Si la tierra fuera una hoja blanco y nuestros pies, desde que nacemos, estuvieran desperdigando tinta, aún seguiríamos escribiendo, tal vez sin darnos cuenta, tal vez sin descifrarlo, el paso del tiempo medido con cada lágrima de despedida, con cada extravío, con cada abrazo de bienvenida que recibimos en las terminales.
Escribimos mientras se avanza, experimentando el acecho del espacio que siempre va por delante, como un perro callejero asegurándose de que lo seguimos, de que nos va marcando el rumbo. El espacio: quién mejor que él para dar testimonio de lo largos que pueden ser los viajes que acometen las personas tristes.
Son demasiadas palabras las que hemos escrito de tanto andar y desandar sobre la misma calle; hoy día, ni todos los diccionarios del mundo bastarían para darles un significado aceptable. Si los que caminan tuvieran idea de los enigmas que van dejando tras de sí, ¡qué diáspora hermosa sería el texto escrito por los pies de los seres humanos!
Deambularíamos entre el vaivén del que sale y regresa a casa pisando siempre los mismos sitios; del que, simulando el movimiento de las galaxias, se expande con un nuevo paso sin abandonar su área protegida; y si contamos con suerte, en medio de la maraña, encontraríamos la ruta loca del que nunca ha vuelto sobre sus pasos: el eterno ambulante, el desconocido.
Antípoda o entremezclada, rápida o cautelosa, no importa cómo escribamos nuestra experiencia de caminar en el mundo, pues las huellas desaparecen siempre en algún descuido de la naturaleza, como una cadena que heredamos y de repente se rompe, se nos pierde.
Nos empecinamos en creer, no obstante, que nuestras expediciones se despliegan más allá de la memoria, y que, en la soledad de esta escritura, hay espectros de otros yoes, fantasmas de otros siglos, tejiendo entre sí las innumerables vidas que hemos compartido.