Apuntes para un libro
Todo comenzó cuando un niño de apenas 11 años de edad rompió la rutina en la clase de Español, que escuchaba esa mañana muy atento al igual que sus demás compañeros, y en un gesto que había ensayado muchas veces, levantó la mano para preguntarle al profesor que qué iría a ser de su futuro y el de los demás cuando concluyeran el año escolar, porque ellos estaban en quinto de primaria y el pueblo carecía de un establecimiento donde se impartiera el bachillerato, un peldaño obligatorio para avanzar en la formación académica “si querían ser algo en la vida”, como lo habían escuchado en sus casas con tanta insistencia; acompañada de otra frase de autor desconocido que era repetida por los padres de familia cuando le recomendaban a sus hijos que estudiaran porque esa era “la única herencia que les dejarían” cuando ellos se marcharan de la tierra.-
La historia fue rescatada años después porque coincidía con la forma en que se distribuían los saberes a lo largo y ancho del país, basado en un formato educativo cuyas bases estaban sustentadas en otra frase que no estaba escrita en ningún texto oficial y, sin embargo, fue de muy buen recibo por mucho tiempo en nuestras escuelas como una norma inamovible y casi de rango constitucional que decía: “La letra con sangre entra”.
Era el mes de octubre de 1965 y el episodio narrado transcurrió en una de las aulas de clases donde se formaban los niños del naciente caserío de El Bagre, que a duras penas era conocido más allá de la fronteras marcadas por las cuencas de los ríos Tigüí y Nechí, no obstante que muchos de los que negociaban el oro y los títulos mineros en las bolsas de valores de Londres y Nueva York, sabían que era el mismo territorio en donde estaba asentada desde comienzos del siglo XX la compañía de extracción aurífera conocida como la Pato Consoladited Gold Dredging Ltda, de propiedad de los gringos como se le decía en aquel entonces a todo el que hablara una lengua extraña, en especial el inglés, y luciera una cabellera rubia, fuera ojizarco y de elevada estatura.-
De esta manera y teniendo como telón de fondo los episodios ocurridos en aquellos días, con los personajes que hicieron realidad el nacimiento del Liceo, varios de los cuales todavía nos acompañan en este espacio terrenal, y con las voces de sus protagonistas y los recuerdos que evocaron otros tantos, reconstruimos aquí y ahora la historia de los 55 años de la Institución Educativa El Bagre, que inició sus actividades académicas en uno de los rincones de la sacristía de la iglesia de Bijao, razón por la cual hubo de arrumar los santos de yeso que se usaban en las procesiones de Semana Santa, y con el nombre de “John F. Kennedy” dirigido por el rector Mario Valencia, en consecuencia su primer rector y con un listado de 33 estudiantes ávidos de estudiar.
El niño de la historia era uno más de los que hacían parte de lo que hoy se conoce como la Institución Educativa Bijao, pero que en su acta de fundación, fechada en el mes de mayo de 1946, aparecía con el nombre de “Escuela Urbana de Varones Simón Bolívar”, en homenaje al Libertador de cinco naciones del continente suramericano y fundador de la Gran Colombia y de Bolivia. No muy lejos de esta y diagonal a sus salones, funcionaba la “Escuela Urbana de Niñas Francisco de Paula Santander”, en recuerdo del militar nacido en la Villa del Rosario, más tarde registrado en los anales históricos como el Hombre de las Leyes y de paso reconocerle sus gestiones en el sector educativo del país, puesto que en su calidad de presidente de la República de la Nueva Granada, la actual Colombia, construyó el primer sistema de educación pública al impulsar la creación de escuelas y universidades de carácter públicas.
Nunca se ha sabido por qué ni quiénes tomaron la decisión de borrar estos nombres de la historia de estas escuelas, a sabiendas que se trataba de la exaltación de los personajes que hicieron posible que este país llamado Colombia entrara por la puerta grande en el concierto de las naciones gracias a sus intensas luchas por desprenderse del Imperio Español. De estas dos escuelas y de la ubicada en el sector de Pueblo Nuevo que también atendía a niños hasta el quinto de primaria, salían cada año un número incierto de jóvenes que tenían que emigrar a otros sitios, o en el peor de los casos, dedicarse a otras actividades para ganarse el pan con el sudor de la frente.-
Los nombres de Pedro Juan González, como director de la escuela de niños de Pueblo Nuevo, y de la hermana Margarita de la comunidad de la Anunciación al frente de los destinos de la escuela de niñas, todavía resuenan en la memoria de muchos de los que tuvieron la oportunidad de hacer parte de este centro educativo que desde sus comienzos gozó del privilegio de contar con el dinero suficiente para su funcionamiento, gracias a los recursos de la pujante empresa minera en donde prestaban sus servicios en calidad de trabajadores, los padres de los escolares. Hoy, duele decirlo, la institución no es más que un renglón escrito en aquellos cuadernos que describen un pasado glorioso porque ya no hace parte del inventario académico de este municipio del Bajo Cauca antioqueño.
A Celinda lo que primero se le viene a la memoria de aquellos tiempos eran las complacencias musicales que en los recreos se difundían a través de un rudimentario equipo de sonido, cuyos dineros, dice ella, servían para apoyar las misiones religiosas y demás actividades. Aunque el espacio para que alguien le dedicara una canción a otro no era una creación original, puesto que los oyentes de emisoras como Radio Libertad de Barranquilla ya lo tenían al aire junto con sus servicios sociales, lo cierto es que era llamativo al no contar con otra referencia para hacer lo mismo.
Dijo además que las canciones usadas para las complacencias eran una especie de pista para conocer los “amores” que comenzaban a construirse entre los escolares, no obstante que los discos que se tenían en el repertorio no pasaban más allá de uno del brasileño Roberto Carlos y otro del español Julio Iglesias. Tampoco fueron ajenos al invento de la televisión, porque para eso debía servir el dinero de la empresa, que dispuso una sala especial para que los estudiantes vieran en directo las clases impartidas desde Bogotá a través del canal de Inravisión –en blanco y negro– que era la virtualidad que hoy tanto reclaman los “creadores” de este sistema.
El uniforme que usaban las niñas de diario era una falda de cuadritos blancos con azul, una camisa blanca, medias azul oscuro y zapatos negros; en tanto que para los varones se escogió una camisa de color amarillo con un escudo de la empresa estampado al lado derecho, pantalón azul en tela de jean, zapatos panam negros de los que todavía muchos de ellos guardan gracias a su durabilidad; y para los deportes era necesario asistir a las actividades vistiendo una sudadera azul con franjas verticales de color blanco.
A las clases asistían en una jornada doble que comenzaba a las siete de la mañana justo cuando la sirena de la empresa bramaba desde el campamento, hasta las 12 del mediodía con regreso a las 2 de la tarde y hasta cuando sonara el pito de las 5, que también era la señal para ponerle fin al trabajo en los talleres que estaban muy cercanos a la institución. Esta sirena fue por mucho tiempo uno de los símbolos más representativos por sus habitantes, al punto de que cada vez que se escuchaba, los ciudadanos se apresuraban a mirar sus relojes a fin de cuadrarlo con la hora del momento. Era, para decirlo de una manera romántica, nuestro meridiano de Greenwich.
Harold, sin embargo, asocia su llegada a la escuela con una toma guerrillera que puso en vilo las clases de aquel año porque todo comenzó en los campamentos de la compañía cuando más de un centenar de guerrilleros del IV Frente de las Farc-EP incursiona en el casco urbano, teniendo como primer objetivo el cuartel de la Policía ubicado detrás de la heladería “El Paraíso” en el parque principal, con un resultado de tres policías muertos, dos civiles y cuatro subversivos dados de baja.-
Aunque se dijo que otro de los blancos eran los campamentos donde funcionaban las oficinas de la empresa, lo cierto es que a raíz de las bajas oficiales y del mismo desconcierto que la toma produjo a los asustados pobladores, las autoridades del momento se vieron obligadas a tomar la decisión de sacar del parque un buen número de cucharas de las dragas que la empresa había instalado a manera de atractivo turístico, porque fue detrás de ellas que se parapetaron los guerrilleros para inundar de balas el cuartel. Lo único que dejaron en pie fue una pieza que en su momento hizo parte del engranaje de los piñones de las dragas, muy parecido a lo que traen los carros de cuerda, pero que sin que nadie se diera cuenta, una noche de lluvias como que se aburrió y desapareció para siempre. Muchos mal pensados dijeron haberla visto en la parte trasera de la casa de un ilustre concejal, pero todo hace parte de una leyenda popular.
Aparte de las clases y de las actividades señaladas en el pensúm académico, a Harold se le despertó el niño-comerciante y no bien habían comenzado en firme las jornadas, se hizo amigo de la señora Rebeca, vecina de la escuela que tenía una venta de bolis caseros para que le permitiera ser su intermediario entre su nevera y los escolares y de esta forma ofrecer bolis de kola con leche, de guayaba, de tamarindo y de toda clase de frutas y sabores de temporada.- Aunque el negocio tuvo sus momentos de gloria, al final tuvo que liquidarlo porque una vez se presentó una batalla interna en donde los borradores de los tableros, las tizas y todo aquello que pudiera servir como objeto de ataque o defensa, fueron utilizados con tan mala suerte que también alguien lanzó un boli como última arma y el mismo estalló en el escritorio encima de un libro del profesor que lo dejó inservible –o ilegible– como quiera.
El joven alumno tuvo tiempo para resignarse y fuerzas para recuperar el aliento comercial y sus clientes de vieja data, a los que les vendía desde primero y ya estaban en segundo, así que se ideó la venta de la famosa sosiega, un producto de recalentar los granos de maíz hasta su máxima expresión para luego ser pasados por un molino que los convertía en polvo. Para comercializarlo se utilizaba una cuchara de endulzar el café y esa medida se ponía en las manos del cliente hasta que alguien se ideó que las hojas de los cuadernos también podían servir como vehículo, y como además no les costaba nada se los tomaron sin ninguna consideración. Eso, por supuesto, tampoco les cayó en gracia a las directivas y el negocio fue clausurado.
Haber estudiado en la escuela de Bijao es otro cuento que vamos a narrar en esta serie.