No deja de sorprenderme lo mucho a lo que la mayoría puede estar dispuesta a renunciar con tal de hacerse con “el vellocino de oro”: -el tan preciado privilegio- de la pertenencia. Esto también tiene que ver con la figura del hincha.
La inclusión es, al fin y al cabo, un cobijo existencial, que con toda gratuidad –y, sin mencionar, con aparente impunidad -nos acoge, nos socializa y nos redefine.
Por esto resulta sensato hacer, de tanto en tanto, un alto en el camino, y realizar un verdadero ejercicio de discernimiento, un escaneo de nuestro ser, para descubrir hasta qué punto estamos siendo individuos o un mero Piñón de diferentes maquinarias culturales, las mismas que nos ofrecen una supuesta colocación, una dizque participación en su engranaje.
A pesar de esto, soy consciente de que estas palabras pueden no significar absolutamente nada para muchos; por ello es menester aterrizarlas, ejemplificarlas, darles el cauce esperado para este discurso:
Para conseguir esto, me permito comenzar contando una pequeña experiencia:
Un día, después de haber realizado alguna compra en algún supermercado, mientras descansaba en las bancas situadas fuera, y me fumaba un cigarrillo reuniendo fuerzas para mi viaje de regreso, entablé conversación con una mujer, unos cuantos años menor que yo, que trabajaba en una peluquería cercana.
Después de algunas preguntas de rigor, me soltó que era parte de la hinchada del Nacional, que acompañaba al equipo adonde fuera y como fuera, que el equipo era su vida y que por él haría lo que fuera.. “Vaya vida vacía” pensé yo -obviamente sin llegar a verbalizarlo-, en vista de que estaba sedimentando todo su ser haciéndose relativa a algo tan vacuo como lo es el fútbol.
Fue aquí cuando pensé en mi ejemplo primo, uno en el que no pude evitar pensar al escuchar esta palabrita supervalorada e inane: ser hincha de un equipo de fútbol es como ser fan de un grupo que cambia su estilo musical cada tanto, cuyas letras varían con frecuencia, porque quien las escribe es distinto de vez en vez; una banda que sólo se identifica por su nombre y por las vestimentas uniformadas que usan; cuyos álbumes no existen, solo se desempeñan a través de sus conciertos, los cuales están plagados de errores, a veces tocando las canciones adecuadas y a veces algunas que ni conocemos.
Aunque la música es arte, su forma de interactuar con el público es a través del entretenimiento; así lo es también el fútbol ((haciendo a un lado el asunto del arte); lo cierto es que, por lo menos yo, me sentiría robado si voy a un concierto de mi banda favorita y, además de equivocarse todo el tiempo, no tocan ni una canción conocida.
Ese sería el sentimiento más lógico que encuentro para asumir un partido que queda 0-0. Sé que es una visión algo utilitarista de todo este asunto, pero no es más que la respuesta a algo ya de por sí materialista; porque no nos digamos mentiras: el fútbol es ENTRETENIMIENTO, no hay que ir más lejos, no da para más; su alcance social es tan ancho como los mismos hinchas quieren que sea; su relevancia, un artificio generalizado; no es más que un constructo social.
Sé que no debe de ser nada agradable escuchar que aquello a lo que le entregamos nuestro corazón, no es más que un ardid maquinado para quedarse con nuestro dinero. También sé que puede resultar chocante escuchársele comparado con la música porque toda comparación es susceptible a ser una falacia del espantapájaros (de esas que comienzan con enunciados de tipo "¿entonces…”.
“¿De modo que…” y que eventualmente terminan en discusiones innecesarias y hasta peleas, cuando se escudriñan a fondo y se detectan los flacos y carencias en su similitud con el argumento que pretenden desestimar, aquel que se trató en un principio.., pero les digo que estoy siendo clemente y hasta laxo en mi ejemplo, porque, se encuentran en la cancha... Punto.
No existe nada más que el mero deporte que lo sustente; eso respondería a justificaciones del mismo futbolista, no del hincha.: porque el último no sale a jugar con el equipo, su participación en el fútbol será meramente presencial; es como ,en un viaje ,darle una cabrilla de juguete a un bebé, para que crea que está manejando el carro y se sienta útil.
Así es el asunto con la hinchada, que siente debe alentar al equipo, algo sumamente irrelevante y fútil, porque los resultados en la marcación de goles serán los mismos con cánticos los hinchas serán entonces como el bebito que cree que se estrellaron porque no dio un volantazo a tiempo, en su cabrilla Fisher Price
Es algo que suena infantil, porque lo es, en esencia; es por ello que suele revestírsele de violencia y contundencia: para que adopte un cariz de seriedad, que disipe las dudas acerca de su supuesta autenticidad.
No quiero que se me malinterprete; no estoy hablando ni hablaré acerca del mero aficionado al fútbol, porque eso entra en la categoría de gusto, y “para gustos colores”, “entre gustos no hay disgustos” y otras apologías. En lo personal, no le encuentro ningún problema a eso; es a la figura del hincha a la que van dirigidas estas palabras; ese que le regala su vida, su atención, su seguridad y todo su ser a algo tan vacío como lo es un equipo de fútbol.
Como el paradigma del hincha está íntimamente ligado al sentir popular, a las tendencias sociales, que nos hacen pensar que todo es tan natural, tan auténtico, se suele tener un apoyo férreo a múltiples desilusiones actuales., cosa que resulta ser, como poco, incongruente en el hincha, quien no puede dejar de hablar en términos de “pasamos a la B”, "metimos X goles”, incentivando, con la más grande inconsciencia, una segregación innecesaria y perniciosa de la sociedad; un contrasentido con aquello que promulgan los adeptos y adictos al buenísimo.
La elección de los equipos a los que la gente decide regalarles su vida, siendo así que, cuando hacemos una revisión y miramos de forma holística nuestra historia, se pierde todo estatus de autenticidad; nos encontramos con que la elección de una hinchada u otra, dependerá de dos circunstancias:
La primera es que se trate de un legado familiar; que los tíos, primos, hermanos y padres ya fueran hinchas de un equipo en específico antes de entrar en la dinámica del fútbol; y como en la niñez no se cuenta con un criterio propio bien formado, la elección personal y no sesgada no existe.
La segunda viene por la imitación de terceros (los amigos, conocidos, figuras públicas y cualquier persona que pueda llegar a ser objeto de nuestra admiración), justamente respondiendo a la necesidad de pertenecer. Pero entonces llega la inevitable pregunta: ¿pero entonces cómo llegaron estos terceros a ser hinchas de uno o de otro? la respuesta tiene más tintes colectivistas que Personales, y está ligada a asuntos tan fortuitos y vanos como las clases sociales.
Resulta curioso ver cómo la clase alta resulta inclinada a imitar los modos, gustos y costumbres de la clase baja (los peinados, el lenguaje, la música); asimismo la clase baja suele rehuir lo que le gusta a la alta; de este modo, el asunto de las clases resulta siendo un juego cíclico. Como la afiliación a un equipo de fútbol es un fenómeno netamente cultural, es lógico que la identificación de las clases sociales con uno u otro equipo esté sujeta, posiblemente, a esta “danza de clases”.
A este punto, no resultará nada complicado inferir que este paradigma no es más que la expresión de esa necesidad constante y omnipresente de pertenecer: una declaración pública de que “yo soy de X equipo”, cerrando ojos y oídos ante una realidad, aunque desmotivadora, contundente: no eres nadie para el equipo, nunca lo serás.
Tu participación en la hinchada es irrelevante; al completo; el desempeño del equipo no depende de ti; no le aportas nada a nadie desde tu calidad de hincha; ese equipo por el que te matas, te haces matar y hasta te enemistas con cualquiera, jamás hará lo mismo por ti. Estas características vienen siendo parte de la descripción de una relación tóxica.
Es probable que más de uno me diga que es que su nombre lo dice: se trata algo que “hincha” sus corazones y sus ánimos. Lamento decirles que esto es mentira, y que el término es más nuevo que la Coca-Cola: haciendo un rastreo no muy esmerado de su étimo, encontramos que nace en los albores del siglo XX, en Montevideo-Uruguay; que se trató de un hombre llamado Prudencio Miguel Reyes, que había sido contratado por el club nacional de fútbol para encargarse de las funciones de los utileros, entre ellas la de inflar (o “hinchar”) los balones, puesto que en ese entonces no existían los infladores mecánicos.
Pero el hombre se obsesionó con el equipo, al punto de que se ponía la camiseta y batía las banderas con sus colores; con arengas y cánticos para alentar a los jugadores. Quienes le veían, de tanto decir “miren cómo grita el hincha, miren su pasión para animar a su equipo” el término resultó expandiéndose por toda Argentina y luego por toda América y el resto del mundo de habla hispana...
Sé que este dato no es más que una curiosidad, una anécdota; no un argumento para apoyar o descalificar nada; sOlo la traigo a colación para desmontar un poco la ominosidad y solemnidad inmerecidas con las que se trata el término, para dejar atrás cualquier toque de cursilería al respecto; y ya: no es para nada más.
Al final, cuando la peluquera me salió con las acepciones popularizadas y prostituidas de la palabra, pensé al instante: ¿Ah, ¿sí? ¡Hinchame esta, más bien!”.