Acaban de pasar las elecciones nacionales que evidenciaron una ruptura política electoral y la expresión de anhelos de cambio profundo en la sociedad colombiana; está apenas instalándose un nuevo modelo de gobierno progresista con sus apoyos y sus detractores, en medio de esperanzas y temores, especialmente los relacionados con situaciones de atentados contra liderazgos sociales y comunidades. El país está arrojado a un tiempo político de cambio democrático que busca optimizar al máximo los cuatro años para cumplir una agenda de grandes aspiraciones en los ámbitos productivos, ambientales, de la igualdad, la construcción de paz y reconciliación, de vigencia de los derechos humanos y de reestreno de la constitución del 91, especialmente en el ámbito de los derechos sociales.
Ya el equipo de gobierno está arrancando motores y busca que la partitura de las políticas públicas ofrecida al país suene y resuene en todos los rincones del territorio nacional. No es fácil iniciar un nuevo proceso porque en primer lugar venimos de una agenda de mínimos en el campo social y de un adelgazamiento cotidiano de la democracia participativa, así como de una ralentización de la gimnasia institucional en el diálogo con el país; digamos que el cambio obvio en los estilos de gobierno implica una puja por transformaciones de más hondo calado tanto en la institucionalidad estatal, como en la redefinición de metas y prioridades de sociedad.
Hay conciencia de que tenemos asuntos urgentes en los cuales se requieren respuestas inmediatas, por ejemplo, en la dureza de la muerte violenta que no cede y que se moviliza en medio de disputas interculturales e interétnicas, de ajustes de cuentas entre mafias y del crecimiento de la inseguridad en las ciudades. En ese contexto, en el mediano plazo uno de los asuntos claves para que exista capacidad de respuesta a las apremiantes situaciones de violencia y emergencia social, radica en establecer un adecuado encuadre entre el gobierno nacional y los gobiernos locales y departamentales que están en la fase final de sus gestiones y mandatos, muy afectados especialmente por los impactos de la pandemia del covid-19, por las demandas de reactivación social y económica, y por la necesidad de cerrar sus apuestas programáticas, muchas de ellas desfinanciadas o con problemas de ejecución de sus planes de desarrollo.
Mientras eso sucede el país político tan acostumbrado a los procesos electorales, al punto que por décadas hemos reducido democracia a los comicios, comienza a definir perfiles para las elecciones del 2023; esta dinámica será clave en el propósito de renovar desde lo territorial las bases de una democracia ampliada que anime y profundice los cambios en curso. Lastimosamente lo que se observa tras los anuncios de posibles coaliciones y alianzas para el cambio de gobernaciones, alcaldías, dumas departamentales y concejos municipales, es una dinámica abrupta, marcada por personalismos y grupismos que están lejos de un nuevo espíritu democrático y que más bien hablan de las viejas componendas y mecanismos de decisión por arriba.
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Es importante romper con la tradicional lógica de los clanes políticos que hoy operan en las regiones y en las ciudades, atesorando bolsas de votos a partir de la manipulación de cargos
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El asunto es cómo aprovechar este momento para avanzar en transformar el clientelismo que daña los partidos, pervierte los legítimos movimientos sociales, afecta la vida colectiva en términos de convivencia y se hermana con la atrocidad de la corrupción. Las sociedades locales tienen hoy un espacio coyuntural para acompañar los cambios en la escala nacional desde los territorios, por ejemplo, siendo más partícipes del nuevo plan de desarrollo nacional; pero yendo más allá, un aporte definitivo al cambio social y político de parte de todos los liderazgos, movimientos, partidos y coaliciones a nivel territorial tendrá que pasar por promover un mayor nivel de participación y consulta ciudadana en la definición de los emprendimientos políticos para renovar las gobernabilidades locales. Es cuestión de tomar el camino de superar las castas políticas que están enquistadas de muchas maneras en nuestra vida compartida por siglos y décadas, para proponer nuevos escenarios de ejercicio de la política, con un talante más transparente y democrático.
¿Cómo hacerlo?
En primer lugar, es importante romper con la tradicional lógica de los clanes políticos que hoy operan en las regiones y en las ciudades, atesorando bolsas de votos a partir de la manipulación de cargos, puestos y contratos en el Estado. Necesitamos ponerle tarjeta roja a la corrupción que inicia y termina a la vez con la manipulación de votantes y con el manejo clientelar de los entes territoriales. En segundo lugar es importante que los partidos, los movimientos ciudadanos y sociales, los liderazgos locales y regionales, hagan balances reposados de sus ejecutorias y proyecciones antes del afán electoral, visualizando primero sus propuestas de representación, actualizando sus ofertas programáticas para la sociedad que hoy tenemos, consolidando formas de diálogo con las comunidades y micro territorios que vayan más allá del marketing político y que proyecten acuerdos y compromisos realizables para el futuro mediato desde la escucha. Igualmente es importante cerrarles el paso a las financiaciones mafiosas, aquellas que vienen de actores violentos, del pago de coimas y del tradicional gansterismo político, que destruyen la virtud de cualquier obra de gobierno y el vínculo con las ciudadanías.
Es el momento para que las sociedades locales, rurales y urbanas, sean participes de la tarea compleja de derrotar el clientelismo en Colombia, avanzando en un ejercicio de repolitización ciudadana y de reconstrucción de lo público.