Casi todo el mundo cree saber, es más, asegura, cuándo nació. Yo, no. Según mi madre, nací el 14 de mayo de 1928, tauro, o sea, audaz y obstinado, y no el 14 de junio, géminis, es decir, sumiso y mediocre. En otras palabras, mi madre, mi querida Celia, había mentido… bueno, che, había tenido que mentir, porque el día de su boda con mi padre, llamado como yo y de apellidos Guevara Lynch (lo que nos emparenta con los irlandeses y más atrás con los celtas), estaba en el tercer mes de embarazo. Y por eso fue que inmediatamente después de su matrimonio ellos se alejaron de Buenos Aires a refugiarse en la remota selva de Misiones, el mismo lugar en el que vivió y se mató Horacio Quiroga. Allí, mientras mi padre se dedicaba al cultivo de la yerba mate, Celia vivió el embarazo lejos de los ojos escrutadores de la sociedad porteña. Lejos, al mismo tiempo, del chisme, de la maledicencia, del prejuicio, o sea, de eso que tanto impide a los hombres su libertad.
Poco antes del parto, viajaron río abajo por el Paraná hasta Rosario, donde mi madre me dio a luz y un médico amigo, cuyo nombre reservo, falsificó la fecha en el certificado de nacimiento: para proteger a mamá y a papá del escándalo, la atrasó un mes. Así que, reitero, soy tauro, valiente y aventurero, y no géminis, escindido y sosegado. Ah, olvidaba: sólo cuando cumplí un mes, mis padres avisaron a sus familias… En cualquier caso, esta no es mi historia, si ustedes prefieren es un cuento, un cuento que no acaba contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, pero en definitiva un cuento. Todo lo que no se da a conocer en el momento, se desfigura o lo desfiguran los vencedores o los poderosos, se vuelve fábula, crónica ficticia, cuento o novela. Como no tengo mucho tiempo, siempre lo supe, esta no puede ser novela, apenas cuento. Por Cortázar, se sabe, que el cuento debe ganar por KO, mientras la novela solo tiene que hacerlo por puntos…
Esta es, de alguna manera, la crónica de un niño solo… filme que, a propósito, alcancé a ver, antes de partir para el Congo: y que me perdonen mis hermanos por la afirmación. Pero aquí, tratándose de una confesión, no religiosa desde luego sino ética, solo puedo aspirar a decir la verdad. La que, pese a lo que se diga, siempre duele: a uno o a los demás. En todo caso, siempre es preferible un testimonio de primera mano a uno de terceros. Si familiares y amigos sospecharon de la historia y la fecha oficial, por aquello de… las aceptaron con discreción y durante años nadie las cuestionó. Si ese niño que fui no hubiera llegado a ser el revolucionario de renombre en que derivé, quizás mis padres hubieran podido llevarse el secreto a la tumba. Pero, nadie desea llevarse a la tumba un secreto que le puede servir para ensalzarse, más que para elogiar a otro. Lo que quiero decir es que soy una de los pocas personajes públicos de los tiempos modernos… (también la vi y todavía río cuando Chaplin desafía los engranajes del capitalismo) cuyos certificados de nacimiento y muerte son falsos y el único que ha firmado los billetes de un país con seudónimo: lo cual no me hace falso ni falsos a los billetes; más bien, es un hecho que apunta a la dialéctica de las cosas, diría su precursor, Heráclito, pensamiento que permite comprender contradicciones simultáneas: ‘Una subida es al mismo tiempo una bajada’.
Lo que de por sí habla muy bien de la historia… y léase esto como la declaración de un político: al contrario de lo que dice. Tal vez sepan lo que una vez, con furia, le comenté al dirigente congolés Chamaleso, que “había una cosa llamada historia que se compone a partir de muchos datos fragmentarios y puede ser tergiversada” y que por eso requería ese documento para disipar las dudas de los congoleses y para que no fueran a decir que los cubanos habían ordenado la retirada. Pero, dejemos atrás la cuestión de los documentos y avancemos con la de la enfermedad. Siempre somos víctimas de nuestros temores. Pero al mismo tiempo nuestro miedo puede constituirse en el mayor motor. Pues bien, así como los dos yoes que se me pelean dentro son el socialudo y el viajero y mis dos debilidades fundamentales son el tabaco y la lectura, el asma, derivada probablemente de una precoz pulmonía, fue a la vez mi azote y mi libertad y a ella terminé por sobreponerme, así fuera a punta de la terrible cortisona: cuando tenía dos años, un día de mayo y no de junio de 1930, mi madre me llevó a nadar al club náutico San Isidro Yacht. Faltaba poco para el invierno y hacía un frío bárbaro. Esa noche, me cuenta luego Celia, tuve un ataque de tos. El médico diagnosticó bronquitis asmática y recetó la droga habitual, pero el ataque, lejos de amainar, arreció. Papá y mamá entendieron que yo había contraído un asma crónica, que me afectaría por el resto de la vida y que alteraría la de ellos de forma inexorable…
Cuando los médicos recomendaron un clima seco para estabilizar el asma que empezaba a aquejarme, mis padres se trasladaron a las sierras de Córdoba, en Alta Gracia, pueblo de aguas termales en las estribaciones de la Sierra Chica cordobesa, cuyo clima seco atraía a pacientes de tuberculosis y otros males respiratorios. Por cierto, muy cerca del sanatorio de Santa María, adonde el querido Arlt llevó a su criatura Esther Primavera para que fuera tratada del mismo mal… y aun así no pudo nunca evitar que cada vez que oía su nombre, o lo citara, una ráfaga de viento caliente le golpeara el rostro: la pena infinita por la culpa. Mis padres siguieron el consejo de los médicos y la familia se trasladó a Alta Gracia. Pero, lo que la familia no imaginó es que la estadía breve del comienzo se transformó en nuestro hogar durante los siguientes once años. De ahí proviene mi manera bucólica de ver la vida… el respeto profundo al campesino que labra la tierra y que tan poco recibe por su trabajo; el afán de comprender los líos de la tierra, asunto central en nuestros países.
En este punto cabe volver sobre mis dos debilidades fundamentales, pero invirtiendo el orden: primero, hablaré de mis lecturas, luego, del tabaco. Desde épocas muy tempranas leía de todo, desde los griegos hasta Huxley. Nada del mundo de la lectura me era ajeno, aunque fuera tan ancho y, muchas veces, tan ajeno. Una de mis primeras lecturas sistemáticas fue la de los 25 tomos de la Historia Contemporánea del mundo moderno de mi padre: en mis cuadernos filosóficos hay cientos de alusiones a ellos. Un día comencé a escribir, de forma metódica, un índice de los libros que leía. En un cuaderno con tapas de hule negro e índice alfabético anotaba autor, nacionalidad, título y género de la obra. Una selección tan larga y ecléctica que incluye novelas populares modernas, clásicos europeos, gringos y argentinos, textos médicos, biografías, filosofía y poesías. A lo largo del índice hay rarezas, de esas con las que la ‘Industria Cultural’ no cuenta, como Mis mejores partidas de ajedrez, del ruso Aleksandr Alexei, el Anuario socialista 1937, La manufactura y uso del celuloide, bakelita, galalita, ebonita y demás…, de R. Bunke.
El que textos como los citados, y muchos otros más, no hagan parte del canon oficial de la literatura sólo indica el monopolio ejercido por los gringos a nivel mundial, de ahí que en la Conferencia de Punta del Este, en 1961, haya dicho que no se puede confiar en ellos ‘ni tantito así’. Ahora, mi gusto por la poesía dará origen, en el curso del tiempo, al famoso y poco leído cuaderno verde: allí está todo lo que no me atreví a preguntar sobre el sexo (femenino) y cómo pude superar la masturbación (mental) que representaba tanto poetastro de la poetambre, para llegar a cuatro de los más grandes: Pablo Neruda, León Felipe, Nicolás Guillén, César Vallejo, una antología personal que me acompañó hasta el día de mi... Del primero, Neruda, quizás no olvidé nunca su canto a Bolívar, una parodia de la Biblia a la manera de Mann y la historia de Jacob en José y sus hermanos: “Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire/ de toda nuestra extensa latitud silenciosa,/ todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:/ tu apellido la caña levanta a la dulzura,/ el estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,/ el pájaro bolívar sobre el volcán bolívar,/ la patata, el salitre, las sombras especiales,/ las corrientes, las vetas de fosfórica piedra,/ todo lo nuestro viene de tu vida apagada,/ tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,/ tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre.”
De León Felipe siempre llevo en mi memoria aquella noche cerrada: “Ya no puedo ir más allá./ Tropiezo de pronto en una piedra dura y negra/ y no puedo ir más allá./ Tengo que recular…/ y camino hacia atrás…/ camino,/ como un ciego camino…/ y tropiezo de nuevo/ en algo duro otra vez,/ otra piedra negra que no me deja pasar./ Y el cielo se oscurece/ y se hace duro también./ Entonces me amedrento y grito./ No oigo nada,/ no veo nada,/ y no puedo llorar./ ¡Oh, niño perdido y solo!” De Nicolás Guillén cargo con alegría sus sones, como el de no sé por qué piensas tú: “No sé por qué piensas tú,/ soldado, que te odio yo,/ si somos la misma cosa/ yo/ tú./ Tú eres pobre, lo soy yo; soy de abajo, lo eres tú; ¿de dónde has sacado tú,/ soldado, que te odio yo?/ Me duele que a veces tú/ te olvides de quién soy yo;/ caramba, si yo soy tú, lo mismo que tú eres yo.”
De César Vallejo, el único de los cuatro que no conocí y que murió cuando yo tenía nueve años, no me han abandonado los heraldos negros: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… ¡Yo no sé!/ Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras/ en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte./ Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;/ o los heraldos negros que nos manda la Muerte.” En la poesía la pasión y el deseo conducen a una reflexión sobre la presencia y el gozo, sobre la materia de la fortuna y sobre las líneas de fondo de la realidad cotidiana. Siempre se escribe sobre la pasión, el deseo, la nostalgia. ¿Será necesario decir algo más sobre el tabaco, aparte de que sin él no podía leer pues era el compañero inseparable, el amante incondicional, de mis lecturas, el que como la burrita, sin celo alguno, no me pedía más que un beso, un beso de vez en cuando?
Faltan desde luego muchos otros nombres, entre ellos el de otro peruano, César Moro, de quien ya hacia finales de la década del 50 aprendí algo que, sin saber, había hecho toda la vida y se lo transmití luego a mis hijos, Hilda Beatriz, la niñita de cara redonda, a la que llamaba Mao, que tuve con la también peruana Hilda Gadea, y a los cuatro que me dio Aleida March, Camilo, Aliusha, Aleida y Ernesto: ‘Uno da todo para no tener nada. Siempre para comenzar de nuevo. Es el costo de la vida maravillosa’. Y yo les di todo a mis hijos, pero nada material, quizás porque nunca me interesó acumular, ni siquiera cuando fui director del banco nacional de Cuba, mucho menos cuando ya antes había sido ministro de industrias; además, una de mis hijas, siempre me dijo: ‘No te preocupes por la plata, papá’ con lo que tal vez me quiso decir también que ‘para eso están los bancos’ y ¿qué es más inmoral, atracar un banco o fundarlo…? Esta pregunta podría hacérseles a los banqueros: no sabrían qué responder… Aún recuerdo el choque que tuve con el habanero hijo de polacos Olatuski, quien estudiaba ingeniería y abandonó la carrera para dedicarse a la revolución y a quien le propuse asaltar bancos en Las Villas para allegar fondos y sus camaradas del llano se opusieron con radicalidad. Cuando les dije que nos dieran informes de los bancos que hay en los pueblos, para atacarlos y llevarnos el dinero, se tiraron al suelo angustiados. Se opusieron con el silencio a la distribución gratuita de la tierra y demostraron su subordinación al gran capital, sobre todo Sierra, o sea, Olatuski.
Pero, esto no es nada frente a la discusión sobre reforma agraria, la tierra y su tenencia, problema central en América Latina y en el mundo. Cuando le pregunté lo que pensaba, tras explicarle que cuando se hubiera consolidado nuestro territorio, habría que hacerla, Olatuski esgrimió una tesis reaccionaria: que las tierras ociosas hay que entregarlas a los campesinos y debe presionarse a los terratenientes para que les permitan comprar la tierra con su propio dinero; entonces se vendería la tierra a los campesinos al costo, con plazos de pago y créditos para la producción. Con indignación, le pregunté: ‘¿Cómo vamos a cobrarles la tierra a los que la trabajan? Ustedes los del llano son todos iguales.’ Olatuski, furioso: ‘¿Y qué debemos hacer, carajo? ¿Entregársela sin más, para que la destruyan como en México? El hombre debe sentir que lo que posee le ha costado un esfuerzo’. Entre risas, respondí en serio: ‘Primero, no me carajee; segundo, ¿sabe que a los mexicanos, de cuatro millones de hectáreas, tras la Revolución, les entregaron doscientas mil? Tercero, ¿acaso ya no les ha costado el esfuerzo de trabajar la tierra, lo que de por sí les da el derecho a poseerla?’ Sin escuchar, agregó: ‘No crea que los gringos se van a quedar sentados mientras hacemos las cosas abiertamente. Es necesario ser más discretos’. Mierda, me la voló: ‘¿Así que usted cree que podemos hacer una revolución a espaldas de los gringos y de la Iglesia, como la que pretendió Perón burlándolos? Qué comemierda es usted. La revolución se debe llevar a cabo desde el inicio en una lucha de vida o muerte contra el imperialismo. Una verdadera revolución no se puede disimular’.
Al filo del tiempo, esos dos yoes que se me peleaban dentro, el socialudo y el viajero, me hicieron guerrillero e internacionalista. Para que nadie se llame a engaño, tengo que dejar claro por qué combate y qué significa el primero para mí: el guerrillero es un reformador social. El guerrillero toma las armas en furiosa protesta contra el sistema social que mantiene a sus hermanos desarmados en el oprobio y la miseria. Ataca las condiciones especiales del orden establecido en un momento dado y se dedica a romper los moldes de ese orden con todo el vigor que permiten las circunstancias. El guerrillero es ante todo un revolucionario agrario. Interpreta los deseos de las grandes masas campesinas de ser dueños de la tierra, de sus propios medios de producción, de su ganado, de todo aquello por lo que han luchado durante años, por lo que constituye su vida y también será su cementerio. El internacionalista es un hombre sin patria definida. Del que en determinado momento ya no importa dónde nació, porque ser de muchas partes es ya, dialécticamente, no ser de ninguna. Pero, eso no significa ser paria sino lo contrario: un ser humano nuevo, seguro de su origen, la fuente de su esencia, con raíces ecuménicas: ah, y con historia.
Todo el mundo asegura saber cuándo nació. Yo no. Lo que sí supe siempre, aparte de que no hay nada más indignante que la injusticia, es cuándo iba a morir y dónde; sin que importe que alguna vez le haya dicho a mi padre: ‘No sé en qué lado del mundo dejaré mis huesos’. Sabía, con esa especie de secreto temor, que algún día los dejaría cerca de mi amada Argentina donde, particularmente, a Cortázar y a mí nos fue negado volver para morir: en el sitio donde uno creyó encontrar un lugar en el mundo. Debo reconocer sí que nunca pensé ni soñé siquiera con dejar mis huesos en Bolivia: lo que resultó es más bien fruto no deseado de las contingencias, aunque haya algo desde la óptica de la coyuntura histórica: mi conflictiva relación con Mario Monje, presidente del PC boliviano. Una vez en La Habana le pregunté: ‘¿Por qué no empiezas una guerra de guerrillas en Bolivia?’ y él, con supina displicencia, contestó: ‘¿Por qué? ¿Qué conseguiríamos con eso?’ ‘Tienes miedo, ¿verdad?’. Monje, provocador: ‘No, es que tú tienes una metralla clavada en el cerebro y no imaginas otra manera de llevar una lucha antiimperialista’. Me reí y no insistí más. No se puede discutir ni mucho menos pelear con la estupidez, pensé en ese momento.
Después de esa oscura noche en la quebrada del Yuro, como le dije al agente CIA Félix Rodríguez, debo atribuir mi derrota a la mentalidad provinciana de los comunistas bolivianos, encabezados por Monje, que me habían aislado: en términos no cristianos, traicionado. La madrugada del 8.oct.67, una compañía de rangers bolivianos conducida por el capitán del ejército Gary Prado Salmón se apostó en la cresta sobre la quebrada del Yuro, una zona inhóspita, de sólo bajadas y subidas. Un campesino, Honorato Rojas, había delatado nuestra presencia, la del grupo guerrillero. De pronto, vimos a los soldados en las crestas peladas que se alzaban a ambos lados. Estábamos atrapados en una hondonada de trescientos metros de largo y apenas cincuenta de ancho; en algunos puntos era mucho más angosta. Pese a estar al descubierto, me atacó otra de mis debilidades: la claustrofobia. Sentía el pecho comprimido, la cabeza agitada, el estómago tembloroso. No quedaba más que abrirnos paso a tiros. Aposté a los hombres en tres grupos. El tiempo se detuvo por la tensión del momento. Pasaron varias horas. El combate comenzó a la una y media de la tarde, cuando los rangers detectaron a dos guerrilleros que se desplazaban. Apenas abrieron fuego con morteros y ametralladoras, el boliviano Aniceto Reinaga cayó.
Siguió un largo tiroteo en el que murieron Arturo y Antonio y los guerrilleros se perdieron de vista. Oculto tras una gran roca en medio de un cultivo de papa, disparé mi carabina M-2 hasta que un proyectil dio en el caño y la inutilizó. Había perdido el cargador de mi pistola: estaba desarmado. Una bala entró en mi pantorrilla izquierda y otra atravesó la boina. Con ayuda del boliviano Simón Cuba, Willy trató de escalar la quebrada para huir. Varios rangers ocultos los miraban. Estando a pocos metros, el sargento Bernardino Huanca, indio menudo y robusto del altiplano se alzó de la maleza y nos apuntó con su fusil. Le dije a Huanca: ‘No dispare. Soy el Che Guevara. Valgo más vivo que muerto’. Lo mismo que pensaban los gringos y aun así… Más tarde, avisado por Huanca que gritaba por haber capturado a dos guerrilleros, llegó Prado. Me pidió identificarme y lo hice. Desplegó uno de los retratos de Ciro Bustos y confirmó mi identidad por la frente pronunciada y la cicatriz junto a la oreja, recuerdo del accidente que casi me mata en la invasión de Bahía Cochinos. Luego, con su cinto me ató las manos. Envió un telegrama a Vallegrande y tras ordenar a los soldados vigilarnos a Willy y a mí, volvió al combate.
A las 3:15, el Tte. Cr. Selich recibió por radio el informe sobre el ‘combate sangriento’ que libraban los rangers con ‘¡el grupo de rojos comandado por el Che Guevara!’. Al enterarse de que yo era prisionero, abordó un helicóptero y se dirigió a La Higuera. De allí, al campo de batalla. Acompañado por el corregidor, bajó al cañón donde me tenían a mí. Mientras tanto, el combate seguía en otras partes de la quebrada. Al bajar se cruzaron con un pelotón que cargaba a un camarada herido de muerte; le dijeron que había otros dos soldados muertos más abajo. Al llegar, tuvimos un breve diálogo: me dijo que su ejército no era como imaginaba y le respondí que estaba herido, una bala había destruido el caño de mi carabina y así solo me quedaba rendirme. Luego, reprodujo esto en un informe confidencial. Mientras caía la noche y el combate se prolongaba en la quebrada, condujo a sus dos prisioneros a La Higuera. Lo acompañaban el capitán Prado y el jefe de éste, Tte. Cr. Miguel Ayoroa. Dos soldados tuvieron que ayudarme a escalar la abrupta ladera porque solo podía apoyarme en la pierna derecha… como siempre quisieron los gringos. Pero, no, siempre estuve, como Cortázar, a la izquierda y sobre el rojo. Detrás venían varios campesinos con los cuerpos de los cubanos René Martínez, Arturo, y Orlando Pantoja, Antonio. Esa tarde, atado de pies y manos, me tendieron sobre el piso de tierra y entre las paredes de la escuela de La Higuera. Al lado, pusieron los cadáveres de Arturo y de Antonio. Cuando la muerte comienza a rondar, no hay quien la pare… menos si de por medio están los gringos. En otra sala, encerraron a Willy, vivo e ileso.
Debido a la oscuridad, el ejército suspendió la persecución de mis camaradas prófugos hasta las cuatro de la mañana, pero Selich apostó centinelas en prevención de que intentaran rescatarme. A las siete y treinta, Selich preguntó a Vallegrande qué debía hacer conmigo: le dijeron que me tuviera “en custodia hasta nueva orden”. Entonces, entró en la escuelita con Prado y Ayoroa para conversar conmigo. Luego sintetizó la conversación de cuarenta y cinco minutos en breves apuntes: “Comandante, lo noto algo deprimido”, me dijo Selich. “¿Puede explicar las razones por las que tengo esa impresión?” “Fracasé”, le dije. “Se acabó, esa es la razón por la que me encuentra en este estado.” A la pregunta de por qué había elegido combatir en Bolivia en lugar de mi “propio país”, respondí con evasivas pero reconocí “tal vez hubiera sido mejor” luchar en Argentina. Elogié al socialismo como la mejor forma de gobierno para los países latinoamericanos, pero Selich me interrumpió: “Preferiría no referirme a ese tema. Además, Bolivia está vacunada contra el comunismo.” A lo que enseguida pensé: “No del todo, no del todo…” Me acusó de haber invadido su país y señaló que la mayoría de mis guerrilleros era extranjera. En ese momento, volví la mirada a los cuerpos de Antonio y Arturo y le dije: “Mírelos, coronel. Estos muchachos tenían todo lo que querían en Cuba y, sin embargo, vinieron aquí a morir como perros.” Selich trató de sacarme información sobre los guerrilleros prófugos: “Entiendo que Benigno está gravemente herido desde la batalla de La Higuera, donde murieron Coco Peredo y los demás. Puede decirme, comandante, si está vivo?” “Coronel, tengo muy mala memoria, no lo recuerdo, ni siquiera sé cómo responder a su pregunta.” “¿Es usted cubano o argentino?”, me preguntó Selich. “Soy cubano, argentino, boliviano, peruano, ecuatoriano, etcétera… Usted entiende.” “¿Qué lo hizo venir a operar en nuestro país?” “¿No ve el estado en que viven los campesinos? Son casi salvajes, viven en un estado de pobreza que deprime el corazón, tienen un solo cuarto donde dormir y cocinar, nada de ropa, abandonados como animales…” “Lo mismo que en Cuba”, añadió Selich. “No, eso no es verdad. No niego que en Cuba todavía existe pobreza, pero al menos los campesinos allá tienen la ilusión de progresar, mientras que el boliviano vive sin esperanzas. Así como nace, muere sin ver mejoras en su condición humana.” Enseguida, sin tener nada más qué decir, los tres oficiales se pusieron a estudiar los dos volúmenes de mi diario de campaña en Bolivia y se quedaron leyendo hasta el amanecer.
El 9.oct. a las seis y quince, un helicóptero aterrizó en La Higuera. Venían en él el Cr. Joaquín Zenteno Anaya y el ‘Cap. Ramos’, agente de la CIA Félix Rodríguez, quien desde hacía muchos años me seguía los pasos por orden gringa. Molesto por su anterior conflicto sobre la custodia del prisionero Paco, Selich no recibió con agrado a Rodríguez. Lo vigiló de cerca y observó que traía, además de un potente radiotransmisor de campaña, una cámara con lente especial para fotografiar documentos. Según Selich, el grupo entró en la escuela donde Zenteno ‘conversó con el jefe guerrillero 30 min.’ Rodríguez escribió al detalle el encuentro con su archienemigo. Yo estaba tendido de costado sobre la tierra, manos atadas a la espalda, pies también atados, junto a los cadáveres de mis amigos. La sangre manaba de mi herida en pierna izquierda y según él parecía ‘un montón de basura’. Cada vez que miraba, me hacía sentir que estaba hecho mierda, con el pelo enmarañado, la ropa harapienta y rota. Un Cristo pobre de Mantegna. Ni siquiera tenía borceguíes, los pies sucios de barro calzaban las fundas toscas de cuero de un campesino medieval. Mientras me observaba, absorto por el momento, el coronel me preguntó por qué había llevado la guerra a su país. No respondí. No había más ruido que mi callada respiración.
Bajo la mirada suspicaz de Selich, Rodríguez instaló su radio portátil y transmitió un mensaje cifrado, a un lugar incierto. Luego fotografió mi diario y otros documentos sobre una mesa puesta fuera de la escuela. Zenteno y Ayoroa fueron a la quebrada, donde se habían reanudado los combates, dejando a Selich a cargo de La Higuera. Al regresar, hacia las 10:00, Rodríguez aún tomaba fotos. A las 11 terminó su tarea y pidió a Zenteno permiso para hablar con ‘el señor Guevara’. Siendo su presencia necesaria en esa charla, el desconfiado Selich entró en la escuela con él. Después, Rodríguez no citó la presencia de Selich, pero sí notó como él mi soberbia/desafío: advertí no permitir un interrogatorio, pero cedí cuando el agente dijo querer solo intercambiar opiniones. A Rodríguez le reconocí mi derrota, la que atribuí, repito, a la mentalidad provinciana de los comunistas bolivianos que me aislaron. A pesar del intento del agente, no hablé de Fidel. En cambio, le pregunté sobre su ciudadanía. Rodríguez dijo ser cubano de nacimiento y miembro de la anticastrista Brigada 2506, entrenada por la CIA. Me limité a un ‘ja’. A las 12:30 llegó un mensaje del alto mando en La Paz, de René Barrientos, para Zenteno, quien dio una orden a Selich: proceder a la eliminación del Sr. Guevara. Dijo a aquél que correspondía a Ayoroa hacerse cargo de las ejecuciones como jefe de la unidad que me había apresado.
Ayoroa y Rodríguez seguían en La Higuera. Selich y Zenteno volvieron en helicóptero a Vallegrande con su botín de documentos y armas. Según versión de Rodríguez, fue él, y no Zenteno, quien recibió el mensaje cifrado con la orden de matarme; que se apartó con el oficial para tratar de disuadirlo. Según Selich, ninguno de los oficiales de La Higuera, incluidos Rodríguez y él, querían ejecutarme: ‘Pensábamos que era mejor conservar al señor Guevara con vida porque a nuestro juicio hubiera sido más ventajoso presentarlo ante la opinión mundial derrotado, herido y enfermo, y obtener una compensación de Cuba por los gastos incurridos en el combate contra los guerrilleros y para compensar a las familias de los soldados asesinados por la Banda Guerrillera’. El gobierno gringo quería conservarme con vida ‘cualesquiera que fueran las circunstancias’. Aviones suyos aguardaban para transportarme a Panamá donde, allí sí, sin derecho a patalear, sería sometido a interrogatorio. Zenteno dijo que no podía desobedecer una orden que venía directamente de Barrientos y del Estado Mayor Conjunto, es decir, de los yanquis. Dijo que enviaría al helicóptero de vuelta a las 2:00 de la tarde; quería su palabra de honor de que para entonces yo estaría muerto y se ocuparía de llevar el cuerpo a Vallegrande.
En ese momento pensé, sin soberbia: aunque hoy mi vida se extinga, sé que hay Che para rato, de ahí que este sea un cuento de nunca acabar. Siento que la noche se cierra sobre mí, pero no puedo recular. Voy, consciente, a mi cita con la muerte, la que tomo como un re-nacer. Vuelvo a sentirme niño, uno perdido y solo, abandonado. Quiero llorar y no puedo. Quizás mis lágrimas se han secado de ver tanta muerte, violencia e injusticia. Sé que voy a morir y en todo caso pienso que la vida es hermosa, aunque sea un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia. Un cuento, en mi caso, de nunca acabar. Siento ya la presencia de la parca en las botas de los rangers resonar sordas en mis oídos, así como, a diferencia de la estéril/uniformizante Industria Cultural y los podridos medios, oigo vivas a la literatura y a la Revolución. Pero, no tengo miedo a la parca tal vez porque por ser tauro, así en realidad sea géminis, soy decidido y obstinado. Además, siempre odié los términos medios, que no son otra cosa que la antesala de la traición. Así que en cualquier momento que surja la muerte, bienvenida sea, siempre y cuando que la sangre derramada no sea en vano y que sirva con el tiempo para la libertad de todos. (Sin) FIN.
Para Valentina, leal y eterna compañera de viaje.
Para Santiago, mi amigo y mi otro cómplice por siempre.
Para Marthica & María del Rosario, guevaristas a su manera.
NOTA: Querido por muchos alrededor del planeta y denostado por unos pocos (tontos), el Che merece un tributo, así sea a los 55 años de su muerte, junto a otros cuatro de los mayores combatientes contra la injusticia: Malcolm X, Camilo Torres Restrepo, Martin Luther King, Thomas Sankara.
Carlos Puebla y Hasta siempre, Comandante: https://www.youtube.com/watch?v=fcnH8oK8FlY
Jan Garbarek con Hasta siempre: https://www.youtube.com/watch?v=T5KYZ2F9IRs
Víctor Jara canta su Zamba del Che: https://www.youtube.com/watch?v=x3i5DLtLt7g
* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao Edits., 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con su ensayo sobre Manuel Zapata Olivella y su novela Changó, el gran putas, fue lanzado por UFES, el 20.feb.2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]