Recurrir a una consulta médica hoy en día puede convertirse en una experiencia nada grata gracias al trato que los pacientes recibimos de esos personajes embestidos de títulos, arandelas y distintas especializaciones que los avalan como dignos sucesores de Hipócrates, el llamado padre de la medicina.
En este caso particular me referiré a los médicos, doctores, galenos, “matasanos” o como se les suela llamar a quienes atienden pacientes enfermos y los medican para buscar su sanidad dependiendo la patología diagnosticada. No voy a generalizar, ni medir con el mismo rasero, ya que por fortuna existen médicos que hacen la excepción.
Yo pienso que un saludo no se le niega a nadie y hace parte de la mínima cultura de una persona, cualquiera que sea su nivel académico y más tratándose de un sujeto que ha pasado una década estudiando en las mejores universidades del mundo; lo cierto del caso es que la simple lógica a veces no aplica para algunos profesionales de la medicina acorazados de la más recalcitrada, antipatía y arrogancia, que se acompasan de ese fastidioso donaire de semidioses ególatras y quienes presumo se consideran creados del mismo ADN Divino, convencimiento que les hace pensar que están por encima de cualquier infeliz mortal que recurre a ellos.
Entrar a un consultorio y quedarse con el saludo en la boca se ha convertido en algo usual, desde ese preciso instante uno como paciente percibe de inmediato que su experiencia no será nada agradable y lo termina de ratificar durante los 14 minutos siguientes al estar frente a una muralla de carne y huesos gélida que ni tan siquiera es capaz de mirarte a los ojos y solo musita unas cuantas palabras para hacer escuetas y cortantes preguntas y no brinda ni una respuesta.
Suelo acompañar a mi madre a sus consultas con especialistas, debido precisamente a que ella me manifestaba que los médicos no le prestaban atención en la consulta y atrevidamente le sugerían que todo se debía a que ya estaba “vieja”, por lo que determine asistir a todas sus seguimientos médicos y mediar en ellos para explicar mejor las dolencias y síntomas presentados, situación que me ha permitido corroborar lo dicho por mi madre al toparme con estos galenos arrogantes a los quienes solo les falta levitar.
El colmo por estos días fue toparnos con una médica gomela quien en plena preconsulta chateaba por WhatsApp como cualquier adolescente, interesada más en su interlocutor virtual que en esa mujer adulta mayor que tenía frente a sí, ¡que falta de respeto!. Ya casi era hora del almuerzo y como es obvio la chica galena solo quería apurar la consulta. Una vez el médico especialista finalizo la consulta que nos antecedía, entro al consultorio donde nos encontrábamos y tras un fugaz relato de la preconsulta hecho por su colega, quien por sus gestos con el labio torcido le advertía que el caso de mi madre no revestía mayor importancia, procedió con cara de jurado de Master chef a auscultar a la velocidad de la luz a mi madre, quien le refirió un fuerte dolor en la rodilla y la zona lumbar, además la hinchazón en sus tobillos, pero el sucesor de Hipócrates la ignoro por completo y asumió de manera contundente como otro “matasanos” en determinada ocasión:
“Señora, todo lo que usted tiene es por su edad, lo siento, ahí no puedo hacer nada, si me hago entender”
Hace unos par de años tuvimos una experiencia nada grata con un reconocido médico urólogo Jorge Edison Perea Figueroa, revestido de títulos y especializaciones en prestigiosas universidades que acreditaban la experticia del galeno en su rama y otra muy en boga por estos tiempos en los que existen supuestamente hombres y mujeres atrapados en el cuerpo equivocado y que gracias a un mágico y omnipotente bisturí, este urólogo les soluciona el problemita por unos cuantos millones.
El prestante galeno nunca abrió la boca durante la consulta, ni respondió una sola de nuestras preguntas, mucho menos poso sus ojos sobre nuestras humanidades, se limitó a ojear con desgano la historia clínica y a garabatear algo en la formula médica, darse media vuelta y salir del consultorio sin darnos orientación alguna y se suponía que él fulano sería el encargado de intervenir quirúrgicamente a mi madre.
Cuando salimos del consultorio nos topamos en el pasillo con el prestigioso urólogo carcajeándose con una dama, destilaba simpatía por todos los poros, todo una perita en dulce y alcanzamos a escuchar cuando le decía a su paciente con pecho henchido que él era el mejor urólogo de Colombia y que la iba a dejar como nueva, besito por aquí, besito por allá. Como es obvio mi madre determino cancelar la cirugía, la cual no requería por tratarse de un mal diagnóstico, como lo ratificamos posteriormente con otro especialista.
Estos galenos por lo general si miden con diferente rasero a los pacientes que llegan a sus consultorios y su trato varía dependiendo el estrato socioeconómico de los mismos, entendiéndose que si es un paciente que ha pagado doscientos mil devaluados pesos colombianos por una consulta, la actitud es la de un “amiguis” simpático y afable, pero si eres un paciente remitido del Sisben o una EPS con copago de cuatro o diez mil pesos , serás marginado a que te traten con el mayor desdén, porque sencillamente les toca admitir esta clase de pacientes y lo único que desean es despacharte en menos de lo que canta un gallo, además se niegan a que se les hagas la más mínima acotación en torno al padecimiento consultado.
Como todo no es negativo, quiero destacar a profesionales de la medicina como la Dra Ibagón quien está adscrita a Comfenalco Cali y al reumatólogo Carlos Enrique Toro Gutiérrez quien ejerce en la Clínica de la artritis temprana caracterizados ambos por su profesionalismo y el trato “humano”, cálido y personalizado que brindan a todos sus pacientes.
Lastimosamente en este país la salud se ha convertido en un negocio flagrantemente deshumanizado, en el que los pacientes son vistos con el símbolo de peso y dependiendo su capacidad económica reciben una muy excelente o muy pésima atención.