Y no solo en la canción mexicana sino en varios aspectos de nuestra realidad política.
La más evidente, la que separa los partidarios y los opositores del gobierno. Cada vez son más distantes las calificaciones que se dan a las medidas que se toman; o son totalmente negativas, viéndolas o mostrándolas como terribles y catastróficas, o como muestras de propósitos malignos; o presentándolas como las que traerán las soluciones que nunca antes se habían logrado, bien sea por incapacidad o mala índole de los antecesores o por deficiencias de los conocimientos que se aplicaban.
En parte la explicación o causa de esto es el distanciamiento no de los análisis y los argumentos que podían respaldar una u otra posición sino de la distancia o brecha entre ese sistema racional de estudiar y plantear un tema o una situación y la motivación emotiva e ideologizada que relega a un plano secundario la necesidad de tolerancia y de diálogo para alcanzar consensos y conclusiones compartidas que permitan las soluciones y respuestas que requerimos para un mundo convivencial.
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Los distanciamientos hacen que como colectividad no tengamos visiones y objetivos compartidos y que no tengamos un sentido de nación común y de reglas del juego o instituciones y leyes que aceptemos todos
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Pero estos distanciamientos que hacen que como colectividad no tengamos visiones y objetivos compartidos han hecho que no tengamos un sentido de nación común y de reglas del juego o instituciones y leyes que aceptemos todos. Por el contrario vivimos en un mundo donde la inexistencia del Estado -o por lo menos del cumplimiento de sus funciones y de su razón de ser- es reconocida casi unánimemente sin expectativas de que se intente y menos que vaya a lograr corregir. (Bajo el ‘deje asi’ admitimos que nada funcione como debería funcionar).
Por eso la distancia más grande es entre lo que supone ser la elección y el resultado o lo que se concreta después de la misma. De hecho, el voto no es propiamente un mecanismo para pronunciarse por algún proyecto o propuesta que se deba adelantar desde el Estado (responde más a incentivos de cualquier otra naturaleza -promesas de puestos, compra directa o mediante lechonas o tejas de eternit, lealtades personales, etc.); y, si tal proyecto existiera, el Estado, como instrumento para adelantar algún propósito, prácticamente no existe o es inoperable.
Resultado, los gobernantes no tienen control político ni jurídico: el concepto de Estado como un ente trascendente al presidente de turno desaparece (Uribe rompe con Venezuela; sube Santos y conseguimos. un ‘nuevo mejor amigo’; gana Duque y Colombia se convierte en la punta de lanza para acabar con el sucesor; el triunfo de Petro retoma la relación con el Maduro odiado por su antecesor) porque el sistema mismo sin partidos reales y con la mermelada siempre permite mayorías; y el control jurídico es inoperante ( Gaviria a gobernado al Partido Liberal desde la ilegalidad durante más de tres lustros).
Lo que nos lleva a la realidad que nos rige expresada por Guillermo O’Donnell (según Pedro Medellín): “quien gana las elecciones está autorizado a gobernar como crea conveniente y los límites al ejercicio del poder solo están marcados por la realidad política existente y por el término constitucional de su mandato”.