Si usted es víctima de un atraco y no opone resistencia, es probable que físicamente no le pase nada. En cambio, si a usted se le ocurre hacerle el más mínimo reclamo a un policía por el comportamiento inadecuado del uniformado, tenga la plena seguridad que usted terminará golpeado, detenido y en el peor de los casos, procesado.
Por todo lo anterior y por el trauma que me dejó la desagradable experiencia personal que como periodista viví a finales de la década de los 80, me atrevo a asegurar que le temo más a la policía que a un atracador. Quizás suene fuerte esta afirmación, pero así es.
En esa época yo, Juvenal Duque, realizaba una sección en el noticiero denominada Bogotá de Noche para la Cadena Super de Colombia bajo el seudónimo de “El Reportero Nocturno”.
Mi función era recorrer de noche las calles bogotanas en busca de historias curiosas, insólitas y estremecedoras. Para ello visitaba permanentemente los famosos Centros de Atención Inmediata de la Policía, donde, gracias a muchos uniformados, logramos con el locutor Cristóbal Américo Rivera posicionar el noticiero Supernoticias como uno de los más sintonizados en Bogotá y el centro del país.
Yo vivía en el barrio La Victoria, al suroriente de la ciudad. Una noche, como tantas otras, me dirigí hacia el CAI Telecom, localizado en la denominada La Alameda, o zona de tolerancia, considerada una de las zonas más peligrosas de Bogotá y ubicado en la carrera 13 con calle 23. Eran cerca de las 8:00 p.m. Para llegar al CAI, esa noche tuve que caminar hacia el norte por la avenida Caracas, desde la calle 19 hasta llegar a la calle 23 y luego doblar a la derecha.
Fue en ese momento cuando noté que sobre la calle 23 se estaban cometiendo dos atracos simultáneos a escasos 20 metros, uno del otro. En el primero, vi a tres sujetos asaltando a un transeúnte. Uno de ellos ‘encuellaba’ a su víctima, mientras los otros dos le sacaban las pertenencias de sus bolsillos. En el otro atraco observé al afectado boca abajo mientras uno de los atracadores se aprisionaba la cabeza con el pie. Otros tres sujetos le saqueaban sus bolsillos. Yo ya no podía retroceder, así que lo único que se me ocurrió fue cruzar por en medio de la calle a paso largo aprovechando que en ambos asaltos los delincuentes estaban concentrados en sus víctimas.
Al llegar al CAI, que quedaba a escasas dos cuadras del sitio de los hechos, al primero que vi fue a un teniente a quien yo jamás había visto. Todo indicaba que era el nuevo comandante de esa pequeña estación policial. Rápido, lo abordé.
— Teniente, mucho gusto, soy periodista, mi nombre es Juvenal Duque. Sucede que allí se están cometiendo dos atracos… por favor mande a alguien—, le dije.
El teniente hizo caso omiso.
— Por favor, teniente, mande a alguien—, le repetí en forma casi suplicante.
El oficial tampoco respondió.
Fue entonces cuando decidí sacar del maletín mi pequeña grabadora y la puse a funcionar.
— Teniente, yo le informé de dos atracos que se estaban cometiendo y usted no hizo nada. ¿Qué pasó?— le pregunté al teniente poniéndole al frente la grabadora.
El oficial, aunque sorprendido, no respondió.
— ¿Qué pasó?—, vuelvo y le pregunto teniente.
Al no obtener respuesta, decidí apagar la grabadora y guardarla. Luego me alejé del lugar.
Al día siguiente, ya en la emisora, decidí preparar el informe y transmitirlo en el noticiero, incluyendo la grabación que le había hecho al teniente.
Nada sucedió durante los ocho días siguientes. Una semana después decidí visitar de nuevo el CAI y allí me encontré con varios policías que me conocían.
— ¡Uy, hermano, usted no se imagina el mierdero que se le armó a mi teniente por la denuncia que usted hizo y parece que a mi teniente lo van a investigar!—, manifestó uno de los policías.
—Mi teniente nos dijo que si lo veía a usted aquí, nos friega a nosotros—, agregó después.
Ante tal anuncio, decidí irme del CAI y cuando me estaba alejando en ese preciso momento llegó el teniente en una patrulla y no me alcanzó a ver.
Durante las noches siguientes opté por no visitar ese Centro de Atención Inmediata y preferí buscar la noticia en otros CAI cercanos como el de la calle 17 con 10ª, Avenida Jiménez con 10ª.conocido como CAI Sancho Panza, entre otros.
15 días después asistí con más de medio centenar de colegas a un asado programado por la Policía en homenaje a los periodistas en nuestro día, en la Escuela General Santander.
Hacia las 3:00 de la tarde, después de culminado el evento, un bus de la institución transportó a los comunicadores y a todos nos fue dejando uno a uno por toda la Avenida 68 hacia el norte. Al llegar a la calle 13, me bajé para tomar el bus que me llevaría al barrio La Victoria donde yo residía. Cuando abordé el vehículo, me encontré por casualidad en el interior del bus con un primo de nombre Olivier Murillo, con quien compartí durante el trayecto.
Al cruzar el bus por la carrera 10 con avenida 19, noté que algo estaba sucediendo en ese sitio. La zona estaba atestada de policías, así que le dije a mi primo: “Algo está sucediendo, bajémonos aquí”. Así lo hicimos.
— ¡Hola, Cardona!—, le dije a uno de los uniformados a quien yo ya conocía.
— ¿Qué está pasando?, ¿por qué hay tanto policía?.
— Operativos de rutina a vendedores ambulantes—, me contestó.
— Ah… ya… ah bueno. Chao, Cardona nos vemos—, le manifesté con la intención de abordar otro bus que nos llevaría a mi primo y a mí hacia nuestra residencia porque consideré que no valía la pena permanecer allí. “No hay noticia”, pensé.
De repente observé que al otro lado de la vía algo estaba sucediendo. Efectivamente, un policía estaba golpeando a una mujer que se oponía a que la subieran a un camión repleto de habitantes de calle, vendedores y prostitutas.
Sin embargo, sucedía algo aún más grave. La mujer tenía el rostro cubierto de sangre y, a pesar de ello, el uniformado continuaba propinándole golpes con el bastón de mando. La estaba, literalmente, masacrando.
De inmediato saqué la grabadora y me dirigí corriendo hacia el sitio donde se estaba presentando la brutal golpiza.
Esperaba que aquel supuesto policía, al saber de la presencia de un periodista, suspendiera su encarnizada tortura.
— ¿Qué sucede señor agente?—, le pregunté con grabadora en mano.
Tamaña fue mi sorpresa cuando descubrí que quien estaba golpeando a la humilde vendedora ambulante era nada más ni nada menos que el teniente Forero, el mismo al que yo había denunciado públicamente 15 días atrás.
— ¡Ah, es usted!—, exclamó el oficial.
Fue entonces cuando me di cuenta que estaba en problemas y que la acción que había realizado había sido temeraria. Sin saberlo, me había metido en la boca del lobo.
La reacción inmediata del teniente fue soltar a la vendedora que la tenía agarrada del cabello y la emprendió contra mí. Lo primero que hizo fue arrebatarme la grabadora y después me prendió a bolillazos. El primero me lo propinó en el estómago. Me sacó el aire. No podía casi respirar. Luego impartió una orden. ¡Súbanlo!, le gritó al conductor del camión y a dos policías más.
— ¡Tranquilos! ¡Tranquilos! Yo me subo solo—, les dije, mientras trataba recuperarme del bolillazo en el abdomen.
Ya subido en el camión con vendedores ambulantes, habitantes de calle, homosexuales y prostitutas, comenzó la verdadera pesadilla. Desde abajo, el conductor, también uniformado, me gritaba: “Ya va a ver lo que le va a pasar por atacar a mi teniente”. Fue entonces cuando concluí que me iban a empapelar.
Mi primo, al observar lo que me estaba pasando, no tuvo otra opción que permanecer al margen de la situación.
— ¡Primo! ¡Avise en la emisora lo que está sucediendo!—, le grité desde el camión.
Recordé que en la emisora a esa hora ya no había nadie y menos al día siguiente que era domingo.
Me llevaron a la denominada Estación de la 40, localizada en la calle 40 con carrera 13. Me metieron a un calabozo a empujones. Por fortuna me tocó una celda solo.
Era sábado y el lunes era festivo, así que permanecí detenido durante los tres días siguientes totalmente incomunicado y sin que se me suministrara ni siquiera un vaso de agua.
La noticia de mi detención ya había salido en los diarios El Tiempo y La Prensa. Detenido periodista de Radio Super en el centro de Bogotá, así tituló el periódico la nota.
El día martes salió una segunda nota Hoy Duque será trasladado a la Cárcel Modelo (aún guardo los recortes de prensa).
Para el día martes estaba programada mi indagatoria y del resultado, dependía el traslado o no, a la Cárcel Modelo, acusado, según la denuncia del oficial, de “agresión a la autoridad”.
— ¡Duque, alístese porque lo vamos a trasladar al juzgado! ¡Ahí está la ducha para que se bañe y una máquina para que se afeite!—, me gritó un policía desde una de las oficinas.
Al ofrecerme la ducha, sabía cuál era la intención de la policía: que yo llegara al juzgado bañado y afectado para que no hubiera indicios de malos tratos por parte de los uniformados durante mi permanencia en la estación.
Era la hora de trasladarme al juzgado y llegó la patrulla a recogerme, pero cuando se enteraron de que yo no me había bañado ni afeitado, el enojo por parte del oficial de servicio fue monumental.
Si no hubiese sido por el afán que tenían, me habrían bañado a las malas con mangueras a presión como solían hacerlo con habitantes de calle.
Cuando llegamos al juzgado que quedaba en un segundo piso, me recibió una juez de apellido Rodríguez.
— Hola, periodista, ¿cómo te va?—, me saludó amablemente la funcionaria.
— Mal, doctora. Muy mal. Me quieren empapelar—, le dije.
— No te preocupes, yo sé cómo son esos #$%#%&&%/. Cuéntame someramente lo que pasó.
— No, doctora. Usted me disculpa, pero quiero narrarle detalladamente lo que sucedió porque necesito denunciar al teniente ante la Procuraduría, Fiscalía, Personería y todo que tenga que ver con derechos humanos.
Cuando se terminó la diligencia, me dijo la juez: “¡Listo, periodista, queda usted en libertad!”.
Al salir del edificio, me encontré a la entrada con varios medios de comunicación de radio, televisión y prensa escrita que estaban esperando los resultados de la indagatoria.
Después de esa desagradable experiencia, reitero mi pregunta: si esto me sucedió a mí que como periodista gozaba de una especie de fuero, ¿qué diremos a aquellas personas que no cuentan con ningún privilegio?