Todo bogotano que se respete saca pecho ante cualquier comentario negativo que se le haga a su Atenas suramericana y sacará a relucir decenas de cosas maravillosas que tiene la ciudad. Sus montañas, el clima siempre primaveral, la alegría de sus gentes, la Sabana, la especial cercanía con tierras frías o calientes tras muy cortos recorridos en vehículo. En fin, los puntos positivos siempre superarán a los negativos y, sin embargo, el tema de circulación y transporte en la ciudad siempre encabezará la lista de los puntos malos.
Una ciudad con una malla vial en mal estado, un pésimo sistema de transporte (un muy poco eficiente sistema público y un caótico sistema privado guiado por unas busetas conducidas por dementes que deben hacer su recorrido en noventa y dos segundos), sin normas claras que ordenen la circulación, con cerca de un millón y medio de vehículos que andan a sus anchas infringiendo todas las normas de tránsito y casi medio millón de motos que convierten todo este caos en algo mil veces peor, como un enjambre lleno de humo y ruido y pitos. Y eso que unos días salen sólo los vehículos con placa terminada en par y al otro día los otros.
Y para mejorar el panorama, las miles de camionetas Toyota siempre grises, con vidrios polarizados o tinturados y siempre blindados que, como amos del camino se meten en zonas limitadas a buses o hacen la U imaginaria o sacan la trompa diciendo aquí mando yo. Y algunas de esas rodeadas de grandes motos policiales que les hacen el hueco donde no hay hueco. El poder del acero, debe ser.
Podría hoy ser Bogotá otra ciudad en lo que a circulación y transporte se refiere si hubiera en una u otra forma seguido los dictados de dos grandísimos alcaldes: Antanas Mockus y Enrique Peñalosa.
El primero quiso meternos en la cabeza que lo que debe primar es una conciencia de buen citadino que respeta a los demás, pretendiendo inculcar con mimos y payasos las bases de una cultura ciudadana. Recuerdo aun las risas que nos causaba ver a aquellos disfrazados de colores pretender empujar a los vehículos que invadían la cebra para que dejaran pasar a los peatones. De él poco aprendimos, casi nada, es más, los pasos cebra de ese entonces hoy ya no existen.
El segundo implementó con éxito un sistema masivo de transporte y se inventó una cosa que dio por llamarse Transmilenio. Gran invento, y han pasado muchos años y ese sistema de transporte sigue tal cual, sin novedades, sumido en la negligencia de gerentes desinteresados y el vandalismo de muchos.
Y fueron alcaldes que gobernaron entre 1995 y el año 2000. ¡Hace quince años!
Desde entonces, en el tema en ciernes ha sido un constante retroceso hasta que llega el pasado jueves y Bogotá se enfrenta a un día sin carro. Y sin motos.
Y fue un día de lujo. A pesar del pésimo transporte público, la ciudad se movió a su velocidad.
Sin carros y sin motos.
Aunque ahí estuvieron en las calles las siempre llamativas camionetasToyota siempre grises, con vidrios polarizados o tinturados y siempre blindados que, como amos del camino, gozan con quién sabe qué tipo de autorización especial para circular en los días sin carro. Y, si bien no fuera necesario, andaban a veces rodeadas de grandes motos policiales que les hacen el hueco donde no hay hueco.
Habrá habido muchos ciudadanos muy perjudicados, muchos, no puede negarse.Y esos perjudicados son los miles y miles de personas hacinadas en esos buses inhumanos.
Con todo, yo, que sólo caminé, vi con el día sin carro una Bogotá diferente, más amable, y sin tener en cuenta que la jornada produjo que las emisiones de monóxido de carbono se redujeran 60 %
No aprendimos con Mockus. Tampoco con Peñalosa.
Pero ojalá esta corta experiencia nos muestre que el carro no siempre es necesario y que el transporte público debe hacerse humano.El carro particular es el que satura el espacio de todos y más lo satura cuando el conductor es el único que va en él. Y secundo al demagogo alcalde para que el día sin carro se haga una vez al mes.
… y hablando de…
Y hablando de películas, merece un plauso especial Birdman, cinta americana con la maravillosa actuación de un Michael Keaton poco conocido, y con unas luces y unas cámaras espectaculares. Emma Stone, Edward Norton y Naomi Watts sobresalen con todo un elenco de lujo que transita en muy pocos espacios con una música perfecta. Y mucho que decir de su director, el mexicano Alejandro González Iñárritu, bien conocido por sus filmes 21 gramos, Amores perros o Babel, y quien le pone su sello loco a esta cinta de una forma simplemente genial.