Caricaturas y caricaturizaciones
Opinión

Caricaturas y caricaturizaciones

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enero 19, 2015
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Tengo sentimientos encontrados frente a las reacciones que ha suscitado la masacre de Charlie Hebdo.

Por un lado, me alegra la multiplicidad y la diversidad de un cúmulo de análisis y opiniones —en general bien basados en argumentos—  que han buscado explicar y contextualizar este cruento acontecimiento.

Ante quienes argumentan al son de la consigna de “Yo soy Charlie” —que puede ser vista como la adopción de una postura de legítima defensa de la libertad de expresión, aun cuando esta se materialice en expresiones ofensivas o blasfemas—  no tardaron en contraponerse quienes argumentan al son de la consigna de “Yo no soy Charlie” —que puede ser vista como la adopción de una postura de legítimo cuestionamiento de los límites de la libertad de expresión, cuando esta se materializa en expresiones racistas o xenófobas—, así como de la también legítima exposición crítica de la hipocresía de varios mandatarios que simularon marchar en favor de unas libertades que, o bien son protegidas diferencialmente, o bien son abiertamente desprotegidas o atacadas, por sus gobiernos y los estados que ellos representan. Qué importante este debate.

Así mismo, varios comentaristas cuestionaron —con mucha razón— que ante la masacre de una docena de personas en París emergiera espontáneamente, o se organizara, tanto rechazo, mientras que ante la masacre de miles de personas en Nigeria, muy pocos se pronunciaran. Sin embargo, fueron menos quienes buscaron una explicación que diera cuenta de este fenómeno — similar, en algún sentido, al contraste entre las manifestaciones de rechazo ante el asesinato de personajes como Jaime Garzón o Luis Carlos Galán (¿símbolos, tal cual Charlie Hebdo?), versus la pasividad con la que hemos asimilado los cientos de miles de víctimas anónimas de nuestro vetusto conflicto armado y de nuestras eternas violencias—.

En este mismo sentido, quizás uno debería preguntarse por qué la sociedad civil global, que en estas ocasiones pareciera materializarse tan de repente como luego parece esfumarse, no marcha constantemente, ni en las plazas ni en las redes, contra la enorme violencia que se ejerce sistemáticamente —en nombre del estado, el mercado, la revolución o la religión—  en tantos países y regiones del planeta.

Por otro lado, me entristece que, al tiempo que millones de voces rechazaban la violencia contra Charlie Hebdo —y tantas otras intentaban encontrarle un contexto, una explicación, sentidos y matices— muchas otras voces pregonaran, explícita o veladamente, justificaciones irracionales e irresponsables de la violencia.

La más obvia, y a la que ya nos tienen acostumbrados varios medios de comunicación, es la justificación de la violencia, sobre todo legal y simbólica, pero finalmente también física, contra el Islam y los musulmanes. Como lo ha recalcado insistentemente Reza Aslan, el terrorismo no es un fenómeno musulmán, ni la violencia se deriva esencialmente del islam, sino de ciertos regímenes, organizaciones e ideologías. Los terroristas que se identifican con el islam son caricaturas de esa religión, tanto como los terroristas que se identifican con el hinduismo, el cristianismo o el budismo, no representan más que caricaturas de esas religiones (y si lo detectaron, sí, el doble sentido es intencional).

Una justificación menos obvia de la violencia, pero pertinaz, es aquella que hace énfasis en las consecuencias lastimosamente previsibles que se derivan de la burla de lo sagrado, de la blasfemia. “Es normal”, dijo el Papa, haciendo más énfasis en la naturalidad de una respuesta violenta ante la ofensa percibida, que en el llamado a perdonar a quienes nos ofenden de la oración que él reza diariamente —o hebdomadariamente, si me permiten la expresión— con toda su feligresía. La permisividad o la intolerancia de la blasfemia, abogada desde cualquier interpretación de un corpus teológico (musulmán, cristiano, judío, etc.), debe someterse necesariamente a las reglas de juego acordadas dentro de un ordenamiento secular del derecho civil de las naciones, y solo por ese conducto debe procesarse cualquier demanda de injuria y cualquier reclamo de censura o resarcimiento. Toda otra fuente a partir de la cual se deriven consecuencias de la blasfemia será ineludiblemente injusta, dogmática y violenta, e incompatible con el ideal democrático de la sociedad y el gobierno.

Por último, una tercera justificación de la violencia que afloró en estos días es mucho más escurridiza y difícil de revelar y de asir críticamente. Ésta se deriva, ya no del fundamentalismo nacionalista, racial o religioso, como en los casos anteriores, sino del fundamentalismo del relativismo cultural. Ella supone que la razón, la democracia, las libertades y los derechos humanos son una creación exclusiva de “Occidente” que no debe “imponérsele” a culturas a las que todo ello les es extraño, ajeno e invasivo. Al respecto, tan solo permítanme remitir al magnífico texto de Amartya Sen, El ejercicio de la razón pública, y recordar que, sin el pensamiento de muchos grandes filósofos del mundo islámico, la razón y la modernidad (supuestamente) occidentales, quizás nunca habrían prosperado. Violencia también es negar la humanidad, es decir la capacidad de deliberar y de actuar desde la razón, de quienes nos parecen lejanos.

 

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