenas y secuencias, para hacer que el lector viviera la información como en la primera fila de un teatro. Cuando, hacia las nueve de la noche, culminaba mi crónica, adosada con varios tintos, se la enviaba a Ángel Romero, vía modem (que era una caja metálica parada en medio de la sala de redacción, a la que llamábamos El Muerto) sin que nunca me hubiera puyado con abuso (“puye el burro”), como era la costumbre de otros jefes.

Él y yo habíamos construido la confianza, basada en la responsabilidad frente a nuestros lectores, de que de aquellos esfuerzos literarios saldría por lo menos un buen registro. Al día siguiente veía generosos comentarios de Ángel Romero en la cartelera de Colprensa, al lado de mis textos: "Esto sí es una crónica", "Aquí hay oficio", “Este es un buen trabajo”, resaltando con un marcador el título, el lead o el cierre.

Eran mis trabajos sobre el asesinato de un recluso en la cárcel Modelo, o sobre el juicio al asesino de Tacueyó, o sobre la muerte de Cantinflas, o sobre el secuestro de un avión cometido por un campesino desplazado que había utilizado un banano dentro de una mochila para intimidar a la tripulación, o sobre la muerte de Pablo Escobar en una terraza de una casa en Medellín, o sobre el cubrimiento que hicimos el fotógrafo Sánchez-Puentes y yo del terremoto que sacudió el territorio de los paeces en el Cauca, o sobre la toma de La Calera por la guerrilla de las FARC, o sobre el avión en que viajaba la cúpula militar de las FF.MM. al que se le apagó uno de los motores en pleno vuelo cuando viajábamos a Cúcuta a inaugurar una base en el alto páramo y yo vi llorar de miedo a los instigadores de la guerra (mi miedo poco importaba), o sobre la posesión de Ernesto Samper como presidente, o sobre el hallazgo de un bebé en una caneca de la basura en un potrero en Bogotá, o sobre un coronel al que sus compañeros acusaron de loco por negarse a colaborar con Pablo Escobar y la justicia le devolvía la razón, o sobre la denuncia de que el ICBF “robaba” los niños pobres colombianos para vendérselos a familias europeas y norteamericanas.

Como hoy, Colombia era una fábrica incesante de noticias y yo todo lo convertía en crónica, apoyándome en los testimonios de mis fuentes y escribiendo con claridad. Con esos elogiosos comentarios de Ángel Romero, comenzaba la jornada de cada día como impulsado por su palabra, libre de toda sospecha. Me llamaba El poeta Bustos. Hoy recuerdo que, a pesar de enviar mis crónicas pasadas las 10 de la noche y después de que él las revisaba, casi todos los diarios de Colprensa (16 en todo el país: El Universal de Cartagena, La Opinión de Cúcuta, El Colombiano de Medellín, El País de Cali, El Nuevo Día de Ibagué, etc), las publicaban con todo despliegue y en primera página, incluidas las fotografías. La espera había valido la pena.

Como dije, una de esas crónicas fue la que escribí sobre la muerte de Cantinflas. Ese 20 de abril de 1993, antes de que a las 8 am comenzara el Consejo de Redacción, Óscar Domínguez me pidió que me metiera en el archivo de Colprensa (cuya responsable era Marthica Bernal), leyera todas las informaciones que existieran sobre el humorista y redactara una buena nota. Así, quedaba librado de cualquier otra responsabilidad. Al cabo de la tarde, al fin envíe la crónica “Murió el Rey del Retruécano” y fue Ángel Romero quien la revisó. Luego, enviada por el módem a los 16 diarios de la agencia, esa misma noche me llamó desde Manizales el subdirector de La Patria, Orlando Sierra, para felicitarme personalmente por el texto: “Le ganaste a los corresponsales de España y de México, mijo”, me dijo, entusiasta. Al cabo del esfuerzo, mi crónica fue publicada al día siguiente en primera plana, en todos los diarios afiliados.

Ángel Romero y yo éramos redactores nocturnos. Yo, desde mi cubículo, en la semioscuridad de la gran sala de redacción, en el barrio La Merced, lo veía trabajar, sentado frente a su computador, revisando y corrigiendo los textos de los otros colegas, con un criterio tan profesional y un trato tan humano que nadie osaba contradecirlo. Nunca nos vimos en otro lugar, pero un día me enteré de que el propio Gabriel García Márquez lo había elogiado, por su buen tino y la maestría de su pluma.

Por esos trabajos, y por sus generosas palabras en la cartelera de Colprensa, algunas veces me gané el Premio del Mes, que equivalía a medio salario adicional. Nunca tuve ocasión de agradecerle tanta generosidad, pues no es común que los jefes anden impulsando la carrera de sus subalternos. Pero siempre pensé en Ángel Romero como un ser único, dotado de una sensibilidad especial que yo atribuía a su origen provinciano, en este mundo tan duro del periodismo. Yo me fui de Colprensa, acudiendo al llamado de Ramón Jimeno para hacer crónicas en 7:30 Caracol, el primer noticiero de esa cadena en la televisión colombiana, pero nunca olvidé las lecciones del maestro.

Hoy, frente al desprestigio que invade al periodismo colombiano, dado el trabajo ramplón y sin ninguna profundidad de Semana, Blu Radio, Caracol Noticias, RCN Televisión, Pulzo, El Tiempo, etc, me pregunto dónde estaban Néstor Morales, Gustavo Gómez, Manuel Teodoro, el otro Roberto Vargas, Vicky Dávila, Roberto Pombo (que alguna vez también hizo parte de Colprensa) y demás “comunicadores”, para no haberse encontrado con el cartagenero Ángel Romero. Si se hubieran topado con él y hubieran escuchado su voz costeña nunca altisonante, otro sería el destino de la prensa en nuestro país.

Si hoy pensara en recoger en un libro aquellas crónicas mías publicadas por Colprensa, se lo dedicaría con hermosas mayúsculas mojadas a Ángel Romero, un verdadero ángel que atravesó el Cielo que Perdimos, parafraseando el título de una novela de ese otro gran periodista, de la buena tradición del periodismo colombiano, que es Juan José Hoyos. Lloro su partida. FIN.

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