Insistir en lo perjudicial de las charlatanerías, denunciarlas, ponerlas en evidencia, repetir, reiterar, machacar, empecinarse en llamar farsa a la farsa, no siempre es grato pero es imprescindible y la mayoría de las veces resulta satisfactorio.
Ante quien responde con fuego de tanques, tirando a matar con todo, excepto con argumentos: oídos sordos. Ante quien contradice de buena fe: oídos abiertos para escuchar su postura, para evaluar la propia bajo esa nueva visión y para ofrecer las explicaciones que se tengan al alcance
¿Si a la gente le hace bien esas cosas como la homeopatía, la magnetoterapia o las conferencias de autoayuda, por qué no dejarlas tranquilas y evitarnos el áspero tinglado de la discusión?
La pregunta no carece de lógica: a diario aparecen defensores de la curación con cristales, testigos de los poderes sanadores del reiki, apologistas de la homeopatía, la gran mayoría de ellos proselitistas de buena fe interesados en trasladar a otras personas los beneficios que, deducen, han recibido de alguna de estas prácticas.
No creo que se deba cuestionar sus intenciones. Creo, sí, que urge alzar la voz para denunciar las consecuencias nefastas de estos actos bien intencionados.
La evidencia científica acumulada en contra de la homeopatía, por ejemplo, es aplastante: no se ha demostrado que su mecanismo de acción exista ni se ha encontrado eficacia terapéutica en cientos de ensayos clínicos controlados a doble ciego.
La totalidad de los estudios que los homeópatas presentan para avalar su práctica (un número minúsculo en comparación al de aquellos que la descalifican) tienen todos ellos sesgos en su concepción o en su ejecución.
Pero acá salta de nuevo la pregunta: ¿si los medicamentos homeopáticos no tienen efecto ya que no tienen principio activo, por qué no permitir que el efecto placebo actúe sobre quienes va a actuar y así tendremos algunos pacientes aliviados en lugar de ninguno?
Y se podría responder a esa pregunta contando que las escandalosamente multimillonarias transnacionales de la homeopatía ganan millones de euros al año vendiendo, como curativos, preparados que no sanan más que el agua; o se podría contestar haciendo un refuerzo sobre lo evidente del engaño citando las maravillosas campañas de suicidios homeopáticos realizadas por valientes grupos de escépticos en Europa.
Pero apunto a un solo argumento: los miles de personas que en el mundo rehúyen un tratamiento científico comprobado por acoger uno seudocientífico sin fundamento alguno.
Las actuales terapias contra el cáncer son tóxicas y agresivas. Eso no lo niega nadie, ni siquiera lo niega la medicina tradicional. Pero la estadística y los estudios actualizados permiten a los oncólogos sopesar la toxicidad eventual versus la posibilidad estadística de mejoría, para ofrecer a los pacientes un panorama que no siempre es alentador o ideal, pero que siempre es realista.
En la otra esquina, las seudociencias ofrecen tratamientos milagrosos sin soportes académicos, curas portentosas sin efectos secundarios, resultados de fantasía sin sustentación alguna.
Y la farsa se torna macabra cuando logra atraer la atención de personas desesperadas: se trata de un negocio exitosísimo que se lucra del más obsceno de los escenarios.
Habría que sumar, como cereza del postre, los sorprendentes resultados a los que llegó la investigación publicada por el British Journal of Psychology que comprueba el peligroso mecanismo conductual que se reproduce en los cerebros de las personas que creen en terapias alternativas y que las conduce a que se les dificulte aceptar los beneficios de las terapias tradicionales.
Sin embargo no fue la homeopatía ni alguna seudociencia en particular la que me ha impulsado hoy al papel, sino la indignación que me produjo la última maravilla del reconocido showman de la autoayuda Deepak Chopra y de la cual se hicieron eco los medios de comunicación las pasadas semanas.
Refiriéndose al sida el conferencista Chopra afirma: "(...) el agente material [el virus del VIH] nunca es la causa de la enfermedad. Puede ser el factor final en la inducción del síndrome completo en alguien que es ya susceptible." A lo que su entrevistador, Tony Robbins, otra estrella mediática de las seudociencias, pregunta: "Pero ¿qué los hizo susceptibles?", y Chopra responde, sin ruborizarse, "sus propias interpretaciones de toda la realidad en la que están participando." Robbins puntualiza preguntando: "¿Podría eso traducirse en sus pensamientos, sus sentimientos, sus creencias, su estilo de vida?", y el buen Chopra responde haciendo gala de su épica deshonestidad intelectual con un aplastante "Por supuesto".
¡Si la sigla del inglés WTF no fue inventada para esto, no sé para qué lo fue!
Se le fue la mano a Deepak. De él se puede esperar cualquier cosa, pero esta vez se le fue la mano. Como se nos va la mano en nuestra impresentable costumbre de tragar entero: este rockstar de las seudociencias que desconoce de manera desvergonzada el papel del virus del VIH en la génesis del sida, llena coliseos en Colombia con sus melosos discursos cuyas costosas entradas son pagadas por los miembros de la misma sociedad que da la espalda a la muy difícil realidad que enfrentan a diario los verdaderos científicos en este país. Y ese estado de cosas no solo no es inocuo sino que exige una oposición férrea.
El filósofo y humanista argentino Mario Bunge lo resume de una forma esclarecedora:
Los científicos y los filósofos tienden a tratar la superstición, la seudociencia y hasta la anticiencia como basura inofensiva o, incluso, como algo adecuado al consumo de las masas; están demasiado ocupados con sus propias investigaciones como para molestarse por tales sinsentidos. Esta actitud, sin embargo, es de lo más desafortunada. Y ello por las siguientes razones. Primero, la superstición, la seudociencia y la anticiencia no son basura que pueda ser reciclada con el fin de transformarla en algo útil: se trata de virus intelectuales que pueden atacar a cualquiera —lego o científico— hasta el extremo de hacer enfermar toda una cultura y volverla contra la investigación científica. Segundo, el surgimiento y la difusión de la superstición, la seudociencia y la anticiencia son fenómenos psicosociales importantes, dignos de ser investigados de forma científica y, tal vez, hasta de ser utilizados como indicadores del estado de salud de una cultura.
Y yo, que coincido con la postura de Bunge, creo que replicando en las redes los anunciados milagros de la homeopatía, publicando los artículos apócrifos sobre curación del cáncer con zumo de limón, dándole like de modo automático a los posts que condenan la quimioterapia y, sobre todo, llenando los consultorios de los bioenergéticos, asistiendo a los eventos de charlatanes como Chopra y llenando nuestra cabeza con los discursos de quienes nos dicen lo que queremos oír y no lo que se conoce por las empedradas pero honestas rutas de la ciencia, estamos yendo en un sentido completamente opuesto al de la salud.