Desde que era niño a Chris Kyle su padre le enseñó el poder de la violencia. No solo era depurar el extraño don que le había dado la naturaleza de matar ciervos a larga distancia, sino imponerse en el colegio, partir tabiques antes de que los chicos más grandes lo hicieran víctima de sus burlas, ser el pastor que guía a las ovejas a punta de látigo.
Y fue creciendo a la deriva, guiado solamente por su instinto y su brutalidad. No había hombre lo suficientemente duro en los bares de Texas que le disputara una pelea. Entonces, con su muñeca inflamada de venas, dominaba a los potros más salvajes. Era un vaquero, un verdadero hijo de su tierra.
Un día, mientras se tomaba una cerveza con su hermano, tuvo una epifanía al ver en las noticias que un grupo extremista islámico había puesto una bomba en una embajada norteamericana en Oriente Medio. Su vida tomaba el rumbo de la venganza. Había un lugar en el que matar otorgaba prestigio y honor y entonces entró al ejército con la pretensión de ser un SEAL, un soldado capacitado para operar en el aire, en la tierra y en el agua. Solo los más tenaces pueden soportar el cruel entrenamiento. Si podía dominar un toro con sus manos poca cosa le resultaba resistir entrar al mar en el más crudo de los inviernos.
Conoció a una chica en el bar, se enamoraron y luego se casaron. Los atentados a las Torres Gemelas lo convencieron que había que entrar al territorio de los salvajes y uno a uno irlos matando. Llegaría el día en que un collar de orejas musulmanas, cortadas por él mismo, adornaría su cuello. En Irak, su capacidad innata de matar lo convertiría en una leyenda. En cuatro misiones se cargaría a más de 150 infieles, entre ellos muchas mujeres y niños. En Estados Unidos su esposa y sus hijos lo esperarían inútilmente. De vez en cuando abandonaba el campo de batalla para irse a refugiar en su mutismo y aburrimiento. En su casa texana todo lo recordaba a Irak. Solo era un hombre cuando desde el tejado de una casa derruida disparaba a la espalda del sospechoso.
Y un día cualquiera la guerra terminó para él y tuvo que regresar a casa a ser solo un héroe de guerra, y en sus noches de insomnio y desesperación se atormentaba no por todas las personas que asesinó sino por aquellos que había dejado de matar. Era una máquina de guerra que se enmohecía en tiempos de paz.
Ambigua hasta la polémica ha resultado la última película de Clint Eastwood. Mientras los liberales se rasgan las vestiduras al ver que el octogenario director no ha levantado el dedo acusador hacia todas aquellas víctimas que no tienen otro camino en su vida que enrolarse en el ejército, los conservadores aplauden lo que ellos consideran una oda a la guerra. Incluso el gobernador de Texas, Gregg Abott, instauró el 2 de febrero como el día de Chris Kyle, en honor a todos los héroes de guerra.
Valiéndose de la portentosa y contenida actuación de Bradley Cooper, Eastwood toma la debida distancia para hacer un perfil del hombre que fue denominado por la insurgencia iraquí como El diablo de Ramadi y cuya cabeza alcanzó a costar 180 mil dólares. Con sus emociones secas por tanta muerte, a Chris Kyle no se le mueve un músculo mientras sus enemigos lo atacan o una tormenta de arena amenaza con devorarlos. Si teníamos alguna duda del gran momento que pasa Cooper, estas quedan despejadas en American Sniper. Su imponente porte de SEAL, para el que tuvo que engordar 20 kilos en unas cuantas semanas, refleja la soberbia y brutalidad que encarnan una potencia invasora en un país ajeno.
Lo que hace el autor de Los imperdonables es simplemente mostrar, sin emitir juicios, la degradación espiritual que puede tener un hombre cuyo trabajo es asesinar. Además el paisaje desolador, los continuos bombardeos, el eterno traqueteo de las ametralladoras, constatan que la presencia norteamericana en Irak no ha traído más que miseria, destrucción y muerte.
Lamentablemente los espectadores entran a la película con un evidente prejuicio. Hay críticos que la han comparado con los magistrales panfletos nazis que hacía Leni Riefensthal, alimentando aún más la paranoia de los mamertos, sedientos de formular, en su eterno desocupe, teorías conspirativas donde no las hay.
Independientemente de la polémica, American Sniper, tiene el ritmo y la fuerza narrativa características en el cine de nuestro republicano favorito. La verdad no sé si se alzará con el Óscar el próximo 22 de febrero, igual poco importa, pero lo que sí es seguro es que a los 84 años, Clint Eastwood sigue manteniendo el pulso firme y la vitalidad para hacer grandes películas.
