Podía recorrerla de cabo a rabo. Cuando se desorientaba, caminaba un par de cuadras y se ubicaba con facilidad. Entendía los colores y formas de la ciudad como coordenadas, la arquitectura apiñada y caótica como las pistas de un acertijo, y a los vecinos, recostados contra las puertas, como puntos cardinales. Era un sistema complejo: si alguna indicación fallaba, la otra la reemplazaría de inmediato. Nunca aprendió a leer palabras, pero tuvo la fortuna de habitar, desde los seis años cuando llegó de Cota, esa enciclopedia de símbolos y signos que es Bogotá. Confirmó lo que dicen: los caminos son palimpsestos hechos con el andar. Era mi tío abuelo Víctor. Lo sigo recordando con frecuencia. Hace pocos días se cumplió el primer aniversario de su fallecimiento.
Ayer terminamos el rodaje de una historia cuyo origen duró intrigándome por años: un inmenso peluche abandonado en una caneca de basura. Cuando empecé a inventarla, supe de antemano que debía anclarse y anidarse en el centro de Bogotá para luego salir de prisa hasta Teusaquillo. Uno de los recorridos comunes de mi tío en su juventud. Anoche, mientras contemplaba la ciudad desde el puente peatonal de la estación de Transmilenio de Los Héroes, declaré mi fascinación por una ciudad que acoge con franqueza y frialdad pero que cuando golpea siempre ofrece una oportunidad para ajustar las cuentas.
No soy de esos bogotanos que se ofenden cuando critican Bogotá. Asumo que esa es una de sus fortalezas: saberse incomprensible, ondulada y misteriosa. Sin pretensiones de perfección o con ínfulas cosméticas, esconde su belleza en el filo de un edificio viejo o en el reflejo de una ventana desportillada. Bogotá es lo que es y no pide permiso ni perdón. En ese sentido, es probable que su encanto no se quede en apariencias y obligue a quien quiera saber de ella a forjarse su propia opinión. Por eso, supongo es tan difícil describir a Bogotá y acertar. Su verdad está hecha de arcilla moldeada por las miradas transeuntes.
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Bogotá es lo que es y no pide permiso ni perdón
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En esa medida, la fealdad de Bogotá reside -en muchos casos- en los impulsos artificiosos que la aquejan: en sus barrios idénticos que se deforman de tanto parecerse; en la codicia de los que la inundaron de publicidad en cada rincón y; en los fallidos alegatos de quienes la viven comparando y la quieren convertir en algo más. Bogotá es un lugar horrible cuando lo único que se destaca es su obviedad. Cuando se mide en metros cuadrados, horas pico y números de homicidios por cada cien mil habitantes. No queda nada de la inmensa urbe cuando se esperan respuestas precisas. Se los aseguro, no las hay.
Mucho se habla de soluciones para la -supuestamente- afligida capital. Cada cuatro años aparece un debate falso, entre autoproclamados técnicos y populistas con bolsillos rotos y ajenos, que siempre queda en lo mismo. Ojalá algún día, algún candidato se fijará más en esa inmensa porción de Bogotá que permanece inexplicable: esa dimensión latente que solo llama la atención de poetas y grafiteros, ancianos que la recorren a pie, o aspirantes a escritores que se quedan mirando a un peluche roto tirado por ahí.
La ciudad que parece detenida avanza enfurecida desde sus entrañas.