'La vendedora de rosas' (1998-2023): alucinación concreta o muestra de la desidia oficial

'La vendedora de rosas' (1998-2023): alucinación concreta o muestra de la desidia oficial

¿Es o no la mentira del arte más satisfactoria y abrumadora que toda verdad proveniente de la realidad?

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento*
febrero 17, 2023
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
'La vendedora de rosas' (1998-2023): alucinación concreta o muestra de la desidia oficial

"El cine critica a la vida" —Paul Valéry (1871-1945)

"Un filme no es un espectáculo. Primordialmente es un estilo" —Robert Bresson (1901-1999)

"Hoy en día el arte es el lamento o la crueldad. No hay otra medida: o nos quejamos o hacemos un ejercicio gratuito de pequeñas crueldades" —Roberto Rossellini (1906-1977)

"El buen cine es necesariamente, de una manera o de otra, más realista que el malo. Pero la condición no es en absoluto suficiente pues el interés no reside en presentar mejor lo real sino en hacerlo significar más. En esta paradoja es en lo que consiste el progreso del cine" —André Bazin (1918-1958) **

"No creo en las películas documentales, las que pretenden reflejar la realidad, porque hacen como si la realidad no estuviera siempre manipulada. En cambio, la ficción da una estructura claramente manipulada que permite a la realidad introducirse dentro de la ficción con total libertad" —Wim Wenders (n. 1945)

Después de ver La vendedora de rosas (1998), con dirección de V. Gaviria (Medellín, 1955) y producción de E. Göggel, se pregunta uno para qué escribir sobre un filme tan crítico y conmovedor desde su origen, contundente desde su imagen no documental, sincero desde su concepción hasta sus resultados: los que hablan de un cine malamente realista, así se lo quiere ver, pero que es hondamente servicial, ético y rosselliniano. Y es que para qué escribir sobre un filme cuyo problema no es ‘creer o no creer’ en él, como dice Gaviria mismo, sino que se impone por sí solo, que deja al espectador mudo y helado como consecuencia de sus propios e irrebatibles recursos cinematográficos en cuanto a un cine de autor y a su puesta en escena, los que no dejan campo más que para ver y oír, según los dictámenes de todo cine inmejorable, de toda película valiosa (no costosa), de todo gran arte: el que no obedece a intenciones, sino que produce efectos.

¡Qué modo de invadir la pantalla con esa multitud que parece rebasar la capacidad de la misma! ¡Qué manera de sacudir (a una caterva de indolentes) con esa masa de desahuciados no por enfermedad sino por la vida o, si se prefiere, golpeada por la peor de las enfermedades de la sociedad: la desidia, la indiferencia, la insolidaridad! La misma sociedad que se la pasa organizando radiotones, teletones y caminatas por la ‘solidaridad’ dizque para beneficio de desamparados, humillados, ofendidos: aquellos seres a los que en un gesto de verdadero afecto, desinterés, caridad auténtica (por desgracia, eso sí, publicitada como solo lo hace el sistema), de perfecta piedad, para distinguir el amor ligado al erotismo del que está exento del mismo, Gaviria les destinó el producto del estreno oficial de su filme, cuyo recaudo fue de diez millones de pesos. 

Y que lo hizo sin aspaviento queriendo tal vez poder prescindir de esas cámaras de televisión que, contra las de cine de su filme, solo producen efectismo y no efectividad, vergüenza ajena y no propia, calma momentánea y no inconformismo. Porque, ¿quién podría sentirse no tocado, salvo aquellas personas maquilladas de ambos sexos que salían con espanto no por el filme sino por su propia culpa indiferente, por las imágenes de aquellos infantes/adultos o adustos/niños consumidos por el sacol del desamor de esa sociedad que se refleja en un metro medio borroso, casi clandestino que se desliza raudo y paralelo a la figura clara, nítida (vía zoom), sin rodeos de Mónica, la niña/adulta vendedora de rosas ya consumida por el desprecio latente e hipócrita de quienes no se atreven a enfrentarse al dolor de los demás porque creen que no ha sido ni nunca será nuestro pero que, no obstante, nos persigue como el lazo al ahorcado, la guillotina al verdugo, la sombra a su dueño advirtiéndonos que todo aquello de lo que denigramos, negamos o escondemos, sirve para derrotarnos al final? Aunque, en realidad, desde el inicio ya se sabe que estamos derrotados por nuestra propia miseria: la que por arte de birlibirloque hemos venido tratando como opulencia, como bienestar, como mejor vivir.

Al estilo de El infierno, de Chabrol, si se quiere ampliada del orbe de la pareja al de la sociedad, La vendedora… es un filme sin final, no inacabado, sino que no termina, una obra sobre la eternidad desde el aquí y ahora, desde la fugacidad del presente: no desde uno ubicuo, el único tiempo que pese a los trastrocamientos el cine conoce, sino desde el presente inmediato, externo, cronológico. A través de esos seres mutilados, v. gr. don Héctor, literal/física/mente por la vida, que revierten su rencor por vía de un lenguaje repetitivo, precario, procaz y no obstante plurisémico, como el de la poesía (2). Así sea mala, v. gr. gonorrea, voz que por tan citada parece conducir al espectador a buscar penicilina para el oído (según el chiste, malo, de Narciso Ocar), Gaviria deja leer entre líneas y a la vez de forma paradójica, la violencia sin fin del poder y, por contraste, la reducción vertiginosa y cruel del Estado como generador de justicia social: cuando si no hay justicia, mucho menos puede ser social. Claro, poder al que todos desdeñan cuando no lo poseen, pero del que abusan al acceder a él: sean de derecha, extrema derecha o…

Sobre la procacidad del lenguaje, no es que sea excusable, en todo caso es mucho peor la procacidad moral y de acción de la sociedad y, más allá, la corrupción e inmoralidad y falta de ética del Estado, de cada gobierno. Si Gaviria se sirve de la procacidad, la rapacidad, la violencia, no es para exacerbarlas, como se pretende de forma abusiva e irresponsable, sino para reflejar lo que solo puede entregar a condición de encontrar tales elementos. Pero, sería absurdo, por no decir algo procaz, aunque tal vez más acertado, pensar y/o decir que la violencia y, más allá, su apología, es el tema de su obra. No, su recurso a la violencia es como la del alcohólico frente a la bebida: para alimentar su estado no para saturarlo: un verdadero alcohólico no quiere emborracharse. Véase Barfly o Mariposas de la noche o Leaving Las Vegas o, simplemente, la vida.

Así Gaviria, si necesita de la violencia como el Scorsese de Buenos muchachos, (3) Cabo de Miedo (4) o Casino, el Camus de Los santos inocentes (5) o el Stone de Asesinos por naturaleza, esa necesidad viene a ser la de una palanca: para catapultarse a otro universo; y ese universo, más allá del deseo, de la violencia y de la imprecación anuncia, como en estos tiempos de inquietud, la llegada de la necesaria calma. Que no equivale para nada al anuncio de la tan cacareada paz. No, al contrario de ciertos directores que juegan a la política, se valen de ella hasta para dar golpes de estad(i)o (porque no se atreven a dar los otros) y luego se retractan de su felonía, Gaviria, como todo artista honesto y ético sabe, sin nombrarla jamás, que a la paz se llega por vía de la acción, es decir, haciendo películas en serio (lo que sabe) y no de la invocación, esto es, blablablando: como si solo a fuerza de invocarlas las cosas fueran a existir; como si las cosas fueran tan simples, diría Monterroso; como si la paz fuera posible de decretarse.

En un cine que sin querer se burla no de la psicología sino del psicologismo académico, no de lo exótico sino del exotismo deliberado, no de la inverosimilitud sino de la falsificación, Gaviria sin ambages posibilita que el espectador sienta que en él la metafísica se ha introducido de pronto: la única violación lícita posible, la artística. La que nadie denuncia, antes bien y no es contrasentido, la que todo el mundo demanda. Es sabido que la modernidad se define, entre otras cosas, por un conflicto entre el verismo y el esteticismo: en lo fílmico con el Cine Ojo, el Cinema Verité, el Free-Cinema, tomados como puntos de partida. Esto quiere decir, entre una mayor autenticidad que conecte la imagen con el mundo y una mayor expresividad que es consciente del valor de la imagen en cuanto tal: de ahí la insistencia, nunca bien sustentada, eso sí, de buena parte de la crítica en el carácter aparentemente documental de La vendedora de rosas.

Y es que las imágenes de Gaviria no son inocentes o gratuitas ni, menos, irrespetuosas como pretende un sector de la crítica oportunista/optimista. O cristianas, como en una eufemística vuelta de tuerca se las quiere hacer ver, captando por tales las imágenes de la tía mala arrepentida que decide hacer el bien o del tipo que juega al bueno sacándole tajada al asunto, o del sociólogo que urde una tesis cinematográfica. A menudo, ciertas escenas se construyen sobre un plus de visualidad, sobre una autoconciencia de estar ante una imagen concreta, como pasa con los espejismos o alucinaciones por sacol de la ‘mamita’ (en la jerga paisa, la abuela de la realidad), de los peligros humanos que ‘sueñan’ los pelaos ensacolados; de los malentendidos (que cita el cineasta) que surgen por ahí como el de asesinar a quien es confundido con otro o por broma o malentendido.

Más conscientemente esas imágenes se construyen sobre un plus de visualidad, en tanto contrastan con escenas rodadas en estilo cuasi documental que, a pesar de su verismo, devuelven a una rotunda o incontestable ficción: o sea, a una puesta en escena que por definición no puede ser documental, que más bien se acerca sin ánimo reduccionista a la categoría de ensayo cinematográfico: Gaviria, como Rossellini (6) en su ensayo fílmico Viaggio in Italia sabe que, bajo el estilo más realista o hiperrealista, como el Buñuel de Los olvidados o de Nazarín (7), el Godard de Sin aliento o el Saura de La caza lo saben, se esconde la más elaborada/descarada construcción narrativa. A mayor fidelidad a los hechos, mayor ficción, al ser el hecho real origen del acontecer descriptivo/narrativo. 

En entrevista con Kinetoscopio, Gaviria le dijo a César A. Montoya: “Al caer a la calle, ellos han perdido ese mundo originario en el cual todos nosotros recibimos las fuerzas más originarias para poder vivir y subsistir, las fuentes del amor. Los han separado de las fuentes del amor. El deseo de vivir nace de esas fuentes, creo yo. A ellos los separan de esas fuentes del amor y las buscan a través del sacol. Ahí se da, entonces, la conciencia del encuentro con el cuento de Andersen” (8). Cuento que narra un día de fin de año o San Silvestre y no como en el filme tres días desde el 23.dic hasta el 25 a las diez a. m. cuando se descubren los cadáveres de Mónica y El Zarco, este victimario y a la vez víctima de aquélla. Cuento que lleva a Heidegger: ‘El origen de algo es la fuente de su esencia’. Y por ahí a razonar como lógico el hecho de que la mayoría de jóvenes de La vendedora de rosas carezca, en forma involuntaria, de lo que podría llamarse ‘esencia vital’ pues desconoce en la práctica su origen. Seres humanos, desprovistos de recuerdos, memoria, historia, en fin, identidad: como el resto de Colombia.

Cuando se habla de quien no pertenece al grupo que puede contabilizar el futuro éxito de sus filmes y que cree que la única vía para llegar al espectador se construye sobre la idea de ser fiel a sí mismo, hablar una lengua propia y soñar construir pirámides así luego no se construyan y que, por añadidura, resiste al cine comercial, lucha contra él, no puede dejar de pensarse en un artista/cineasta como Gaviria o en autores como Buñuel, Fellini, Bergman, Tarkovski, Wenders, para quienes la verdad solo surge por contraste/choque/confrontación, entre el máximo realismo/onirismo. Justo lo que Gaviria inventa (del griego invectare, descubrir) en su filme: un verdadero cine de autor con una puesta en escena, sin lugar a equívocos, de ficción basada en la total sinceridad.

Y es que la puesta en escena de La vendedora..., como la de cualquier filme no contiene la obligación, la voluntad ni la intención de dar un nuevo sentido al mundo, sino que se organiza en torno a una secreta certidumbre de retener una parcela de verdad sobre el hombre y la obra de arte, ambos ligados de modo indisoluble. A la vez, hace que se entienda con claridad lo que para Astruc es la puesta en escena: cierto modo de prolongar los impulsos del alma en los movimientos del cuerpo... como en ese andar de saltimbanqui de La chinga, el líder de los niños ensacolados, cuando ve derrumbar sus pretensiones amorosas frente al rechazo, entre la dulzura y la delicadeza, de Mónica.

Aquí es justo recordar que la exquisita y conmovedora ternura de este filme que en Francia ‘pareció extravagante, exagerado, hecho con sensacionalismo’ (Gaviria), está hecha de aquella irremediable lentitud que conduce a un grupo de seres cuyo destino es insignificante, aunque para ello haya que recurrir a la ira, la violencia o la procacidad, como en los westerns de Peckinpah, en el cine de gángsters de Scorsese o en las Road Movies de Wenders. (9) Eso, la insignificancia del destino, lo reafirma el propio Víctor Gaviria en un foro realizado en la U. Central de Bogotá, el 26.03.99, cuando hacia el final de su filme percibió que ‘las niñas significaban algo...’ ¿Alguna duda al respecto? 

“El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”, recuerda Kundera en La lentitud. (10) Cita hecha en tanto un símbolo recorre la obra de Gaviria y tiene que ver no solo con el paso del tiempo, sino con la pérdida de aquellas ‘fuentes del amor’ de las que hablaba, con el extravío existencial de aquellos seres que pueblan el filme y con su falta de memoria, de pertenencia a un lugar, de identidad: el reloj, objeto que en sí encarna el tiempo: y este, qué duda cabe, no es la unidad que conviene a la vida, es el reloj de la muerte, como se ve al final con la muerte de Mónica y El Zarco. También, el filme plantea un conflicto entre el tiempo diegético y el cronológico y es que esos jóvenes apenas cuentan con el tiempo sucesivo, el de la plusvalía, esto es, el de los relojes: y no el del ocio, el que no produce dinero, sino placer, o sea, el interior.

Por último, para tratar de zanjar la inútil diferencia entre documental y ficción, después de ver La vendedora de rosas resulta lícito preguntar: ¿no miente el arte siempre, como pensaba el poeta Kavafis? ¿No es acaso más relevante esa mentira creativa llamada Mónica Rodríguez y Cía. que cualquier posible verdad? ¿Es o no la mentira del arte más satisfactoria y abrumadora que toda verdad proveniente de la realidad? (11) La obra de Gaviria significa la asistencia no a un espectáculo ni menos a un evento de glamour sino a un filme de autor a través de cuyo estilo se muestra el peor de los sueños mejor representado, una pesadilla vívida, una alucinación real/concreta y por ello plena de inquietud/contundencia/desesperanza en tanto no contiene un final feliz a la gringa, sino la más feroz muestra de la desidia de los gobiernos frente a su desvalida población. 

Ficha técnica

Título original: La vendedora de rosas. País: Colombia. Año: 1998. For.: 35 mm; color, 104 min. Gén.: Drama social. G: Víctor M. Gaviria, Carlos Henao. D: Víctor Gaviria. F: Rodrigo Lalinde, Erwin Göggel. Montaje: Agustín Pinto, Víctor Gaviria. Sonido: Heriberto García. I: Lady Tabares, Marta Correa, Mileider Gil, Diana Murillo, Liliana Giraldo, Giovanni Quiroz. Estreno: Teatro Embajador, Bogotá, 20.08.98.

Notas, enlaces y bibliografía

(1) Artículo publicado inicialmente en la revista Universidad de Antioquia No 261, julio-septiembre del año 2000, pp. 131-36. Presentado y leído en la Sala Mª Mercedes Carranza con motivo de la XXVI FILBO (2013), dentro del homenaje al cineasta Víctor M. Gaviria.

(2) https://www.las2orillas.co/yo-hice-peliculas-con-ninos-de-la-calle-y-ellos-abrieron-los-brazos-victor-gaviria-el-poeta/

(3) https://rebelion.org/siempre-quise-ser-ganster-mejor-que-presidente/

(4) https://rebelion.org/cabo-de-miedo-1991-la-busqueda-de-la-redencion/

(5) https://rebelion.org/el-rostro-sin-alma-de-la-sociedad/

(6) https://rebelion.org/un-espiritu-libre-un-dialogo-con-modernismo-y-marxismo/

(7) https://rebelion.org/una-mirada-onirica/

(8) Montoya, César Augusto. Búsqueda de las fuentes del amor: La vendedora de rosas. Revista Kinetoscopio N° 41, 1997: pp. 56-67.

(9) https://rebelion.org/wim-wenders-o-el-arte-de-la-errancia/

https://rebelion.org/wim-wenders-o-el-arte-de-la-errancia-ii/

(10) Kundera, Milán. La lentitud. Tusquets, Barcelona,

(11)https://rebelion.org/sin-aliento-1959-filme-politico-transgresor-y-subversivo-del-orden-burgues/

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine, de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012; columnista, 2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por la UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con el ensayo sobre MZO y su novela Changó, el gran putas, lo lanzó la UFES (2021). Autor, traductor y coautor, con LES, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]

** Como se puede comprobar, 1945-1996 son los años entre los que vivió el crítico Luis Alberto Álvarez y no fueron suministrados por el autor del artículo: André Bazin iba sin fechas, las que ahora se citan como una necesaria aclaración.

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