La población mundial está envejeciendo. Por ello, es urgente repensar el papel de las personas mayores y su importancia en las sociedades actuales. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se estima que para 2050 se triplicará el número de personas mayores de 60 años, pasando de 400 millones a más de 2000 millones en todo el mundo.
La necesidad de discusión e implementación de políticas públicas dirigidas a las personas mayores se hace cada vez más imperiosa en los países en desarrollo, que ya presentan una grave carencia en cuanto a la realización de los derechos humanos de este segmento de la población.
El tema de la vejez no es solo demográfico, también es un tema social, político e incluso filosófico. Marco Túlio Cícero escribió, en 44 a.C., la obra Catán, el viejo, o dialogo sobre la vejez. En ella, el filósofo, estadista y orador romano (nacido el 13 de enero del año 106 a.C. y muerto el 7 de diciembre de 43 a.C.), hace una reflexión extraordinaria sobre la vejez.
Al contrario de lo que se esperaría de un viejo, Cícero exalta aquello que es propio de la naturaleza humana, razón por la cual es una estupidez encontrar mal la vejez, pues “pretender resistir a la naturaleza no tendría más sentido que querer —como los gigantes— guerrear contra los dioses”. Él escribió, además: “Todos los hombres desean alcanzarla, pero, al quedarse viejos, se lamentan. ¡Es la inconsecuencia de la estupidez!”.
Ahora, siendo algo de la naturaleza humana el final, tanto como el nacer, debemos, como un sabio, “consentir pacíficamente” con el fin, pues la vida, “espontáneamente”, tal como “las bayas y los frutos”, “llegada su hora, se marchitan y caen por tierra”.
Dice el filósofo que no es a la vejez que debemos culpar, pero a nosotros mismos, especialmente cuando la lamentamos, ya que “los ancianos inteligentes, agradables y divertidos soportan fácilmente la vejez, mientras que la aspereza, el temperamento triste y la petulancia son deplorables en cualquier edad”. Por lo tanto, “son sus propias faltas, sus insuficiencias, que los imbéciles imputan a la vejez”.
Objetivando Lélio —uno de sus interlocutores— que su poder, su riqueza y su prestigio —Cícero también era senador— hacían de su vejez algo más soportable, respondió que “en cuanto al imbécil, juzgará la vejez pesada aún en la riqueza”, pues “las mejores armas para la vejez son el conocimiento y la práctica de las virtudes. Cultivados en cualquier edad, ellos dan frutos soberbios en el término de una existencia bien vivida”.
Recordando Platón, que muriera a los ochenta años, “en pleno trabajo de la escrita”, afirmó el filósofo romano que “una vida tranquila, honorable y distinta puede de la misma manera llevar a una vejez pacífica y suave”. Mismo algunos defectos generalmente apuntados en los ancianos —el malhumor,
la petulancia, la avaricia (defecto que Cícero no admitía, le parecía insensato), la irritabilidad fácil, la aflicción— son, en verdad, “inherentes a cada individuo, no a la vejez”, pues “así como el vino, el carácter no agria necesariamente con la edad”.
Entonces, Cícero apunta cuatro razones posibles para detestarnos la vejez, a saber: 1) el alejamiento de la vida activa; 2) el debilitamiento del cuerpo; 3) la privación de los mejores places y 4) el acercamiento de la muerte.
Veamos, entonces, cómo el filósofo enfrenta cada una de ellas. La primera él contesta preguntando de cuáles asuntos públicos la vejez alejaría el hombre o la mujer, y responde: “no hay asuntos públicos que, aún sin fuerza física, los ancianos no puedan perfectamente conducir gracias a su inteligencia”, pues “no son ni la fuerza, ni la agilidad física, ni la rapidez que autorizan las grandes hazañas”, sino “la sabiduría, la clarividencia, el discernimiento”, calidades propias de la vejez, según Cícero, para quien, además, “la reflexión es propia de la edad en flor, y la sabiduría, de la madurez”.
Con respecto al segundo “inconveniente”, “la falta de vigor”, pregunta Cícero si no habría más bella tarea que, “con suficiente vigor” —no necesariamente el físico— “instruir los adolescentes, para entrenarlos y prepararlos a los deberes de su futuro encargo”.
Según el filósofo, valdría más el vigor intelectual de la vejez que el vigor físico de los jóvenes. Por lo tanto, se debe usar esta segunda ventaja cuando se la tiene, “y no la lamentemos cuando ella desapareció”, pues la “vida sigue un curso muy preciso y la naturaleza dota cada edad de calidades propias. Por eso, la debilidad de los niños, el ímpeto de los jóvenes, la seriedad de lo adultos, la madurez de la vejez son cosas naturales que debemos apreciar cada una a su tiempo”.
Fíjate que los cuidados con el cuerpo también son necesarios “para recomponer las fuerzas, sin arruinarlas”, ¡por supuesto! Pero, también es necesario, además del cuerpo, “ocuparse del espíritu y del alma”. La vejez, de hecho, no debe ser “perezosa, indolente y embotada”. La vejez solo será “honrada en la medida en que resiste, afirma su derecho, no deja que nadie le robe su poder”.
Cícero decía que le gustaba “descubrir el verdor en un anciano” jamás envejecido “en su espíritu”. Su memoria era cuidada con celo. Para eso, estudiaba “asiduamente la literatura griega” y, para ejercitarla, buscaba acordarse, todas las noches, de todo lo que había hecho, dicho y oído durante el día, tal como hacían los pitagóricos (seguidores del matemático y filósofo griego, Pitágoras).
Era su gimnasia para ejercitar el espíritu y la inteligencia: “sudando y cansándome de esa manera, no me ocurriría pensar en lamentarme sobre el declive de mis fuerzas físicas. Mis amigos pueden siempre contar conmigo”.
El estudio y el trabajo, por lo tanto, evitaban “el acercamiento subrepticio de la vejez” y, “al revés de sernos brutalmente atacados por la edad, es poco a poco que nos extinguimos”.
¿Y cuánto al tercer agravo (o inconveniente) de la vejez, la privación de los placeres propios de la juventud?
Desde luego, advertía Cícero que “la búsqueda desenfrenada de la voluptuosidad es una pasión posesiva, sin control”, corrompiendo, según él, “el juicio, perturbando la razón, turbando los ojos del espíritu".
En la vejez, “al renunciar a los banquetes, a las mesas que derrumban bajo los platos y las copas innumerables, renunciamos al mismo tiempo a la embriaguez, a la indigestión y al insomnio”, pudiéndose, “muy bien disfrutar el placer de las comidas equilibradas”.
Evidentemente que Cícero no se ponía “como adversario encarnizado del placer, muy natural dentro de ciertos límites”, no siendo la vejez a él (al placer) insensible, además de los ancianos no sienten más “tan intensamente aquella especie de cosquillas que el placer proporciona. Es verdad, pero ellos tampoco sienten falta de eso”.
Entonces, Cícero hace una comparación con lo que ocurre en una comedia, donde el artista “divierte sobre todo a los espectadores de la primera cola, pero los del fondo aprovechan igualmente su espectáculo”. Eso resulta también con la juventud, “que ve los places de cerca y los disfrutan intensamente, pero la vejez, que los considera más de lejos, les saca un provecho suficiente”.
Así, libre “de las obligaciones de la voluptuosidad, de la ambición, de las rivalidades y de las pasiones de toda especie”, permite la vejez que las personas puedan vivir, “como se dice, consigo mismas”, alimentándose “de estudios y conocimiento” y garantizándose una “vejez tranquila”, pues “el sabor se vale de las competencias acumuladas y se enriquece a la medida en que envejecemos”. Por lo tanto, ¡“ningún placer es superior al del espíritu!”.
Se refería también, el filósofo, a una ventaja de la vejez: la adquisición de una “autoridad natural, ¡el verdadero coronamiento de la vejez!”, pues “el prestigio de los ancianos, sobre todo cuando ejercieron cargos públicos, compensa largamente todos los placeres de la juventud”.
Sin embargo —y eso, en mi opinión, es una observación ¡muy pertinente!—, “los pelos blancos y las arrugas no confieren, por sí sólo, una súbita respetabilidad. Ésta es siempre la recompensa de un pasado ejemplar”.
Por fin, la cuarta razón de temer la vejez: ¡la muerte! Ahora bien, decía él, “cómo es lamentable el anciano que, tras haber vivido tanto tiempo, ¡no ha aprendido a mirar la muerte de arriba!”.
Entonces, de las dos una: si no creemos en la inmortalidad del alma, debemos despreciar la muerte; al revés, si creyentes somos, debemos aceptarla y aún desearla. “No hay otra alternativa”.
Además, recordaba Cícero: "¿quién puede estar seguro, aún joven, de estar vivo hasta al anochecer?” Luego, "¿por qué hacer de eso motivo de queja a la vejez, si es un riesgo que la juventud comparte?”. Él propio, además, perdió temprano un “excelente hijo”, Catán, “lo mejor de todos, el hijo más amable y lo más respetuoso”.
En este sentido, la posición del anciano “es mejor que la del adolescente. Aquello con que este sueña, él ya obtuvo. ¡El adolescente quiere vivir mucho tiempo, el anciano ya vivió mucho tiempo!”. Decía Cícero que no aceptaría —acaso un dios así lo permitiera— “volver a ser un bebé lamentándose en su cuna”. Él “recusaría ser llevado de vuelta al punto de partida tras haber recorrido, por así decir, toda la arena”.
Para un anciano, nada más natural debería ser “la perspectiva de morir”. Para Cícero, la muerte de un joven se comparaba a una “llama viva apagada bajo un chorro de agua”, mientras que la de un anciano se asemejaba “a un fuego que suavemente se extingue”.
Tal como se da en la naturaleza misma, “los frutos verdes deben ser retirados a la fuerza del árbol que los carga; cuando están maduros, al revés, ellos se caen naturalmente”. Por eso, el acercamiento de la muerte se daba como llegada “al parto, tras una larga travesía”.
Ese desprecio por la muerte, incluso, hace a los ancianos “más valientes y más enérgicos”. Se acuerda, entonces, Solón (fue un legislador y poeta, considerado el padre de la democracia ateniense; 640-558 a.C.). cuando, al ser preguntado por el tirano Pisístrato que es lo qué le “daba fuerza para resistir tan valientemente”, le contestó: “¡La vejez!”.
No se debe apegarse “desesperadamente” a la vida, tampoco “renunciar sin razón al poco de vida que le queda”. Por supuesto, es natural sentir “una cierta aprensión en el momento de morir, pero eso dura poco”, y debe ser “desde la adolescencia que conviene prepararse para el desprecio de la muerte. Sin esa preparación, ninguna serenidad es posible”.
De todos modos, eso no significa tratar el inevitable como una obsesión, bajo la pena de no “conservarse el espíritu calmo”.
Para terminar, escribió Cícero que la vejez “es la escena final de esa pieza que constituye la existencia”. Por lo tanto, “nos contentemos con el tiempo que nos es dado a vivir, ¡sea cual sea!”.