“No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, dijo Voltaire, inspirador de la ilustración, la convivencia fructífera y la tolerancia religiosa, en vísperas de que la Revolución Francesa cambiara la historia de Occidente, desde las trincheras instaladas en las mismas calles que ayer vieron rodar cabezas en nombre de la libertad y hoy vuelven a verlas rodar por idéntica causa.
La masacre que dos encapuchadosdel yihadismo islámico perpetraron en la sala de redacción del semanario satíricoCharlie Hebdo, dejó en evidencia que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano —cimiento de la breve y densa Constitución Francesa— sigue siendo una maravillosa utopía. Aquel numeral cuatro: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a terceros: así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites solo pueden ser determinados por la Ley”, parece haber entrado a la UCI por cuenta de los tres días de pánico que se vivieron la semana pasada.
Hay gente(franceses) a quienes los derechos naturales y las leyes les resbalan, el fundamentalismo de cualquier tipo —en el caso de los hermanos Kouachi, el islámico— les ha comido el coco y se los ha reemplazado por cacerolas de teflón. ¿Las razones? Deben ser varias, deber del gobierno es identificarlas e intentar subsanarlas. Hipótesis las hay para todos los gustos: que por tanto respetar las libertades, la Ley permitió que los inmigrantes levantaran guetos regidos por sus propios códigos; que mientras la multiculturalidad se nota por doquier, la integración, pocón; que la discriminación, aunque sea positiva, es una bomba de tiempo que comienza a explosionar en la UE; que las colonias de hace tiempos se les devolvieron como bumeranes, directo a la cabeza… En fin, temas para sociólogos y políticos y analistas se dan silvestres en esas cloacas de París que tanta tinta hicieron derramar al Víctor Hugo Superstar. (La liebre apenas comienza a saltar).
Nunca antes había entendido tan bien la frase de Voltaire, como ahora que suscribo cada una de las diecisiete palabras que la conforman. (En ellas va la esencia de esta columna: no me gusta el estilo insultante de Charlie Hebdo, pero lo quiero circulando y celebro los tres millones de ejemplares que salieron ayer con Mahoma portando el letrero “Je suis Charlie”, bajo el título desintoxicante:Tout est pardonné).
Tenía temor de escribir sobre el hecho demencial que costó la vida a doce personas y dejó malheridas a otras tres, no por miedo, sino por las derivas que salen de un acto atroz en sí mismo, independiente de contra quién hubiera sido cometido. La historia de cada una de las víctimas: policías que cumplían con su deber de vigilancia, miembros del Comité Editorial que planeaban la siguiente edición, caricaturistas que sacaban punta a sus insolentes lápices; y, de manera paralela, un puñado de clientes desprevenidos del supermercado de comida koscher que cayeron tiroteados por otro terrorista que alababa a Alá…
Y como si fuera poco, el despertar de la xenofobia en la que asientan sus reales la señora Le Pen y demás exponentes de la ultraderecha francesa;el señalamiento indiscriminado a la cultura musulmana; el aplazamiento de debates urgentes como los de los derechos y deberes que los medios tienen en un mundo tan globalizado como polarizado y peligroso, y la responsabilidad de las prácticas religiosas en el cultivo de fanáticos de diferentes pelambres; el unanimismo de ocasión que hace estela a la multitudinaria marcha del domingo —¿estaban todos los que eran, eran todos los que estaban? — y a la consigna solidaria “Je suis Charlie” —la cual no pasará de ser un canto a la bandera, si no se traduce en compromisos reales para proteger el derecho a la información, de amenazas mucho más cotidianas y solapadas que el terrorismo—; los fundamentalistas procharlistas que identifican el rechazo a la barbarie, la defensa de la libertad de prensa y el apoyo a Charlie Hebdo, con el aplauso incondicional al humor despiadado que ha caracterizado al semanario. Por eso la satanización de los periódicos que condenaron en voz alta el atentado, pero no publicaron las caricaturas que despertaron la ira santa de un ejército de delincuentes. (A llenar planas con la frase de Voltaire, señores).
COPETE DE CREMA: Ingeniosos y muy buenos dibujantes, graciosos unas veces, ofensivos —hasta la estupidez—, incluso malévolos, otras, pero —parodiando a Voltaire— daría lo que fuera porque los responsables de Charlie Hebdo siguieran salpicando de genialidades sus ordinarias sandeces. Sobrevivirán de pie, eso seguro. La historia continuará. (¿Qué dirá Mahoma?).