Todos los días pienso en Vallejo y hace rato que no abro un libro de él. A ustedes no les importa, pero es el escritor que más admiro. No sé si sea el mejor, pero me obsesiona. Supe de él a principios de este siglo cuando Barbet Schroeder, mítico director francés, quiso hacer un documental sobre su vida. Al final terminó dejándole el proyecto a Luis Ospina y él se interesó más por adaptar La virgen de los sicarios. La película fue un bombazo en el culo de esta sociedad hipócrita. Germán Santamaría, director de Diners, quien se hizo famoso por contar la historia de Omaira, la niña mártir de Armero, escribió una columna pidiendo boicotear el filme. Se armó eso tan hermoso, tan surrealista, que es un escándalo mediático. Es increíble pensarlo ahora, cuando lo único que importa en los medios es Aida Victoria Merlano, pero hubo una época en la que los escritores eran gente importante. Vallejo fue el último. El resto ya salieron paridos por el ano. Juan Esteban Costaín es el ejemplo insigne de esos esperpentos.
Entonces el veto de un tartufo como Santamaría disparó el interés por la película. En Colombia muchos la vieron, no sé si pagaron la boleta en un país de piratas, pero muchos empezaron a repetir frases de tanto verla, frases demoledoras como la que dice el personaje de Fernando cuando tiene que pegarle un balazo a un perrito que agoniza con su pata quebrada en un caño de Medellín: “Dios no existe y si existe es la gran gonorrea”. Entonces leí La virgen, y los Días azules, y las Chapolas negras y El mensajero y me enamoré de Silva y Barba Jacob y cuando salió El desbarrancadero pues nunca fui el mismo. Y entonces vi La desazón suprema y Vallejo se me convirtió en un Dios en vida.
Luis Ospina se mete en la casa del monstruo, ahí en la Colonia Condesa y lo muestra tocando el piano, viendo los chismes de Patty Chapoy, escribiendo mails larguísimos en donde descabezaba a Pastrana y a Tirofijo, nefastos personajes de esa época oscura y entonces cae la luz sobre el rostro del provocador y vemos que sólo es eso, un niño que se divierte molestando a la gente de espíritu viejo. Salió después El Desbarrancadero. Clásico instantáneo. Todos queríamos escribir como Vallejo. Le puso culibajito a Uribe, desconfió de Santos, se burló de Duque. Ahora ya no importa. Un terremoto lo calló.
El terremoto del 2018 en México le quitó a su esposo. David Antón, el último de los grandes diseñadores de arte del Cine Mexicano, no murió en el sismo. Pero su casa en la Colonia Condessa quedó destruida. Un apartamento donde la pareja vivió 55 años quedó lleno de grietas. No importó las paredes, lo que dolió fue que la colección de pinturas, jarrones y objetos hermosos que aparecieron en decenas de películas quedaron hecho polvo. A las pocas semanas, con el corazón roto, Antón moría a los 95 años. Vallejo, exiliado desde los años setenta, regresaba a su pueblo, Támesis, en enero del 2019.
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Ya no amenaza con matarse. Ya no le importa tener 80 años. Ha dicho tantas veces hijueputa que la palabra ha dejado de importar
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Y desde entonces luce cómodo con la vida. Ya no amenaza con matarse. Ya no le importa tener 80 años. Ha dicho tantas veces hijueputa que la palabra ha dejado de importar. Ojo, a mí me sigue importando, yo leí Memorias de un viejo hijueputa y Escombros y me sigue pareciendo lo mejor. Su lengua esconde la fuerza del apocalipsis. Pero los medios decidieron que ponerle un micrófono era más de lo mismo. Y Juan Diego Alvira no lo conoce. Si Juan Diego Alvira no lo conoce no existe. Es triste que los jóvenes hayan decidido cerrarle la puerta a la rabia, al punk. No hubo escritor más punketo que Vallejo. Pero en el mundo de lo políticamente correcto, de jóvenes bilingües a los que le repugna leerse un libro, Vallejo es un cigarrillo mojado, una señora de voz chillona de Medellín que merca en Carulla y que no le hace daño a nadie. En México era peligroso, en Colombia no es más que una jubilada. Que Vallejo importe tan poco es una de nuestras tragedias nacionales.
Maldito país.