En el diario vivir de los colombianos, se ha vuelto costumbre el uso de un lenguaje de polarización del país, que pareciera identificarnos como una sociedad violenta y sin remedio. Se nos volvió costumbre señalarnos y estigmatizarnos, lanzar prejuicios, abrigar rencores y odios; estar siempre a la defensiva durante la cotidianidad de cualquier oficio.
En los hogares, en la calle, trabajos, redes sociales y medios de comunicación se edifica con lenguajes equivocados los escenarios propios de un campo de batalla, donde los interlocutores se instalan como si portaran casco, fusil, granadas, y botas de combate; como si atravesaran concertinas, o estuvieran desde una trinchera, protegiéndose del ataque de un enemigo real, vociferan y responden con permanentes ametrallamientos de diatribas, lenguajes fuertes, obsesivos, injuriosos, insultantes, denigrantes, incendiarios, recriminatorios, frases ofensivas y vehementes, que nada bien le hacen a la nación con la que soñamos y la que deseamos para las generaciones que nos reemplazarán.
Lo que puede ocurrir de tanto repetir ese discurso violento que más se nota en las redes sociales, es vigorizar un ruido desbordante que nos quita la paz; que pretende identificarnos con una sociedad criminal y violenta, vacía de principios y valores: ¡eso no es verdad…!
Ese discurso dañino, ha venido formando una gramática que matizada en estos párrafos, resume sentimientos, angustias y frustraciones de este calibre: “En Colombia hay una cultura de la muerte; somos una sociedad corrupta, un desastre sin remedio. Si matamos a todos los de las Farc, a los elenos, paracos y a los narcos, el mal sigue. Somos agresivos, violentos y arrodillados. Antes de los conquistadores, nos estábamos comiendo unos a otros y aún no se nos quita la costumbre. Somos el país de la muerte, intolerantes. Qué vergüenza pertenecer a esta sociedad. Con un pueblo de acomplejados nunca forjaremos una nación grande. Lo más grave no es cometer un delito sino ser atrapado. El narcotráfico, el paramilitarismo, la parapolítica y la guerrilla es la triste realidad de una sociedad enferma. Nos enterramos el cuchillo por detrás; pendejo el último, esto es para el más vivo; hablamos mal de nosotros mismos en el exterior. Todos somos culpables; unos por acción otros por omisión. Todos nos parece chiste. Somos la nación de las masacres y de la impunidad. Los de la izquierda y la derecha son todos unos criminales”.
Este lenguaje viene generando un grave impacto social, criminalizando y satanizando las relaciones con nuestros semejantes; exacerbando y polarizando el país; para nada debemos aceptarlo como si fuera nuestra característica de nación, o como el prototipo de la personalidad aparentemente bárbara de los colombianos.
Quienes así se vienen expresando, no advierten el significado de sus palabras. No es asunto profundizar sobre las causas de los conflictos y la violencia; pero es razonable aceptar que hay sufrimiento, desesperanza, tristeza, impotencia, rabia, frente a las dimensiones de los problemas nacionales.
Hay una equivocada cultura simplista y marcada tendencia a generalizar sobre nuestra propia identidad como nación, y por esto se requiere ahuyentar el lenguaje que incita a más violencia y polarización. De ninguna manera podemos permitir que se inmortalice esta malformación de lenguaje entre los jóvenes y tampoco permitir que se mantenga entre los mayores. Hay que desvincular nuestro presente de aquella cultura con la que falsamente se nos identifica; es mejor reencontrarnos con los valores de la democracia para devolverle sentido a la nacionalidad.
Recordemos que nuestro país históricamente se ha distinguido por el nivel intermedio de sus desarrollos, frente a otros países del continente que enfrentaron el fenómeno del caudillismo; hemos tenido tradición democrática casi bicentenaria; hemos sido una nación relativamente más uniforme que muchas otras en América.
Ante ese panorama, es mejor persistir sobre los elementos positivos del país, para entender lo complejo e imperfecto de nuestra realidad y apreciar sus valores históricos, sus logros, como cimientos para consolidar la convivencia ciudadana. La violencia no es una forma constitutiva ni dinámica de la democracia; la democracia como método es pacífica y es para conducir la competencia equilibrada por el poder.
No podemos desconocer que tanto ayer como hoy, existen razones para sentir vergüenza; pero no podemos seguir siendo unos espectadores horrorizados y complacientes de nuestro pasado y presente. “No se puede inventar una nación nueva —Lleras Camargo en 1944—, como si no tuviera cimientos y ruinas, y como si los padres y las mujeres no hubieran existido, sufrido y trabajado por ella”. Estas palabras de un expresidente, las deberíamos entender como una invitación al progreso sobre las bases de lo ya conquistado.
La invitación es a que nos salgamos de las trincheras; que lancemos muy lejos de allí la estigmatización y la polarización, porque es preciso repensar la nación, con mucha mayor esperanza, ilusión y confianza.