Con el inicio del gobierno de Petro, la agenda de los medios ha virado un tanto en mostrarnos los episodios cotidianos de ladrones robando en las vías principales de las ciudades; masacres y asesinatos de miembros de comunidades controladas por bandas delincuenciales o, también, de invasiones de comunidades o gentes desesperadas por la falta de tierras para cultivar o de viviendas en las que habitar.
La imagen que se quiere vender es la de un país en caos y desgobierno. La verdad sencilla es la de un guion nada novedoso: es lo que siempre han ensayado las élites del continente, cuando gobiernos progresistas o de izquierda han llegado a la jefatura del Estado.
Lo que sí es verdad, es que la sociedad colombiana ha tenido por lo regular grades problemas para tramitar las manifestaciones violentas y bárbaras que exhiben sus habitantes excluidos, o que se sienten fuera del orden social y político que ha imperado por décadas.
Esto no ha sido propiamente por ausencias de normas jurídicas que, aplicándolas, le devuelvan a sus asociados la tranquilidad sobre bienes y vida.
De hecho, buena parte del siglo XX lo vivimos bajo el imperio del Estado de Sitio cuya permanencia siempre se invocaba con aquella sacrosanta máxima de que “era deber del Estado defender la vida, honra y bienes de sus habitantes”.
Ya sabemos, desde luego, que en gran medida se trataba de defender el patrimonio y la vida de los altos dirigentes y de quienes conservaban patrimonios sustanciales de los que derivaban cuotas de gobierno y poder.
Para buena parte de la sociedad lo que quedaba era la servidumbre en grandes propiedades de terratenientes; la agricultura en plantaciones de tabaco, café, banano, maíz, caña de azúcar, algodón y otros cultivos menores.
En las ciudades, la gente se las arreglaba con el comercio minoritario, otros menos con el ejercicio de las profesiones liberales y otras franjas, a través de las economías ilícitas que, en buena parte de nuestro trayecto como república, se sustentó en el contrabando.
De hecho, fue sobre estas últimas actividades como se empezaron a forjar los imperios que hoy ha creado el hampa y la mafia en Colombia.
Por décadas, sin embargo, siempre hubo una manera de arreglo para los pleitos que ponían en peligro la convivencia y el statu quo que gestionaban desde Bogotá líderes que por lo regular suponían que representaban los mejores intereses de la sociedad, pero sin que ello los obligara a acudir a la voluntad popular (Braun, 1998).
El único reto real que tuvieron quienes manejaron la vida pública de la sociedad colombiana, fue en verdad la potencia que significó Gaitán, la cual se marchitó una vez muerto el líder y domesticada la sociedad perpleja que vivió su magnicidio.
De un lado, ofrecieron zanahoria (Frente Nacional para dirimir las diferencias con parte de la élite) y por el otro, el consabido garrote para quienes no entraran en el nuevo orden social y político pactado (guerra contrainsurgente para exterminar los brotes de inconformidad de la gente popular que se sintió excluida del reparto social y político).
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En este trasfondo es cómo se puede explicar la emergencia y vigor del negocio del narcotráfico a principios de los años 70 y en los 80 del siglo anterior con la figura de Pablo Escobar como emblema y por supuesto, con la competencia también del Cartel de Cali.
Pero si el negocio de las drogas ilícitas con Escobar a la cabeza pateó el tablero de la política, también lo hizo en buena parte con las maneras de relacionarnos y en los propósitos que como sociedad y como individuos comenzamos a valorar.
La vida pública en Colombia sufrió una transformación atroz. Si bien grandes figuras de las élites o sus herederos seguían de protagonistas, ese papel fue cuestionado y disputado por figuras del hampa que empezaron a verse como salvadores por algunas comunidades, pero que veladamente, en grandes franjas de la sociedad, se aceptaban sin preguntar de dónde provenía la riqueza y el bienestar de nuevos ricos o, sencillamente, porque gente de otras clases sociales veían una oportunidad en la emergencia de nuevos negocios que les daban empleos y mejores condiciones materiales de vida.
A estos nuevos sectores lo que menos les interesaba era saber si el bienestar que empezaban a disfrutar tenía algún origen ilegal o simplemente, optaron como conducta mayoritaria, el de hacerse los de la vista gorda.
Y por supuesto, aquello tuvo un precio que siempre estuvo a la vista: ríos de sangre en campos y ciudades y, como no, incremento de la corrupción en las esferas del Estado y de la sociedad como nunca antes.
El problema es que la élite que dominó siempre la vida pública, pero también las ingentes franjas de la sociedad que se escandalizaba de los Nuevos Señores y de sus negocios de drogas ilícitas y su consiguiente plata mal habida, se equivocó en creer que aquello podía tener un límite, o se le podía poner freno ultimando a Pablo Escobar, o poniendo bajo prisión y extradición a los jefes de los Carteles de Cali y del Valle del Cauca.
Como se aprecia hoy, aquello era apenas el comienzo de una fase peor de narcotráfico y de nuevas guerras con violencias más horrorosas.
Los últimos años del siglo anterior fueron testigos no sólo de que el narcotráfico no terminó, sino que se amplió, surgió una nueva generación de capos y de autodefensas o paramilitares y otros grupos que, simplemente sin intenciones políticas abiertas, todos ellos tanto o más sanguinarios que el mismo Escobar que ya había horrorizado al país.
Peor aún, las nuevas organizaciones criminales de carteles y bandas no sólo empezaron a cultivar mejor la droga innombrable, sino que ampliaron la oferta del negocio a la generalización de la extorsión hasta en los rincones menos impensados de la sociedad y han seguido ampliando sus tentáculos económicos con nuevos negocios macabros y sofisticando sus métodos bárbaros hasta límites que rayan en la locura.
Pero hay un elemento clave que la sociedad no ha visto nunca con el ánimo sereno: aquellos nuevos ricos y nuevos empresarios al margen de la ley nunca fueron ajenos a la política y a buscar un espacio propio en la vida pública, así fuera al precio de la barbarie.
La élite gobernante, como siempre ha actuado cuando tiene ante sí verdaderas papas calientes, buscó en delegar parte de la solución en entregarle sus cabezas a poderes que supone más fuertes para ponerles tatequieto. Eso explica la aprobación y uso de la figura de la extradición.
Pero si en un inicio esta pudo ser un arma poderosa y temible para los capos, varias décadas después de su uso, lo que han venido mostrando los últimos años son resultados que generan reservas: los criminales ya no le temen tanto; las autoridades de Estados Unidos les permiten hacerse a buena parte de la riqueza generada ilegalmente por los narcos y a Colombia le sigue quedando la degradación de la política y el poder y un reguero de muertos y destrucción de su naturaleza y bienes que ya resulta inaceptable.
Por eso, cuando el nuevo gobierno ha planteado negociaciones para someter a buena parte de esa hampa y delincuencia de la que hablamos, resulta poco menos que creíble el escándalo y moralismo con el que muchos las han recibido.
Hay que decirlo con todas las letras: el hampa y el crimen organizado no cederá sustancialmente, si no aceptamos que mucho de lo que plantean son objetivos políticos, así no les interese de frente echar discursos políticos como los que tienen de oficio la política.
Las guerrillas o disidencias pueden exigir que se les trate como organizaciones políticas en armas, pero a los señores del hampa siendo básicamente organizaciones empresariales ilegales, no hacen otra cosa que política cuando esperan que se les tome en cuenta para cualquier negociación que saque las armas definitivamente, no sólo de la vida política, sino también de la vida social.
Y, por supuesto, para disputar un espacio en la vida pública que, por mucho tiempo la élite gobernante fue la que se creyó propietaria de esta.
Nuevos tiempos están mostrando que hay otros protagonistas, así huelan mal para muchos moralistas y violentos de ayer, que hoy se les olvidó que buena parte de su status lo derivaron en su momento de lo mismo: de hacer guerras y beneficiarse de sus consecuencias nefastas para el resto de la sociedad.