El 23 de septiembre de 1973. Era un mal momento para llamarse Pablo, un mal momento para estar enfermo, un mal momento para ser un escritor y el peor momento para ser comunista.
La dictadura militar no llevaba dos semanas y ya había arrasado como langostas con todo el pensamiento político de izquierda, a Salvador Allende el compañero presidente lo encontraron muerto con el fusil que siempre se resistió a cargar, a Víctor Jara en el estadio le reventaron las manos que solo sabían empuñar lápiz y guitarra.
Pablo Neruda, el poeta, el comunista, el premio Nobel, el embajador, estaba en una clínica luchando contra el cáncer, "no aguantó y murió naturalmente" decía la dictadura; ciertamente que la muerte de los comunistas y socialistas por esos días parecía algo natural. Pero nadie creía, el mismo Pablo que tantas veces confrontó al imperio, que de tantos lugares fue vetado por no callarse según el protocolo, no podía morir de la desdicha, dejarse consumir por el silencio. No él, le tendrían al menos que haber reventado la boca mientras escribía su último soneto como a Jara.
Hoy, cincuenta años después, nos dicen: "es probable que haya sido asesinado con veneno". Los vientos de Isla negra danzan y celebran los cóndores que la verdad sea dicha, no murió Neruda, lo mataron o lo intentaron matar porque hoy vino a cantar conmigo.